relato por
Manuel Moreno Bellosillo

M

i nombre es Kunuk Ashoona, tengo dieciséis años y soy un inuk. Los inuit éramos antaño un pueblo orgulloso de nuestras costumbres que habitábamos los territorios septentrionales del círculo polar ártico, vivíamos en iglús y cazábamos focas, ballenas y osos polares. Pero ya no quedan focas, ni ballenas, ni osos polares, se extinguieron hace mucho tiempo… Por no haber, no hay ni polos, se derritieron definitivamente poco después de que desaparecieran los osos.

El hielo era nuestra vida, su desaparición nos condenó. Para un inuit como yo no haber conocido la banquisa, la capa de hielo marino flotante que se formaba en el ártico, es una especie de despiadada orfandad, más cruel incluso que la pérdida de los padres. Algunas noches voy a la nevera, vacío las cubiteras en un bol y lo lleno con agua y con sal. Meto mis manos en el agua helada y palpo la masa de cubitos hasta que siento que me queman de frío. Los cubitos de la nevera es el único hielo que nos queda.

Junto con el hielo perdimos casi todo lo demás: nuestro hábitat, nuestras costumbres, nuestra forma nómada de vivir… Los ancianos nos hablan de aquellos tiempos, cuando habitábamos el polo, nuestros perros tiraban del qamutik a través del hielo y surcábamos las heladas aguas del océano ártico en nuestros kayaks. Por la noche, alrededor del fuego, con sus voces quebradas por la edad y la nostalgia, narran historias sobre la caza de los caribús, las morsas y las ballenas boreales. Entonces, éramos libres y orgullosos.

Las historias sobre las partidas de caza de las ballenas nunca me cansan, las puedo escuchar repetidas una y otra vez; no me importa. Las ballenas boreales eran mamíferos marinos formidables, bestias que podían medir veinte metros y pesar cien toneladas. Su caza suponía un combate titánico entre pequeños pero valerosos hombres armados únicamente con arpones y esos descomunales leviatanes. Cuando avistaban una manada cerca de la costa, se arrojaban al mar con sus umiaks detrás del ejemplar más grande. Lo lanceaban con arpones de hueso atados a boyas hechas con vejigas de foca y pugnaban durante horas interminables hasta que la presa acababa rindiendo su vida. Luego la descuartizaban en la orilla y repartían la carne entre la tribu. Lo más sabroso era su piel, pero yo nunca he probado la carne de ballena y ya nunca nadie más la podrá probar.

A menudo me imagino participando en una de esas partidas de caza, bogando detrás de uno de esos monstruos marinos resoplantes. Remar incansablemente hasta que estuviera al alcance de los arpones, cuando puedes ver el brillante ojo de la bestia. Entonces no fallaría, me levantaría sobre el umiak y lanzaría mi arpón contra su descomunal mole, atravesando su piel y su grasa hasta el mástil. Sí, sé que no me arrugaría, mi mano firme acertaría a la bestia. Sólo con imaginarlo mis venas se inundan de adrenalina y el corazón se me desboca. Pero ya nunca podrá suceder…

Quedamos muy pocos, los Shakenataaagmeun nos recluyeron en reservas para asegurar nuestra pervivencia y cuidar de nosotros; al menos, eso afirman los Shakenataaagmeun. Aquí somos unas cien familias traídas de todos los rincones de lo que antes eran nuestros territorios y recluidos en este apartado rincón, lejos de las ciudades y el ruido de la civilización. Es cierto que tenemos todo lo que necesitamos para nuestra supervivencia: casas donde vivir, ropa para vestir, alimentos que nos nutren y asistencia médica que nos mantiene sanos. También hay una escuela, una clínica, una casa comunal e incluso canchas deportivas; no nos falta de nada, pero aquí nos sentimos desarraigados, prisioneros en una jaula de oro.

La vida en la reserva es tranquila, monótona y aburrida. Por las mañanas voy a clase con mis compañeros, por la tarde hago los deberes que me mandan en el instituto y juego a la videoconsola. Cuando llega la noche y el sol abrasador se oculta, bajando las temperaturas lo suficiente para hacerlas tolerables, salimos y nos reunimos alrededor del fuego. Los ancianos cuentan sus historias y los jóvenes los escuchamos; al acordarse de sus viejos territorios, lloran. Así día tras día, todos los días.

Mis hermanos y yo nacimos en la reserva y para nosotros todo resulta más fácil, pero para nuestros padres que los trajeron aquí cuando eran niños o para los padres de nuestros padres el traslado y confinamiento fueron traumáticos, un trauma que en muchos casos no han podido superar. Algunos no se resignan a vivir recluidos y optan por fugarse de la reserva o por otras vías más expeditivas. El índice de suicidios es tan alto que las muertes no se compensan con los nacimientos y año tras año la población de la reserva decrece. También el alcoholismo es muy frecuente entre la población adulta, aunque el alcohol, así como cualquier tipo de droga, está prohibido dentro de la reserva, pero muchos se las arreglan para destilarlo en sus propias casas o traer licores de contrabando del exterior.

Tampoco se puede tener armas dentro de la reserva e incluso nuestras armas tradicionales como los arpones, las lanzas, los arcos y las flechas suelen estar custodiadas en un arcón en la oficina del sheriff y únicamente nos las devuelven para nuestras festividades tradicionales. Los más viejos enseñan a los más jóvenes a usar estas armas y practicamos con ellas, pero cuando terminan los juegos debemos devolverlas para su custodia. Bien es cierto que fabricar arcos y flechas y ocultarlos de los ayudantes del sheriff no es complicado y cualquier muchacho de la reserva que se precie guarda uno bien escondido.

El gobierno de la reserva corresponde al Consejo de Ancianos, una asamblea formada por los más viejos de la comunidad y que se ocupa principalmente de gestionar los asuntos internos y decidir sobre los pequeños litigios que se suscitan entre sus miembros. El sheriff Macintosh y sus hombres se encargan de protegernos de cualquier amenaza exterior y, según nos dice, también de nosotros mismos. Pero el sheriff sigue las instrucciones del Dr. Barboosa, que es quien en realidad manda en la reserva.

El Dr. Barboosa es un médico con apariencia de venerable octogenario, pero parece mágicamente congelado en esa edad pues, desde que yo lo recuerdo, mantiene el mismo aspecto y los años que van pasando no añaden nuevas arrugas al rostro ni achaques adicionales a su cuerpo. Más o menos cada tres meses viene a la reserva y se reúne con el Consejo de Ancianos. Luego visita a las familias en las que alguno de sus miembros está enfermo y personalmente los examina y los medica. Se pasea por la reserva y saluda afectuosamente a aquellos con los que se cruza. Conoce a todos aquí y a cada uno se dirige por su nombre y le pregunta por sus asuntos particulares. Con su larga barba blanca, sus profundos ojos grises y su cálida sonrisa, parece el gran abuelo de la reserva, sabio y protector de todos, pero hay alguno que no le traga y echa pestes sobre él, acusándole de cinismo e hipocresía. A mí me cae bien el Dr. Barboosa.

—Tú, Kunuk, ves crecer la hierba —me dice siempre que me ve.

Con excepción del Dr. Barboosa y el sheriff, no nos relacionamos demasiado con los Shakenataaagmeun y apenas tenemos contacto con el exterior. Se ha creado una especie de cordón sanitario entre nosotros y el mundo, y los acontecimientos que periódicamente lo sacuden nos llegan como ecos muy lejanos. No es que estemos totalmente aislados, pero lo que ocurre en el resto del mundo no nos afecta demasiado y, en consecuencia, tampoco nos interesa. El cambio climático que hizo inhabitable buena parte de este planeta había obligado a los Shakenataaagmeun a explorar y colonizar otros planetas fuera de nuestro sistema. De vez en cuando teníamos noticias de nuevos descubrimientos y de éxitos de la colonización, pero también de catástrofes y calamidades. Las noticias se sucedían una tras otra: hallazgos, colonias, poblamientos… pero en la reserva nada cambiaba lo más mínimo y, para nosotros, la vida seguía igual. No éramos shakenataaagmeun, éramos inuit, y nadie pretendía que nos involucráramos en asuntos que no eran de nuestra incumbencia.

Llegaban últimamente noticias inquietantes sobre una plaga que estaba aniquilando a los colonos y los soldados extraplanetarios, aunque eso seguía quedando muy lejos de la reserva. Sin embargo, los contagios no se consiguieron contener y la epidemia se siguió extendiendo por todo el sistema solar. Se prohibió entonces que nadie entrara o saliera de la reserva e, incluso, el sheriff dejó de hacer las rondas por el territorio con su todoterreno de orugas. Al parecer el objetivo esta vez no era recluirnos sino aislarnos de una peste cuya mortandad era fulminante.

Durante semanas estuvimos aislados, nadie entraba ni salía de la reserva y los suministros los depositaban los camiones en la puerta de la valla que la confina. La plaga no parecía remitir y se iba extendiendo por las colonias exteriores, que, una a una, iban cayendo, mientras se aproximaba amenazadoramente a la Tierra.

Un día apareció un convoy de vehículos medicalizados y del mismo se apearon el Dr. Barboosa y unos soldados, todos cubiertos de la cabeza a los pies con sus equipos de protección. El Dr. Barboosa se reunió con el Consejo de Ancianos y poco después nos hicieron llamar a cuatro de los bravos (término en desuso que significa jóvenes con edad para guerrear), entre los que yo me encontraba. El Consejo nos comunicó que la Confederación de las Naciones de la Tierra (CoNaTi) nos necesitaba y que íbamos a servir a nuestra patria. Era la primera vez que se dirigían así a nosotros, quienes, hasta entonces, habíamos entendido que los inuit éramos una nación sin patria y no teníamos deberes con nadie, excepto con nuestra comunidad.

Aun así, no opusimos ninguna resistencia y voluntariamente nos montamos en los vehículos para una misión de la que desconocíamos todo, emocionados y nerviosos por salir de la reserva. Nos condujeron hasta un complejo militar de alta seguridad e ingresamos en un hospital, siempre conducidos por soldados protegidos por trajes y máscaras aislantes. Nos despojaron de nuestras ropas, nos pusieron batas de hospital y nos llevaron hasta una habitación con cuatro camas. Era una habitación bastante grande, sin ventanas y con una de las cuatro paredes ocupada enteramente por un espejo enorme. Había un baño contiguo con una ducha y un armario lleno de sábanas, orinales, zapatillas, batas y todo el menaje propio de la habitación de un hospital. Me llamó la atención que para entrar había que pasar por un habitáculo de aislamiento con dos puertas blindadas.

Nos dieron de cenar y nos dejaron dormir sin decirnos nada más. Esa noche ninguno de los cuatro pudimos conciliar el sueño y hasta tarde estuvimos bromeando entre nosotros, supongo que para tratar de relajar los nervios de la incertidumbre. Al día siguiente nos sirvieron un abundante desayuno y al mediodía llegó la comitiva de médicos encabezada por el Dr. Barboosa. Nos hicieron algunas preguntas y nos dijeron que íbamos a estar en cuarentena una temporada. Después nos inyectaron en el brazo con una aguja hipodérmica un líquido trasparente y apresuradamente nos dejaron otra vez solos en la habitación, cerrando la puerta blindada tras de sí que en mis oídos retumbó como una losa. A partir de entonces, nos informaron, toda la comunicación se haría por la megafonía de la sala y la comida nos llegaría a través del habitáculo.

El resto del día lo pasamos cantando y bailando las danzas de guerra que nos habían enseñado los ancianos. Cuando nos acostamos todavía no presentábamos ningún síntoma. Durante la noche tuve extraños sueños febriles y me desperté con migraña. El dolor de cabeza se fue agudizando a medida que pasaban las horas de aquel día, mientras la fiebre subía décima a décima hasta alcanzar más de cuarenta grados. Mis compañeros también se quejaban de horribles dolores de cabeza y de fiebre. Por la megafonía nos informaron que teníamos aspirinas en un cajón del armario del baño, como si ese dolor insoportable se pudiera remediar con analgésicos.

Esa noche algunos deliraron y se quejaron en sueños. La sed me abrasaba y por más que bebía no conseguía saciarme. Empezamos a toser y a echar flemas sanguinolentas. Por la tarde uno de nosotros vomitó una pasta negruzca y pestilente que emponzoñó toda la estancia e hizo que todos los demás acabáramos vomitando también. Por megafonía nos aconsejaron que limpiáramos la habitación con la fregona y el cubo que había en el baño, pero nadie tenía fuerzas para levantarse.

Ese día fue agónico para todos, llorábamos y gimoteábamos de dolor y algunos llamaban a su mamá; ya no éramos más bravos. A partir de ahí, las horas y los días se confunden en un laberinto febril de sufrimiento y angustia interminable. Se nos inflamaron los ganglios de la entrepierna y las axilas, causándonos dolores insufribles. La fiebre nos ardía, seguíamos vomitando esa papilla pestilente y negruzca y la inflamación de los ganglios nos causaban padecimientos insoportables. Los bubones se hinchaban hasta terminar reventando y entonces supuraban una sustancia purulenta y nauseabunda. Nos agitábamos entre las sábanas manchadas de pus, excrementos y vómitos, delirábamos y lloriqueábamos suplicando ayuda, pero nadie se compadecía de nosotros.

A mis compañeros se les ennegrecieron los dedos de las manos y de los pies, pero, ignoro la razón, yo me libré de este nuevo padecimiento. Se les hincharon los brazos y las piernas a medida que la piel se les iba oscureciendo. Sus extremidades empezaron a rezumar podredumbre y desprender un fétido olor a podrido.

No sé cuándo murió el primero de nosotros, tan sólo advertí que alguien a mi derecha había dejado de gimotear. Luego cesaron los quejidos a mi izquierda y después, cuando la habitación se quedó en silencio, supe que el único que quedaba vivo era yo.

Poco a poco los padecimientos fueron remitiendo para mí, el dolor de cabeza se desvaneció, me bajó la fiebre y los bubones desaparecieron. No sé cuántos días había pasado desde que nos habían encerrado. Los cuerpos de mis tres amigos se descomponían en sus camas, pero mi olfato ya se había acostumbrado a la pestilencia de la podredumbre.

Por fin, después de febriles días que me parecieron infinitos, caí profundamente dormido y, cuando me desperté, me encontraba en otra habitación. Ya no me flanqueaban los cadáveres pestilentes de mis amigos, las sábanas estaban limpias y el aire que respiraba era puro. Había sobrevivido.

 

—Kunuk, eres un héroe —me dijo el Dr. Barboosa cuando vino a verme después de unos días—. Nadie nunca en la historia ha hecho tanto por la humanidad como tú.

Se había sentado en una silla al lado de mi cama y llevaba puesta su bata de doctor. Tenía la apariencia de siempre, de venerable anciano sabio y protector, como conservado en formol en su sempiterna ancianidad, pero además ahora parecía radiante.

—No me siento ningún héroe…

Me encontraba débil todavía y con el cerebro embotado. Había ahora algo en el Dr. Barboosa que me causaba rechazo, una especie de repugnancia física, como un olor a mantequilla rancia que me daban ganas de vomitar.

—Pues lo eres, quizá un héroe involuntario, pero un héroe, al fin y al cabo. Has sobrevivido a la enfermedad y nadie hasta ahora lo había hecho.

—Vosotros nos inoculasteis el virus.

—Era necesario, una necesidad cruel y quizá injusta, pero totalmente justificada. El fin lo demuestra.

—¿Por qué nosotros?

—Una pregunta muy acertada, pero no en el sentido que la haces. Verás, cuando era un niño había una baraja de cartas con la que se jugaba a un juego llamado las siete familias. Cada carta representaba a un miembro de la familia: el abuelo, la abuela, la madre… hasta seis miembros por familia. Se trataba de reunir y completar todos los miembros de una de las siete familias: la familia bantú, la familia china, la familia tirolesa, la familia esquimal… Ganaba quien completaba más familias y se quedaba sin cartas. Yo jugaba a menudo a ese estúpido juego con mis hermanos. Pues bien, quizá ese juego fuera la clave de este proyecto.

Se quedó callado sonriendo, pensando que yo comprendería su discurso.

—No acabo de entender…

—Bien, bien, será mejor empezar por el principio. Cuando se hizo evidente que, debido al cambio climático, la Tierra no podría soportar una población de diez mil millones de personas y que era necesario buscar nuevos hogares para la humanidad, también se hizo evidente que la especie humana no estaba físicamente preparada para la exploración espacial ni para colonizar nuevos planetas ni para enfrentarse a amenazas extraterrestres. Tuvimos que mejorar el diseño para convertir a los débiles humanos en una raza mucho más fuerte, mucho más resistente, mucho más dura… impulsarla artificialmente al cenit de la evolución; en conclusión, convertirlos en superhombres. Después de infinidad de prototipos, finalmente se diseñó el código genético que hacía de los débiles hombres campeones de su raza y se dio a la máquina de clonar, lanzando a la exploración espacial a millones de colonos y soldados muy resistentes físicamente, pero con muy poca variación genética. Esto los hacía muy proclives a sucumbir a enfermedades, especialmente si estas enfermedades se producían por microorganismos extraterrestres frente a los que estarían indefensos. Entonces se me ocurrió.

—Se te ocurrió… ¿qué?

—Lo de las familias, conservar las diversas variaciones genéticas de la humanidad. Había que evitar que las distintas líneas genéticas se perdieran, eran un tesoro de un valor incalculable. Presenté el proyecto a la CoNaTi y al principio fueron reacios a aceptarlo, no sólo por el coste que suponía, sino también por remilgos morales desfasados; les faltaba visión a los burócratas de la CoNaTi. Pero finalmente les convencí de que preservar la diversidad genética era necesario si se quería preservar a la humanidad y acabaron olvidando sus trasnochados prejuicios éticos y liberando los fondos. Durante años viajé por todo el mundo rescatando tribus recónditas: Papúa Nueva Guinea, el Congo, Brasil, el Kalahari, el ártico… Fui creando reservas con los supervivientes que encontré de estas tribus prácticamente extinguidas. Yo me di cuenta de que vuestra supervivencia era necesaria si se quería salvar a la humanidad en caso de hecatombe.

Se detuvo un momento y me miró sonriendo, a ver si le seguía, pero yo no estaba entendiendo nada y, al advertir mi perplejidad, continuó con su discurso.

—Discúlpame, deja que te explique. Entiendo que sabes lo que son las patatas, las habrás comido alguna vez…

—Sé lo que son las patatas.

—Claro, claro… La patata fue hasta el Antropoceno un alimento básico de la humanidad. Sin embargo, casi todas las patatas que se cultivaban procedían de una determinada cepa, tenían escasa diversidad genética y, por tanto, eran proclives a las plagas. Durante el siglo XIX se produjeron graves hambrunas porque durante varios años consecutivos prácticamente toda la cosecha de la patata se pudrió en el suelo pues la variedad que se cultivaba no era resistente al tizón tardío provocado por un hongo. Ya en el siglo XX los científicos estaban avisados y cuando se producía una plaga en el cultivo de la patata, simplemente importaban nuevas variedades del altiplano andino, de donde eran originarias, que fueran resistentes a la plaga y su cultivo se extendía por todo el mundo. Escogían variedades autóctonas de la patata, las sometían a la enfermedad y seleccionaban aquella que mejor resistía. Era una especie de selección natural, pero controlada en un laboratorio.

—Entiendo: nosotros somos tus patatas, patatas humanas.

El Dr. Barboosa se carcajeó como si lo que acabara de decir fuera una broma.

—Es una manera de verlo, sí, nosotros preferimos llamaros reservorio genético. Pero piensa que, si no fuera por mí, ninguna de esas gentes sobreviviría, incluido los inuit, todos habrías perecido en la gran extinción del final del Antropoceno. Yo os salvé de una extinción segura y con vosotros salvé la civilización y la humanidad.

—Científico loco…

Me dirigió una mirada triste, como si le hubiera decepcionado profundamente mi comentario.

—Me sorprendes, Kunuk, te conozco desde que naciste, eres un joven perspicaz y con imaginación, pensé que tú lo entenderías. El transhumanismo supuso una revolución en el pensamiento humano, se dejaron atrás prejuicios morales que habían lastrado el desarrollo científico. El humanismo quedó trasnochado cuando el apocalipsis climático impuso a la civilización retos que expulsaban al humano del centro del pensamiento y de las tribulaciones y lo sustituyó la humanidad. Si hubiéramos seguido obsesionados con los humanos como individuos finalmente se hubiera perdido la humanidad y su civilización. Se hizo necesario revolucionar la simple condición humana, aprovechándonos de los avances en la ingeniería genética y la biotecnología, para superar los formidables desafíos a los que la humanidad se enfrentaba, pero ello no hubiera sido posible sin una previa revolución del pensamiento.

El discurso del Dr. Barboosa me parecía deslavazado, hablaba sin ilación, atropelladamente, como un niño entusiasmado que no puede explicarse bien. De repente se levantó ofuscado de su silla y se puso a chillar histéricamente y agitar las manos.

—¿Es que no puedes entenderlo? Hasta el simple cerebro de un primate evolucionado como el tuyo lo entendería… Era necesario utilizar la tecnología que estaba a nuestro alcance para mejorar y extender la humanidad. Hubiera sido estúpido sacrificar la civilización y la vida inteligente en la hoguera de nuestros pueriles prejuicios éticos. Cualquier sacrificio está moralmente justificado si con ello se consigue preservar la humanidad y la civilización.

Se me saltaban las lágrimas de la rabia que iba invadiendo mi corazón a medida que comprendía que sólo habíamos sido los conejillos de indias de un monstruoso experimento. Cuando advirtió mis lágrimas, el Dr. Barboosa se dio la vuelta, aparentemente ofuscado por mi falta de comprensión, y se puso a mirar por la ventana de la habitación por donde entraba una tenue luz a través de la atmósfera enrarecida.

A mi lado había una mesa rodante de acero inoxidable con instrumental quirúrgico, aparentemente abandonado, pinzas, tijeras y bisturís amontonados en secciones. Aprovechando que el Dr. Barboosa estaba de espaldas, cogí disimuladamente un bisturí y lo empuñé debajo de la sábana.

—Vuestro sacrificio era necesario en aras de la civilización, cualquier sacrificio, por cruel que pueda parecer, es necesario si ello supone mejorar las expectativas de pervivencia de la inteligencia humana —continuó el Dr. Barboosa mirando por la ventana—. Josef Mengele y Shirō Ishii fueron precursores, hace tiempo dejaron de verse como criminales para convertirse en visionarios, la historia los absolvió; no importan los individuos, sólo importa la humanidad. La humanidad tiene que trascender, no importa a qué precio.

Mientras escuchaba como de lejos los desvaríos del Dr. Barboosa, bajo la sábana empuñaba con fuerza el bisturí. Sólo tenía que imaginarme que era un arponero en un umiak a la caza del maligno leviatán, la encarnación del mal absoluto. Cuando se acercara le arponearía su negro y podrido corazón, como hacían los valerosos arponeros a las ballenas boreales del ártico. Haría que mis antepasados se enorgullecieran de mí, el último arponero de los inuit.

—Vuestro sacrificio, vuestro cruel sacrificio era necesario ¿Tú sabes lo que supone para la ciencia haber encontrado a alguien resistente a la plaga? Podremos crear medicamentos para curarla, pero, lo más importante, tus genes responsables de que sobrevivieras serán implantados en las secuencias genéticas de una nueva generación de clones que, gracias a ti, serán resistentes a la enfermedad. En cierta forma habrás cumplido el anhelo de todos los hombres: habrás trascendido a tu existencia terrenal y vivirás para siempre, como los héroes divinos del Olimpo.

El Dr. Barboosa dejó de mirar por la ventana, se acercó de nuevo a la cama donde yacía y se volvió a sentar en la silla. Parecía exultante, excitado por una revelación, como iluminado. Apreté el puño debajo de la sábana. Veía el brillo maléfico de sus ojos grises y sabía que ese era el momento de lanzar los arpones.

El bisturí tintineó al caer contra el pavimento. Se había desprendido de mi mano, resbalado de mis dedos, de mis temblorosos y cobardes dedos. Al oír el ruido, el Dr. Barboosa miró unos instantes el bisturí en el suelo y luego dirigió la vista de nuevo hacia mí, fulminándome con su mirada.

—Me decepcionas, Kunuk, me decepcionas. Creí que lo entenderías, creí que un chico listo como tú lo entendería, pero veo que me he equivocado —me dijo con una mueca mitad de desaliento y mitad de desprecio.

Se levantó apoyándose en los brazos de la silla, recogió el bisturí del suelo y lo dejó de nuevo sobre la mesa, bien colocado junto al resto del instrumental. Después se dirigió a la puerta y la abrió, quedándose un momento parado en el vano.

—En realidad, no hace falta que lo entiendas —dijo, y cerró suavemente la puerta tras de sí.

 


 

 Manuel Moreno Bellosillo. Nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad Autónoma de dicha ciudad. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del género mixto negro esperpéntico y ciencia ficción ha publicado en Internet, bajo el seudónimo de Horacio Hellpop, una novela titulada El Hombre orquesta sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De ciencia ficción ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado La sonrisa de Mickey Mouse y en la antología Distopía de Cryptshow el titulado Moonwalkers, así como varios otros cuentos y numerosos microrrelatos.

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🖼️ Ilustración relato: Imagen realizada mediante IA

 

El juego de las familias (Manuel Moreno)

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) • n.º 133 • marzo-abril de 2024 👨‍💻 PmmC

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