relato por
Henry Castellanos

 

L

e sopla al oído y le comenta lo mal que está, le dice que lo arregle o que no hay solución alguna, pero solo él le escucha y solo él le comprende, así es la vida de los entes reales y su relación con los otros.

Esta es parte de la historia de Aurelio, una parte corta y que solo yo sé, porque fui el único que supo de su aparente esquizofrenia y de su relación con quien quise llamar el otro. Aurelio, un tipo de 21 años y cursante de una carrera en artes y filosofía, era un hombre apuesto y bastante raudo dentro de sus propios gustos y de lo que él denominaba las actividades, las que de alguna forma dieron sentido a una vida centrada en captar y comprender todo tipo de arte, pero sobre todo en saber criticarlo.
Pero no es su vida lo que pretendo contarles, sino su estrecha relación con aquel: el otro.

Allá afuera hacía un día gris. Lo recuerdo porque Aurelio me llama por la mañana y logra espantarme el sueño que tenía con aquella chica de idiomas extranjeros, a la cual no decido acercarme por pura timidez. Ya una vez despierto y emberracado con Aurelio por llamar tan temprano, decido contestarle y en mi mente le digo que espero que sea importante. Antes de hablar logra gritarme que no sabe qué hacer, que por tanto lo vaya a ver para tomarnos un café y fumarnos un cigarrillo. Que lo que tiene por decirme es serio.

Comprendí que era algo importante, pues Aurelio es una persona que no fuma a menos que la ocasión lo amerite; y ameritar quiere decir suponer una tragedia en mente de ambos, y fumar comprende que lo que se tiene que hablar es serio. Me dirigí entonces adonde el tipo que vende café y cigarrillos en la calle Tumbacuatro —que a propósito recibió dicho nombre desde 1862, cuando ocurrió el suceso del caballo árabe del ciudadano alemán de apellido Sundheim, y que según el padre Pedro Revollo en sus Memorias, se llamó así por un chalán que apostó que su caballo no se dejaba montar por ninguna persona que no fuera él. Y en efecto, cuatro hombres fueron derribados por el caballo—. Una vez ahí, Aurelio apareció con una cara de tranquilidad muy extraña, pidió su café sin azúcar —como de costumbre— y además una jovencita de falda marrón, que es como le llamaba al cigarrillo. Le ofrecí fuego y, acercando su cara a mis manos y su cigarrillo a mi encendedor, dijo entonces muy sonriente, con la jovencita de falda marrón entre sus labios: —Tengo esquizofrenia, amigo. Yo no supe cómo reaccionar. La verdad, fue como si jamás hubiese escuchado palabra alguna salir de su boca, así que opté por retirar el fuego y acercarlo a mi cigarrillo sin más.

—¡Que no me escuchaste! —dijo parpadeando lentamente, como pensando a la velocidad con que el humo bailaba con el viento justo en frente de su rostro—. ¡Que no me escuchaste! —repitió, mientras yo tranquilamente respondía negativamente a lo que me decía—. ¡Que padezco esquizofrenia, dice un papel que me entregaron en la clínica! —gritó algo desesperado.

No tuve de otra que desenfundar una carcajada, aunque a decir verdad no entiendo el porqué, pues Aurelio jamás bromeaba —al menos no que yo recuerde— y su rostro seguía mostrándose apaciguo.

—¡No jodas, Aurelio! —exclamé con la sonrisa que aún iba quedando en mi rostro por la carcajada—. ¡Aprendiste a hacer bromas de mal gusto! —seguí diciéndole mientras sostenía el pequeño vaso desechable entre mis dedos.

Entonces lo observé al rostro y me di cuenta de que en él no había rastros de que fuese una broma; y si lo era, ¡por Dios, que era muy buen actor!

A medida que se enfriaba el café y el viento se fumaba el cigarrillo por mí, fui convenciéndome poco a poco de que Aurelio hablaba en serio y, una vez llegado al punto en que lo que creía una broma se tornaba del color del cielo en esta mañana de sábado, no quedó de otra que volver a sonreír y preguntarle qué pensaba de ello. Con su rostro aún fresco por la fría mañana que tanto nos gustaba, me contestó que como le había dicho el médico: que era posible que escuchara voces en su cabeza alguna vez, pero que finalmente no era tan malo en tanto que por fin iba a dejar de sentirse tan solo como el chico de los espaguetis de uno de los varios cuentos japoneses que había leído en mañanas anteriores.

Su tranquilidad hizo que yo no diera tanta trascendencia a lo que me contaba, por lo que lo único que hice fue invitarle otro cigarrillo para disfrutar de la lluvia que se avecinaba y que sería recibida agradablemente por nuestras cabezas. Porque en una ciudad tan calurosa, una mañana así es un enorme placer para el cuerpo y los ánimos.

¡Ahhh, mi amigo Aurelio! Un hombre tan brillante como noble. Cómo no recordar esta conversación, si fue la última que tuve con él. Tan corta como esta historia y la única que merece la pena destacar, porque representa una síntesis de lo que era él: un tipo serio y divertido a la vez. Descomplicado pero también bastante lógico, creía que la vida era un juego perdido, así que la jugaba torpemente y sin querer salir victorioso.

Lo último que supe de él fue gracias a la llamada de Paula, una amiga que teníamos en común. Me comentó que un día Aurelio la llamó riendo porque el otro le pidió recrear el castigo para los suicidas del cual habla Dante en su Divina Comedia, pero en la versión que a él le hubiese gustado que fuese; porque supe que reescribió ese y otros castigos muy a su gusto y parecer. Supongo entonces que la viga que sostenía el techo de su casa representaba el árbol en el cual se convertía el alma del suicida; y su tormento, ver que su propio cuerpo pendía de las ramas. Sin duda, está posible interpretación se convirtió en una de las razones que me llevaron más adelante a releer una y otra vez el citado texto de Dante

Semanas después solo yo me enteré que Aurelio no sufría de esquizofrenia alguna; que jamás existió un papel en donde algún especialista lo declarara con alguna enfermedad mental; que había acabado con su vida por tristeza, y que el otro era la voz de aquel a quien extrañaba. El otro, un recuerdo que nos persiguió a todos y que escribió el final de Aurelio. ¿Final? No, tal vez debería decir inicio, pues Aurelio fue el precursor, testigo y confesor por excelencia del patíbulo que se avecinaba para cada uno de nosotros.

Con la duda a bordo supuse dos cosas. La primera: que Aurelio solo necesitaba una razón para no sentirse mal, así que creyó su propia mentira y por consecuencia necesitaba hacérsela creer a otros. A mí por ejemplo, pues con toda calma y sin afán de que me preocupara me transmitió a su otro, el que a partir de entonces también me habla al oído; y la segunda, que Aurelio en efecto se sentía como el chico de los espaguetis de aquel cuento japonés que me mencionó alguna vez…

 


 

«Mi nombre es Henry Pantoja Castellanos, estudiante de Sociología en la ciudad de Barranquilla, Colombia. Amante de la lectura y escritor por la necia necesidad de dar justicia a aquellos que nunca aprendieron a escribir y mucho menos a leer. He publicado mi trabajo anteriormente en revistas como Cronopios, Huellas de la Universidad del Norte y colaboro para un blog en crecimiento llamado «El blog de la Tertulia Literaria»».

Web del autor:
https://luciernagamarilla.wordpress.com/

Ilustración: Fotografía por llizalune / Pixabay  [public domain]

 

biblioteca relato Henry Castellanos

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 109 marzo-abril de 2020

Lecturas de esta página: 449

Siguiente publicación
Rubén Sacchi nació en la ciudad de Lanús (Argentina). Además…