relato por
Nicolás Kouzouyan

 

L

as tardes de verano eran eternas en aquella época, cuando Montevideo se derretía cada mediodía bajo un sol húmedo y palpitante. Para mantener a Lourdes y a Inés entretenidas Sandra había empezado a mojar el patio. Las cóncavas imperfecciones de un piso que del otro lado era techo creaban pequeños charcos de agua donde revolcarse y sobre los que las niñas se deslizaban de panza. A veces también les llenaba palanganas de metal o de plástico que usaba para lavar ropa —donde las dos cabían sentadas— y se metían allí a chapotear bajo el fulgurante sol. Cuando el agua les salpicaba la cara apretaban los ojos y abrían la boca agitando los brazos regordetes y las piernas ajamonadas de piel bien blanca. Las risas estridentes sacudían la siesta del barrio y se entreveraban con las quejas de las chicharras en los árboles, que a más calor y humedad respondían con chillidos más intensos, un sonido que se amalgamaba en el aire caliente y reverberante, y que si se lo escuchaba con atención —dejándose llevar por su timbre hipnótico— empezaba a dibujar curvas en el aire, como si las chicharras supieran de tonos y los manejaran a su antojo.

Más tarde Sandra las llamaba a comer. Podían verla de pie en la puerta del patio, toalla en mano, borrosa debido al calor, con el entrecejo comprimido para aguantar el resplandor de un piso tan blanco que en épocas así escocía los ojos. Antes de entrar envolvía a las dos con la misma toalla y las secaba. Dejaba otra en el piso para los pies.

Después de comer siempre había helado casero. Sandra los hacía, con jugos baratos que compraba en la tienda de la esquina. Para ello llenaba cubitos de hielo con jugolín de frutilla o de naranja, les ponía un escarbadientes y los dejaba en el congelador hasta que estuvieran duros. Más tarde los comían como helados palito. El gusto a jugolín se les iba en las primeras chupadas; el resto del tiempo las niñas se imaginaban el sabor, con la lengua yendo y viniendo por la insulsa superficie de un pedazo de hielo frágil, fino y aporosado.

Si el viento soplaba desde Argentina podía llegarles la señal de algún canal vecino. Aquello las hacía sentir que estaban de viaje por otro país y la emoción de la aventura y lo desconocido se convertía enseguida en un cosquilleo que empezaba en las barrigas y se extendía a los brazos y las piernas.

Pero momentos así rozaban con lo milagroso, y, por lo general, era desesperante intentar sintonizar canales que por más cucharas y accesorios de metal que se le agregaran a la antena nunca terminaban de verse bien. Además Sandra se ponía nerviosa si las veía tocar el televisor descalzas:

—¡Vayan a ponerse las chancletas antes de tocar la antena, niñas! ¡Se pueden electrocutar, che!

Entonces había que ingeniárselas con otros juegos. Estaban las escondidas, a las que la niña pequeña siempre perdía porque nunca se aguantaba la risa; o los saltos de obstáculos, que Lourdes se inventaba en el fondo de la casa cuando su hermanita dormía la siesta y la carita se le inflaba, toda rosada y acomodada sobre un charquito de baba.

Pero el mejor juego de aquel verano fue «inventar palabras». Lo descubrió la grande, después de un año de aprender a leer y a escribir en la escuela. Fue en una bochornosa tarde de finales de enero, cuando todo el barrio de Belvedere parecía sumergido en un valle entre dos volcanes y el aire olía a quemado. A esa hora no había nadie que no durmiera la siesta. Nadie menos Lourdes, a la que la siesta deprimía; como a su madre, a la que también  deprimían muchas otras cosas. Entonces se encerró en el fresco del cuarto que compartía con su hermana —con las cortinas corridas— y empezó a pegar letras hasta que aparecieron las primeras palabras. Nada la distrajo en todo ese rato. Ni el calor que afuera perseguía a las chicharras sin poder darles caza, escondidas como estaban entre las ramas de los coquiteros bien verdes y bien frondosos; ni ese rasguido metálico que la brisa caliente que se levantaba del suelo provocaba en la pared del patio, cuando sacudía la cuerda de la ropa —y con ella la vara de metal que la sostenía por un lado— haciendo que arañara lo áspero del revoque con un ruido a rastrillo arrastrándose por el cemento.

En aquella combinación de letras Lourdes encontró muchas palabras. Todas le parecieron únicas, especiales; eran sus primeras palabras, y las quiso con el amor protector y egoísta con el que un artista quiere a sus primeras obras de arte.

Cuando tuvo listas unas cuantas salió corriendo del cuarto y se metió a la cocina:

—¡Mamá, Mamá! ¡¿Son palabras?! —dando saltitos y paseando la hoja delante de la cara de Sandra. Ella lavaba los platos y tardó un poco en reaccionar, frunciendo el ceño al principio, mirando la hoja sin verla. Luego sus ojos marrones volvieron a llenarse y regresó entera a la cocina.

—No, no son palabras —sentenció con cansancio—. Mejor probá con las que te enseñaron en la escuela.

Entonces Lourdes corrió de vuelta al cuarto y arriesgó nuevas combinaciones. Cuando terminó fue otra vez a la cocina. Su madre le repitió:

—No, Lourdes, esas no son palabras —ella regresó de nuevo al cuarto y lo mismo se repitió. Esta vez Sandra le dijo que estaba ocupada cocinando, que juntara todas las palabras en una hoja y que más tarde las verían juntas. Lourdes hizo eso mismo, y fue copiándolas una por una, en fila, en una hoja en blanco. El cuarto, pintado de un naranja somnoliento gracias a las cortinas cerradas, la aislaba del barrio y del sofocante calor que aplastaba desde el sol, y por el rato que tardó pasando las nuevas palabras a la hoja en blanco se sintió en otra parte, sintió en el cuerpo el mismo cosquilleo de emoción que cuando enganchaban algún canal argentino con su hermana.

Y no le molestaba que su madre le dijera que no entendía las palabras. Al contrario, le gustaba, le inflaba por dentro, le hacía sentir enorme frente a su madre, como si fuera un gigante.

 


 

Nicolás Kouzouyan (Montevideo, 1980). De nacionalidad uruguaya pero residiendo en México desde 2013. Publicaciones: incluido en la colección de poesía Letras de Babel, publicada en Argentina, Brasil y Uruguay; Papiroz, libro de poesía publicado de forma independiente; relatos y poesías en revistas Literatta, Esperanta y El Narratorio, de Argentina; Fábula y El Coloquio de los Perros, de España; Letralia, de Venezuela y Resonancias, de Francia. Reconocimientos: primer premio en categoría «Cuentos» de Juegos Florales de Lagos de Moreno, Jalisco, el certamen más antiguo de los actualmente activos en México. Vivió ocho años en diferentes ciudades de los Estados Unidos. Tuvo innumerables trabajos y paralelamente fue músico y por un tiempo editor y traductor para El Tecolote, diario local bilingüe del área de la Misión en San Francisco.

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Ilustración: Fotografía por ArtTower / Pixabay [public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 116 · mayo-junio de 2021

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