relato por
Francisco Juliá Moreno
D
efraudaba a la sociedad, a mis padres y a mí mismo, pero no podía evitar encaminar mis pasos hacia el Garbinet y no hacia el instituto donde me requería el deber. Es frente a la adversidad donde se forja la hombría, pero yo era inconstante y blando. La dirección que había tomado me reservaba la voluptuosidad del campo y el despertar matutino de la vida, bajo la caricia radiante del sol. Íbamos hacia la primavera y los almendros ya estarían en flor. Por senderos y bancales mis jóvenes miembros perseguían la libertad; si me hubiera decidido por el camino contrario, habría padecido la presión de los profesores y el trato engorroso de los alumnos, incomprendido en el pupitre solitario. En el campo tenía que afrontar también la soledad; por unas horas sería el proscrito. Pero, ¿no hacían lo mismo muchos de los animales que se escondían en las frondas, sin dar cuenta de sus actos? La vida de las bestias nos es una vida regalada; tampoco la del hombre; ambas están marcadas por su finitud. La única diferencia es que los animales lo ignoran. Pero, ¿en verdad, lo ignoran? Yo en el campo encontraba un relajo momentáneo de esa incertidumbre, de esa penosa sensación que condiciona cada vivencia, dejándome llevar y uniéndome sin preguntas con las cosas. Todo fluía siguiendo un impulso necesario, en el que no existían las contradicciones. El sol presidía ese aventurado devenir, en el que todas las criaturas se regían por una voluntad secreta aceptada con docilidad, como obedeciendo un tácito acuerdo.
Reconfortaba sentir el roce de la maleza en los camales del pantalón mientras caminaba y sentía desperezarse la jornada. Los pájaros volaban a su arbitrio y, si les placía, trinaban celebrando la mañana. Porque parecía cubrir a tales mañanas un alba pulcra, una sensación edénica. Todo rezumaba frescura, idílico encanto; la hierba colmaba el olfato con su perfume; pinos e higueras emitían el suyo, ácido y punzante; los almendros alegraban con sus flores de nata; una corriente rumoreaba en una acequia, a la que resguardaba un cañaveral donde se dejaba oír algún sapo; las chumberas daban sus frutos entre zarzales; esbeltas se erguían la pitas, amenazando puntiagudas, y al final del camino polvoriento, un chalecito. en el que alguien tenía la suerte de morar. Al pasar, un perro ladraba tras la puerta. Un muro mediano al que se apretaba un seto de bojes lo aislaba de los campos. ¡Qué privilegio sería vivir en aquella casa y no en los edificios vecinales de la ciudad! Pero la vida decepciona.
En la mitad de un prado, al otro lado, a un tiro de piedra del camino, aprovechando una cabaña abandonada, vivían los gitanos. Habían ocupado aquellos muros derruidos, aislándolos de la intemperie con tablas, lonas y cartones. No sé si tal apaño los protegería de las lluvias torrenciales del levante. En un cercado de alambres, a un lado picoteaban unas gallinas. Un burro gris, un tanto hirsuto, coceaba nervioso, atado con una cuerda a un olivo. Qué venturosa parecía la vida de esos gitanos. Ellos no tenían que responder de asignaturas y deberes. Mas no obstante tenían que soportar la cotidiana carencia, aislados del resto, sujetos a otro sino, como yo en estos momentos. Odiaban a los payos. Tal vez si me sorprendieran así, indefenso en el camino, me despojarían de todo. Y en mi circunstancia, sería un engorro tener luego que dar cuentas. Mas nada hay que temer; los veo salir de su chabola. Observo a una mujer con sus pequeños churumbeles. Un chavea adolescente, cubierto por un sombrero de paja, da de comer al burro. Parece mal encarado; no me agradaría cruzarme con él. Me alejo por el camino, sin que reparen en mi presencia. Sin embargo, qué grato sería despertar cual los gitanos con los gallos, vivir sin ataduras ni confort, hacer de la vida una aventura. Todo esto lo pienso porque cuento con volver a mi casa, sencilla y acogedora.
Me adentro por la senda buscando nuevos alicientes. La mañana va madurando y el sol parece empezar a picar. Una brisa recorre los campos y mece la arboleda; siento un frescor en la cara. Es grato sentir tal plenitud de vida. Por un rato, me olvido de la escuela y mi conciencia se apacigua sin insistir en sus reproches. Me recuesto sobre la hierba, observando los campos que se extienden hasta faldear en el suburbio. Arranco una espiga para juguetear con ella. Acaricio mi nariz con sus pequeñas agujas, como si la cepillara. Eso me hace estornudar. Tendido del todo, sujetando la nuca entre las manos, cierro los ojos como adormecido. Al abrirlos, me ciega arriba el azul intenso, donde circula el algodón de contadas nubes. Bastante cerca, brinca un saltamontes. Tal suceso me recuerda cuando, junto con los amiguetes, precoces entomólogos, salíamos al campo a capturar insectos. Los guardábamos en una caja un poco más grande que la caja de zapatos agujereada, en la que a su vez criábamos gusanos de seda. De estos —unos pocos ejemplares que se movían en un lecho de morera—, lo que nos atraía era vigilar el proceso de su metamorfosis: la formación del capullo, con el gusano ovillándose en la seda, y la posterior conversión en crisálida. En cuanto a los demás bichos, lo que más azuzaba la curiosidad respondía a una cruenta experiencia: encerrar en un frasco de vidrio un saltamontes acompañado de una mantis religiosa. Nos estremecía descubrir al día siguiente el cadáver mutilado de la langosta contemplado por una mantis erecta lamiéndose las letales garras. Tan macabro rito constituía una de las primeras experiencias con la muerte. Porque hay una trinidad que nos condiciona: el espacio, el tiempo y la muerte. Pero tendido en aquel rodal herboso, inmóvil, sólo era consciente del tiempo que transcurría, lento pero sin detenerse. La muerte quedaba muy lejana. En aquel vagar ocioso por los campos, que apenas distraía con un poco de lectura, las horas pasaban casi sin ser sentidas y, al comprobarlas en el reloj de pulsera, constataba que las agujas estaban próximas a dar la una y que toda la tensión de la mañana desfallecía y sentía como un amago de tristeza. El sol alcanzaba el cenit y brillaba cegador. Tocaba el momento del regreso, de reintegrarme a la colmena de la ciudad, ese ámbito estructurado y sin horizonte, y someterme a su despiadada disciplina de obligaciones y reglas. En el aula, otro habría sido convocado en la pizarra para responder en la clase de matemáticas, sudando tinta de calamar para resolver aquellas complicadas ecuaciones tan irresolubles. Yo deseaba ser un hombre íntegro, pero aquella deriva indolente me llenaba de vacilaciones. Al llegar a casa comía sin apetito la comida que mi madre preparaba. Por hoy había sorteado la cruda realidad, pero al día siguiente me tendría que volver a enfrentar al mismo reto. Si tuviera de nuevo que eludir la escuela, descendería hasta la playa. El mar es bien distinto al campo, y no digamos a la escuela.
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Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar • n.º 128 • mayo-junio de 2023 • MARGEN CERO™
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