relato por
Guillermo Morán Cadena

 

L

a primera vez que entré al baño pude observar, del otro lado de la ventana, el cortejo de una paloma en el techo del edificio de enfrente. Casi enseguida me di cuenta de que podía escuchar de manera nítida lo que sucedía en el pasillo contiguo del edificio. Hablaban de nosotros. La paloma macho se infló y el portero se puso a describir nuestra vestimenta, nuestro acento. Luego sentí un mareo desconocido. La paloma hembra, tras ver al amenazante macho, dio la vuelta y, con un batir de alas, ya estaba fuera de cuadro. Era el portero quien hablaba, estaba describiendo a mi compañera. El palomo perdió su vigor enseguida, se quedó pensativo mientras mi orina chocaba contra la blanca porcelana del inodoro. Luego giró hacia mí y me di cuenta de que tenía una horrible herida que le atravesaba el rostro. El portero le dejó claro a la persona con la que hablaba, una mujer que apenas soltaba uno que otro murmullo, que somos extranjeros. La paloma macho caminó hacia mí y con la mirada fija se arrojó al abismo. Por algún motivo no me sentí bienvenido.

Al salir del baño vi que la gata estaba botando los objetos de la mesa, mientras que mi compañera seguía leyendo impertérrita la novela que yo había acabado de escribir. Quisiera albergar en mi memoria la fe que mis antepasados tenían en Dios, pensé. Creo que serviría de algo.

El humo del tabaco, primero en la llama y luego dragado hacia mis pulmones. Mi departamento es el último del edificio, así que suelo salir a la terraza, que prácticamente nadie más la usa, para fumarme un cigarrillo de vez en cuando. En la selva me dijeron que Dios —lo que nosotros llamamos Dios, más bien—  es cuando uno aspira, ese instante antes de botar el aire. El humo saliendo de mí como un mandato y luego dispersándose sobre las luces del vecindario. Todavía, a la tercera semana, no hemos terminado de mudarnos. Mi compañera dejó pequeñas notitas a lo largo de mi manuscrito con muchos comentarios. Los escribe en un código que fuimos moldeando con el pasar de los años. Con chistes, recuerdos del hogar, partes de nuestro cuerpo. Todo en la forma de minuciosas instrucciones que casi siempre acato, porque creo en su buen juicio. Regreso al departamento y veo a la gata afilándose las uñas con una de las cajas que todavía no hemos desempacado. Los rótulos que nos servían para clasificar nuestros pocos bienes, aquello que logramos salvar a la carrera, están completamente deshilachados.

Aquí no podemos andar desnudos por la casa. No es que sea muy frío, al menos no adentro. Y cuando vamos al baño, tratamos de hacer el menor ruido posible. Parece que al portero le gusta pasar el tiempo acá arriba, como si tuviera que abrir la puerta más a las palomas que a la gente. Mi compañera lo escuchó hablando con Lucía, la niña que vive junto a nosotros. Me dijo que le pareció sospechosa tanta confianza, tanto interés. ¿Qué le preguntaba? No lo sé, sobre su ropa, sobre su madre, sobre la forma cómo camina. A veces voy al baño solo para escuchar lo que pasa afuera. A Lucía le gusta jugar en los escalones. Los va contando mientras salta de uno a otro. Una extraña reverberación me hace pensar que la niña viene de otro mundo. La primera vez que la vi sostenía un helado de chocolate que se chorreaba entre sus dedos. Estaba anocheciendo. Ella me preguntó qué le había pasado a mi mano. Se la comió mi gato, opté por decirle.

Mi compañera consiguió trabajo haciéndose cargo de una mujer muy anciana que vive en el barrio. La señora apenas puede moverse, está rodeada de máquinas, desde un suero hasta un respirador, su cama es un blindaje del mundo cuyo respaldar sube acorde a su estado de conciencia. Las diminutas modificaciones de esta rutina me las cuenta mi compañera cuando regresa del trabajo, cuando no hablamos de cómo era nuestra vida allá, con la familia y los amigos. Mientras tanto, yo corrijo la novela obedeciendo las notitas siempre. Estaba pensando que solo a partir de las notas se podría elaborar un texto independiente. Quizás se lo proponga a mi compañera algún día. Ordenar sus comentarios como un rompecabeza. «Aquí la sombra de Ishawna debería quedar en suspenso, sólo hablando a través de las formas que le va dando la lluvia». «El gringo es traicionero, lima sus uñas antes de acostarse como una forma de autodomesticación». «Necesito ver este río: ¿Se sacude furioso o patina en silencio en medio de los rayos de sol?». Mi novela tiene que ver con algunas experiencias de cuando, hace mucho tiempo, viví en la selva.

«El portero y Lucía estaban jugando manitos calientes», me informó mi mujer el otro día. El viejo, al ver a mi compañera, se puso su gorro y descendió perturbado al ingreso del edificio, un pequeño espacio donde solo entra su silla y un periódico que siempre es el mismo. ¿No tienes más amigos con quien jugar?, le preguntó mi compañera a Lucía: «Quisiera jugar con tu esposo, pero él está impedido».

Escribir solo con la mano izquierda me toma mucho tiempo, pero he descubierto que eso es una ventaja. Me permite pensar cada palabra. Al principio mi compañera se ofreció a transcribir mis historias, pero luego de un tiempo le dije que yo tenía que aprender a escribir por mi cuenta, no podía tenerla bajo mi dominio cada vez que se me ocurría una idea. Ahora soy capaz de escribir con una mano y usar mi brazo para jugar con la gata. A veces me amarro una cinta al muñón y otras veces simplemente hago como si dirigiera una orquesta con una batuta fantasma. La gata entonces se queda dormida. Antes que escribir, aprendí a liar mis cigarros.

Estaba aburrido, así que decidí explorar mi rostro, con ya claras muestras de envejecimiento, en el espejo. Escuché entonces que Lucía estaba hablando. «¡Cárgame, cárgame!», decía con un chillido quedito. «¡Cárgame, cárgame!». Ordenaba, y se reía mucho, como si estuvieran haciéndole cosquillas. Incluso dio un par de grititos estridentes. «¡Ahí no! Por favor», demandaba coquetamente la pequeña Lucía, entonces dejé de mirar mi barba encanecida y decidí salir del departamento para ver qué estaba sucediendo. Fuera del baño noté que la puerta estaba abierta y que todo estaba terriblemente desordenado. La gata no estaba. Salí apresurado al pasillo pero no había nadie; la puerta de la terraza estaba abierta. El sol me encegueció antes de dar paso al cielo azul, casi lila. Mi piel fue abrasada apenas abandoné la sombra, y lo primero que vi fue una fila de plumas de paloma que sinuosamente recorrían toda la terraza, como una silueta de serpiente elaborada cuidadosamente. No hacía nada de viento, el sol era asfixiante. De todas formas, hipnotizado por la situación, decidí seguir paso a paso el caminito de plumas, cuyos colores iban del blanco al inicio, para llegar al gris y culminar con el negro. Cuando terminé de recorrerlo, vi que, detrás de una piedra de lavar, estaba mi gata destripando una paloma. No dije nada, me la quedé observando en silencio. Ella estaba irritada, con una respiración amenazante. Esperé en el pasillo a que termine su labor. La gata regresó con la cola en forma de ese, campante, lamiéndose los bigotes.

«Yo vi tu mano, estaba aquí afuera, estaba caminando con los dedos» me dijo Lucía. «¿Y qué quería?», le pregunté, fingiendo hastío, como toda respuesta. «No se la comió tu gato, mentiste». Me reí. Le expliqué que tanto mi mano como yo necesitamos a alguien que nos enseñe el barrio. Yo conseguí que lo haga el conserje, pero mi mano no tiene con quien jugar. Lucía me miró con desconfianza, de arriba a abajo. Luego me dijo que no le gustaba mi acento y se metió a su departamento.

Apenas entré a la casa con las frutas para hacer el desayuno, vi a mi compañera oficiosa preparándose para ir a trabajar. Estaba colocándose las panty medias, por unos segundos me quedé deleitándome en la imagen. «Me acabo de encontrar con Lucía…», le advertí, a lo que ella repuso: «Lo sé, lo escuché todo. En lugar de estar asustando a la niña deberías avanzar rápido con las correcciones ¿no crees?». Mientras hacía el jugo, de vez en cuando me daba vuelta para mirarla, especialmente cuando manchó sus labios de rojo. Extrañé la época en la que andábamos desnudos por la casa.

La anciana donde mi mujer trabaja tiene un respirador artificial y también un aparato para medir la presión de manera constante. Se comunica con los ojos y también con el brazo que está unido a una sonda. A veces parece que la sonda es parte de su cuerpo, me contó mi compañera, mientras me sobaba la cabeza. «La otra vez tuve un sueño muy particular. Estaba limpiando las nalgas de la señora, que de hecho olía a colonia fina, cuando empezó a gemir como un hombre. Luego se sacudió, así como estaba, boca abajo, hasta ponerse en cuclillas. De su vagina florecía un pene erecto hecho de aluminio o algún otro metal brillante. Crecía y crecía, mientras que los cables y los aparatos que la rodeaban eran absorbidos junto a las sábanas por su piel». Entonces la vieja, como un transformer, haciendo uno con su cama y sus equipos, se modificó en un gigantesco androide sexual. Hablaba sin mover la boca, con una voz varonil robotizada. «Puedo llevar tu sensibilidad hasta la locura», le había dicho la viejecilla en el sueño. Entonces tomó a mi compañera con unos cables y le abrió las piernas, al más puro estilo hentai, y empezó a tocarla hasta el punto en el que cada exhalación venía al mundo en la forma de un orgasmo.

Si cuando uno inhala es Dios, ¿la exhalación es el infierno? Nunca pregunté eso mientras estuve en la selva, mi tributo no fue suficiente como para aprender esa lección. Pero el silencio absoluto que se da cuando uno contiene la respiración me llevó a escuchar más allá de las fronteras de mi hogar. No necesité estar en el baño para escuchar los quejidos de Lucía afuera de mi casa. Me paralicé como si no fuese asunto mío, como si ser un hombre incompleto me justificara para no tener voz. Solo el silencio me despertó de ese trance y entonces salimos con la gata para ver qué estaba sucediendo en el pasillo. Tuve que quedarme con esta imagen: Lucía a punto de abrir la puerta de su casa, mirándome con odio, con la piel rojiza e inflamada en ciertas zonas el rostro y las piernas (que su faldita corta dejaba ver). Parecían golpes. Le pregunté qué pasó, pero su respuesta fue cerrarme la puerta en la cara.

Mientras descendía por las escalinatas, trataba de transformar el miedo en rabia. Por algún motivo, debía fingir mi indignación. ¿No basta con que un viejo maloliente esté abusando de una pequeña niña? Debería hacerle tragar mi muñón y ahogarlo de esa manera, me decía a mí mismo. Sin embargo, no pude recolectar todo el coraje necesario para saltar sobre él, así que cuando lo vi, en la oscuridad de la tarde nublada, leyendo el mismo periódico de siempre en su cubículo diminuto, estuve parado frente a él sin decirle nada. Luego alzó la vista, como si siempre hubiese sabido que yo estaba allí, y soltó una carcajada.

«¿Qué mierda le estás haciendo a Lucía?», le pregunté, y él siguió con su sonrisa colgada en el rostro, una sonrisa como una muralla. Te voy a denunciar, le dije. «¿Tú me vas a denunciar? Pero si no eres nadie. El edificio ha sido tranquilo siempre, aquí todos me conocen. Hasta Lucía me conoce. Ella sabe lo que es bueno para ella. Sal de aquí, impedido, antes de que te dé tu merecido. Tú y tu mujer deberían largarse».

Esa noche mi compañera parecía más agotada y harta que nunca. A la vieja la internaron en la clínica, y si bien sus hijos se hacen cargo de todos los gastos, nunca velan por ella. «Esos cretinos creen que también están pagando por mi afecto», soltó perturbada. Era ya medianoche y yo había preparado unos frijoles que se me quemaron. Mi mujer rabiaba. «Si no vas a terminar de corregir la novela, ¿por qué mejor no te vas a buscar un trabajo?». Apenas dijo esto, tocaron la puerta. Un papelito atravesó el umbral. Mi compañera fue a recogerlo. Era una hoja sucia, doblada, que al ser analizado por ella, su rostro palideció para luego mirarme con desprecio. «Es así como se convierte el miedo en rabia», me dije a mí mismo, luego de preguntar varias veces a mi mujer qué sucedía. Cuando dejó la estupefacción, se acercó a mí y me preguntó qué es lo que había estado haciendo con Lucía estos días. Nada, le dije. Ella insistió al menos unas cinco veces, pero yo no dije nada. Cuando al fin me animé a culpar al portero por lo sucedido, mi compañera puso la hoja frente a mí. Era un dibujo infantil en el que aparecía una niña con lágrimas en los ojos. La pequeña, en una burbuja de aire, decía «déjame ir». Solo después me di cuenta que, en su pantorrilla, tenía algo que inicialmente no pude identificar, pero luego fue del todo claro. Lucía había dibujado mi mano derecha, como un grillete, apretándola con fuerza.

 


 

Guillermo Morán Cadena. (Guayaquil, 1987). Mercenario de la palabra (o periodista profesional). Ha colaborado con diversos medios escritos en el Ecuador —Diners, Paralaje, La Barra Espaciadora, Ecuador Terra Incógnita, Abordo, Cartón Piedra, Diario Extra—, abarcando diversos temas: literatura, arte contemporáneo, temas indígenas y lo que la vida le pone en el camino. Recientemente realizó una investigación sobre relatos de la comunidad Sapara, originaria de la Amazonía ecuatoriana. Escritor de ficción cuando nadie lo está mirando.

Contactar con el autor: gmoranc [at] outlook.com

Ilustración relato: Foto por Pedro M. Martínez ©.

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Revista Almiar • n.º 103 • marzo-abril de 2019MARGEN CERO

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