relato por
Natalia Martínez Alcalde

 

E

ste es el cuento de un hola. De esa palabra cotidiana que, aunque fugaz, goza de innegable cordura porque se utiliza para hacer notar la propia presencia o anunciar el empiece de una charla. Una palabra escueta y de declamación casi instintiva que dice tener cuatro letras cuando solo se escuchan tres. Obviando la inservible H, podríamos decir que la palabra comienza por la O, que se entona al acercar la parte trasera de la lengua al velo del paladar y formando con los labios una rueda muy similar a la circunferencia que es la vocal escrita. La lengua se mueve, el hablante la alza, la apoya detrás de los incisivos frontales y emite la única consonante de la palabra, la L que viene perseguida prontamente por una A inquieta que obliga a separar la lengua del paladar, abrir la boca y estirar los labios.

Repitámosla lento, atentos a la danza de la lengua y a las posiciones tan disímiles que adoptan los labios al decirla. Hola. ¿No te pasa que al hacer consciente una palabra ésta pierde su usual familiaridad? Se separan los símbolos sonoros que la habitan y se evapora en el aire de lo absurdo perdiendo todo vestigio de lógica. ¿Por qué? Hola. Digámosla una vez más, poquito a poco, cada vez más rápido: Hola.

¡Y pensar que este disparatado clisé de la lengua española se resbala todo el tiempo, a cada rato! Es más, en este preciso instante hay cientos de personas, en cientos de lugares, pronunciando un hola: un hola cuchicheado, un hola aullado, otro jadeante, alguno tieso y decenas de holas simples, llanos. Poca cuenta nos damos de cuando la utilizamos. La expulsamos y ya, pero hay otras muchas veces en que la palabra se convierte en espina, se encaja en la garganta y punza y duele y para sacarla hay que respirar hondo y construir una utopía que convenza a la imaginación de que hacemos lo indicado, aunque después del adiós nos arrepintamos.

Esta es la historia de un hola.

Ella se mece hacia adelante y hacia atrás sobre una frágil silla de lámina. Mece, a su vez, el dedo pulgar sobre la pantalla táctil de su teléfono móvil mientras toma a sorbos ruidosos un café americano sin leche. Le gusta así: diluido en agua, pero amargo. Él, con la bufanda colgándole por detrás, vierte en su taza blanca, redonda como una O, dos bolsitas de sucralosa, que es cinco veces más dulce que el azúcar normal.

Están ella y él, los dos, sin notar el galopar de los segundos, encerrados entre las paredes de concreto de una pequeña cafetería en el corazón de la Colonia Roma en la Ciudad de México, a un lado de la dañada privada de Orizaba 210, donde Jack Kerouac escribió versos que resultaron fundamentales para su generación. Ella se mece aún, él se quita la bufanda. No dedican ni un instante a pensar en los versos que escribió ese tal Kerouac, porque, a decir verdad, casi nadie los recuerda. Él le sopla al café que está caliente y ella alza la vista de la fulgente plana que le cabe en la mano. La cafetería, pequeña y sosa, los protege del ruido: el ruido del tráfico que se acumula como las pilas de basura en el bordo poniente de la ciudad; el ruido de los que maldicen dentro de sus coches, de los peseros mal pintados que se tambalean sobre llantas demasiado delgadas, de las sirenas de las patrullas que se encienden por cualquier estupidez, de una ciudad sin coherencia en donde sus veintitrés millones de habitantes se amontonan mientras les da hipo, estornudan, saludan, ríen o lloran, o le gritan ¡Salud! al que estornudó, o ven televisión en calzones, o trabajan o facebookean, o les da hambre y comen, se duermen y se despiertan, o tienen sexo, se embarazan, nacen, se mueren de infartos, de accidentes, de ancianos, o porque se suicidan. En esa ciudad están ellos, bajo las mismas tejas cubiertas de musgo.

Él revuelve su café que ya no tiene color a café de tanta leche que le ha echado. Ella da otro sorbo, ruidoso como los de antes. Llega el instante, y es tan corto como cuando tocamos con el dedo gordo del pie el azulejo del piso de una alberca pública para impulsarnos a la superficie. Cruzan miradas. Él sonríe y un hola incómodo se le atranca en el pescuezo. Se pone de pie y, mientras camina hacia ella, aparece una risita nerviosa, un beso que se clava en la ilusión de ambos, un comienzo para un mundo en el que de un lado es de día y del otro de noche. De los labios se le escurre dudosa la palabra protagonista de este relato. Él la pronuncia con quietud. No tiene ni idea de que ese nimio hola cambiará la dirección de su vida para siempre.

 


 

Natalia Martínez Alcalde

Natalia Martínez Alcalde. Nacida el 30 de noviembre de 1992 y proveniente de Guanajuato, México, se licenció en Lenguas Modernas y Gestión Cultural en la Universidad Anáhuac México Norte y en Estudios de Museos en la Universidad de Ámsterdam. Ha participado en distintos centros culturales y educativos como coordinadora de exposiciones temporales y actividades, entre ellos la Institución Libre de Enseñanza en Madrid y Le Gallerie degli Uffizi en Florencia.

Cuenta con trabajos de investigación publicados en la revista Ágora, Colegio de México (COLMEX) y Uffizi Magazine.

📨 Contactar con la autora: nataliama.92[at]hotmail [dot] com

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Ilustración relato: Imagen por PicLily en Pixabay [CCO]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) • n.º 120 • enero-febrero de 2022 👨‍💻 PmmC

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