relato por
Gilmar Simões
O ovo vive foragido por estar
sempre adiantado demais para su a época.
Clarice Lispector
A
ndo forajido desde hace milenios, siglos, décadas, semanas o quizá tan solo un minuto atrás. O eso dicen los que me cultivan. Lo que realmente importa es que he fecundado, germinado, reproducido y alimentado a generaciones. Soy básico. Saberlo me tranquiliza; y pese a que muchas veces solo hay luz cuando soy fértil.
A pesar de que mi vida es una elipse, vivo encerrado entre los dos ejes de un óvalo o, mejor dicho, de una esfera ovoide. Como una metáfora nutritiva; sí, también soy cuco, soy oro, soy truco. Pero, además, también soy ángel y ficción, mayormente, en un cuerpo ovoideo, que, gracias al oviducto y la herencia, me facilita anidar o volar o nadar o reptar; y, cuando me transformo en un ser y salgo a la luz: soy nutritivo.
Tal vez sea por el romanticismo infantil (de la pascua) o por la nostalgia (del zurcir) o por la geometría (siempre a medida). Por todo eso cargo una cruz, como ave o reptil o embrión de un nuevo ser. Ese sueño de alimentar, si es que soy el huevo de ese pensamiento elegido y puedo probar que existo sin equivocarme de sendero.
Lo tengo claro, mi cara es igual de ovalada en todos los idiomas, en blanco o pardo o de colores. Aunque hay unos que se les pierden los colores, otros que se les salen o se les ponen distintivos y algunos simplemente se camuflan. Tal vez les falte o pierdan calcio. No lo sé. Así que vivo aguzado en todas las épocas, antigua, moderna o contemporánea. Soy la lógica, la ética y la física de la vieja y nueva unión del cigoto, pero al final soy el huevo de siempre; y me encanta serlo.
Cuando salgo por placidez, de la lógica galliforme, me anido a la espera de que me empolle y después de la eclosión, vago por terrenos domésticos hasta alzar vuelo. No obstante, por precipitación, soy granjeado por la prédica del mercado instalada en la granja. Aquí se establecen dos funciones claras: matar el hambre y crear ornamento: convertirme en mercancía, en definitiva. Incluso, se me quitan la piel para colágeno, o trituran mi cáscara por el calcio y venga a hacerme polvo y convertirme en suplemento. Sin embargo, otros me adoran no por lo que represento, sino por lo que soy: yema y clara. Y tan clara es mi característica que me duplico de modo bioquímico y albumino en papeles, telas o vidrio. Negocio redondo: cadena de montaje y fotográfico. Como ambas acciones viven del negocio y del ocio y del celo. Si no a la nevera, y quedemos con el ejemplo de la membrana negociante de la Avícola puntocom.
Es sabido que no podemos evitar los viajes, pues las tácticas y técnicas me rompen, las que sean. En destino igual. No importa mi forma ni tamaño. Como germen no es mi sino, sino un vaciado de contenido que me convierten en objeto. Como cuerpo, un continente encajonado en furgones, sellado en viaje de kilómetros, a veces en frío, otras con un calor de los demonios. Del otro lado doy ánimo y vigor a los espíritus desnutridos.
El traqueteo solo acelera mi desasosiego y, sin embargo, no les importo a Plácido ni a la Avícola. Tampoco las crías que se quedaron en la casería, antes de ser gaseadas o de ser consideradas impuras o a ser inmoladas en sacrificio, sin contemplar la luz del sol o sentir el calor de la evolución. Pero cuando anochece en el campo o en la granja, yo amanezco en la ciudad y allí en el súper o en la cocina o en la mesa, estoy yo con el calcio, hierro, vitaminas y proteínas, metiéndome a los cuerpos necesitados. Muchas veces a huevo y al gusto, pero claro somos toneladas.
¡Cáscaras, si parezco el huevo de Colón!
De la placidez no voy a hablar, pues es de sumo grado conocido la técnica del avestruz de Plácido y de la avícola. Así que estoy condenado a entenderlos. Sea al quitarse los candados de las puertas de las tiendas o camiones refrigerados, antes en las cajas registradoras mentales, ya dejé de ser huevo para ser mercancía de pleno derecho en el plato o, si huero, al contenedor.
Al final, me encuentro en la espiral de enfriamiento. Casi ciego. Aun así, siempre listo como alimento complejo para nutrir el hambre de las masas que pululan entre la bonanza y la miseria de la sociedad moderna. En ambas ignoran por igual los peligros y los problemas incubándose en sus estómagos de política de conservación. Quieren reencontrarse con su pasado, pero también ser el óvulo del ave de rapiña.
¡Cáscaras, si parezco mismo el huevo de Colón!
Ahora de lo que se trata es además de aguantar las bocas llenas de dientes que les gusta el chupeteo, poner ojo (también) al taladro o a la aguja o a la tachuela o a la broca dura como un diamante. Todos al final perforan mi frágil árbol filogenético no solo para convertirme en exquisito alimento a ojos vanidosos. Pero, a mí lo que me interesa, de verdad, es saber por qué esa necesidad histórica y artificial de llevarme al filo de la sartén a partirme en dos: ser el homo hábiles o a hacerme añicos como el homo brutus.
Así voy andando de hito en hito mientras me estrellan contra una sartén. Espacio calculado por el mango con mecánico extremismo es para mí una desgracia.
Mariah, estréllame tres tontos, pero en grasa de cerdo, dice Plácido sentado en la silla tomándose su café negro y mientras lee el periódico dominical. Escucho el ruido de unos tacones acercándose antes de que abra la nevera. Ya me veo siendo cogido con esas manos finas y estrellándome contra el cerco metálico de la sartén.
Estoy frito. Me late.
¡Que sean con pelillos quemados, Mariah!
Esa argucia la escucho desde los tiempos de Averroes. Ahora que me veo rodeado y desparramado en una balsa de aceite caliente, poco ha cambiado. La espátula rema salpicándome la cara con el ácido oleico y con los pelillos en puntilla, quemados; con la sal picándome en los ojos y dándome en la yema. Cuando no, antes de superados los cien grados más allá de la ebullición, ya imagino el agua fría sobre mi piel seguida de golpes como de un martillo en la cabeza. Y roto la cáscara y resquebrajada, pierdo la forma de la simplicidad, de la elegancia.
¿Acaso no se llama a todo esto tortura? Aquí siempre pierdo visibilidad y la posibilidad de ser otro rudimento se agudiza. Mientras divago, Plácido sigue untándose las yemas de sus dedos grasos a mi yema. Mariah, entretanto, mastica con delicadeza su tortilla con unas galletas de centeno, fibra y sésamo. Plácido pide más y más pan, y yo soy cada vez más clara y menos yema. Luego, me siento encerrado en un círculo vicioso y vacío en cuanto el amarillo va desapareciendo con el unto.
Mientras ellos se ponen morados, yo cada vez más demacrado estoy y clara soy. Pero pronto hay un claro, y poco dura mi sustancia. A ver quién demonios resucita con tantas manos encima. Por otro lado, si me usan para zurcir, a puro huevo, ¿qué puedo hacer? Mientras unos nos quieren fritos, otros batidos o en tortilla o rotos con patatas; pocos encestados, algunos escalfados, otros pasados por agua, muchos estrellados, otros quimbo; los bobos, a pan rallado; los dobles, a los lamineros; los dobles quemados, al estrelladero; los cocidos, a fuego lento; los revueltos, a los soñadores; los tibios, a los templados; los hilados, a los complicados; los encerrados, a los que no tienen prisa; los mejidos, para curar el catarro de los enfermos; los moles, para los raros; a los religiosos, santas pascuas y fertilidad; y, soy espuma con los deconstruidos ingenios de la rigurosidad conceptual del cocinero moderno.
Al final, todos, salvo los que me tienen alergia, me integran a ciegas a su organismo sin preocuparse por gérmenes patógenos o el brote de una nueva epidemia. Es la táctica del avestruz. Pero la tragonía sigue igual: me tragan crudo, son más conocidos como los insensatos. Están también los imprudentes. Se alimentan de forma versátil de mí nada clara masa muscular; me desnaturalizan con calor para poder asimilarme mejor. Por fin, los «crudívoros» que simplemente se me escurren entre los dedos de mayonesa no pasteurizada.
Pero cuando surgió el miedo a la enfermedad cardiovascular, a la alergia, a la architemida salmonela, una escusa en contra mía, en la oficina, Plácido escucha la defensa acérrima de la huevina y la seguridad alimentaria por un listo sanitario e industrioso defensor de los criterios homologados. Él le contesta que de aditivos y conservantes ni hablar: ¿Quieres arruinar mi negocio? Mientras tanto ellos seguían enzarzados y discutían las ventajas y desventajas de uno y del otro procedimiento. En la calle, un grupo antisistema, en un ataque de ira, desataba una hostilidad sin precedentes, donde yo era parte de toda esa virulencia canalizada. Me estrellaban en la cara de un político que defendía las medidas al salir del congreso. Y en un plató televisivo algún actor desaforado que daba entrevista patrocinando el evento me recibían en su traje de ceremonia.
¿A qué intereses obedece, todo esto? Al final, lo que soporto es un calvario milenario, mientras lo de otros es hacerse millonarios. Lo tengo claro, no solamente quieren mis nutrientes, sino cebar su desprecio hacia mí. Ojalá nunca fuera un émbolo extraño en el cuerpo, ni una bacteria, sino una célula que espera veintiún días la subida de temperatura para incubar en una nueva eclosión el germen de una vida y quién sabe de un relato mejor.
Mientras tanto, Plácido sigue con sus tres tontos diarios acompañados de tres pastillas inhibidoras y Mariah come una manzana al día; pero no se preocupan por el día de mañana.
Gilmar Simões (Conceição do Coité-Bahía, Brasil, 1958). Autor hispano-brasileño. Ha estudiado sociología. Textos suyos han sido publicados en las revistas Narrativas, Almiar y Letralia. Además, ha sido incluido en Minotauro, antología de relatos breves, de Latin Heritage Foundation (Washington, EUA, 2011). Como fotógrafo autodidacta ha realizado diversas exposiciones, publicaciones y audiovisuales.
Contactar con el autor: pix_unga [at] yahoo.es
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Ilustración relato: Remedo del «huevo de Colón» en la Mitad del Mundo (Ecuador), fotografía por Pedro Martínez ©
Revista Almiar · n.º 132 · enero-febrero de 2024 · MARGEN CERO™
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