relato por
Guillermo Martínez Collado

-H

az la rotonda entera y sal hacia arriba.

—No. El GPS manda desviarse por la primera salida.

Mis padres se enfrascan en una discusión en los asientos traseros. A mi lado llevo a mi tío. No dice nada. La enfermedad lo está convirtiendo en un autómata. No se puede expresar. Es incapaz de hacer cosas solo, como vestirse o hacer la comida. Encarga la compra dejando una nota ilegible en la tienda. Luego el chico le sube los recados al pueblo en furgoneta. Y siempre le llega alguna cosa que no encargó. Quiero decir, ¿para qué demonios iba a querer él una caja de compresas? Decido hacer la rotonda entera y tomar la salida que indica el navegador. Mi padre sigue refunfuñando, pero llegamos a la avenida y queda claro que él estaba equivocado. Se rasca la cabeza y la acerca a la ventanilla.

—Es raro. Antes no se iba por aquí. Han debido de hacer obras.

Odio venir a la ciudad. A mí me gusta conducir por el campo. Allí el ritmo es tranquilo. Puedes disfrutar de alguna carretera solitaria que te lleve a la playa o a las montañas. Nadie hace sonar el claxon ni te intimidan en las rotondas. Sin embargo, la urbe exprime mis nervios. Mi cuerpo se agarrota, sudo y me duele la espalda. Tampoco me puedo negar a traerlos. Desde que me separé vivo en su casa. Mi madre me hace la comida y la colada. No hay manera de encontrar trabajo, por lo que dependo del dinero que me proporciona el viejo. Solo por acercarlos al médico me dan cincuenta euros. Pego un frenazo porque casi me salto un semáforo en ámbar. El coche de atrás pita. Respiro hondo, trato de apaciguar mi ira, como me dijo el psicólogo. No puedo permitirme más denuncias. Mi tío se golpea contra el salpicadero, pero no dice nada. No emite ningún sonido ni se queja. Ni siquiera cambia su semblante.

—Conduce con más cuidado. Nos vas a matar.

—No tiene ni idea. Debimos venir en taxi.

Agarro fuerte el volante y lo aprieto con mis dedos hasta hacerlo crujir. Al final de la calle giro hacia el aparcamiento subterráneo. Tengo que sacar medio cuerpo por la ventanilla para coger el ticket. Desciendo por un túnel muy estrecho en curva. Las ruedas chocan con el lateral. Veo a mi padre por el espejo. Está a punto de decir algo pero se lo piensa mejor. Doy unas vueltas y lo aparco en la planta amarilla, letra E.

Nos bajamos y seguimos las flechas que indican la salida hacia el centro comercial. En seguida me adelanto, hasta que oigo la voz de mi madre. Me exige que vaya más lento y los espere. Mi tío camina con mucha dificultad, agarrado a un bastón. Mi padre escupe al suelo y cojea, porque tiene problemas de cadera y no se quiere operar. Bajo la cabeza y aguardo para llegar juntos al ascensor. Salimos en la planta baja de los grandes almacenes, al lado de la cafetería. Hace años que no vengo por aquí, y me asaltan los recuerdos de Vicky y los chicos. Veníamos a comprar cosas para el cole, ropa de deporte o playeros. Eso era en los viejos tiempos, cuando parecía que podría llevar una vida normal. Antes de los problemas con el alcohol y las peleas y las demás mujeres. Me pregunto el aspecto que tendrán los chavales. Ni siquiera sé exactamente qué años tienen. Doce o catorce, en realidad me da igual. Mi madre señala una mesa libre al lado de las máquinas recreativas.

—Vamos a sentarnos aquí a desayunar.

—Mejor salimos afuera. Cerca de la clínica hay muchas cafeterías.

Los dos vuelven a discutir. La gente nos mira como si viniéramos del circo y al final ocupamos la mesa. Mi madre se pide un té y un sándwich mixto. Mi padre y yo un par de cafés medianos. Cuando preguntan a mi tío le digo al camarero que no puede hablar. De repente saca una vocecita temblorosa pero nítida.

—Ce… cerveza.

—Menudo cabrón. Eso sí lo puede decir.

Mi madre me fulmina con la mirada. Nos traen todo lo que pedimos y desayunamos en silencio. El lugar se anima, llega mucha gente a hacer sus compras. Mi padre pide la cuenta y nos levantamos antes de que acabe mi café, que está ardiendo. Vamos hacia las escaleras mecánicas que cruzan el edificio y llevan a la salida que da a las calles del centro. Me parece notar las miradas de otras personas. Peña que no querrías ver a tu lado tomando algo, y que te escudriñan como si fueras un perro verde. Un chaval con los brazos llenos de tatuajes y un aro en la nariz. Cabezas rapadas por los lados y con una enorme mata de pelo en lo alto. Zapatillas con suela enorme y ropa ancha. Levantan sus ojos de las pantallas de sus móviles y nos miran pasar. Siento que para ellos, la gente de pueblo somos como de otra galaxia.

—La clínica está en el número cuarenta.

—¿Y dónde es el número cuarenta?¿Hacia la izquierda o hacia la derecha?

Mis padres elevan el tono. Busco el número del primer portal, que está haciendo esquina. Es el cuarenta y dos. Un poco más allá está el que buscamos. Una placa indica la planta en la que se encuentra la clínica. Vuelvo a buscar a los viejos y se lo digo. Cuando entramos no hay sitio para todos en la sala de espera, así que alguien debe irse. Capto el mensaje y me dispongo a poner pies en polvorosa. Mi padre me da veinte euros para que me tome algo.

—Mira el teléfono de vez en cuando. Te llamaré al acabar.

Salgo de ahí volando. En la calle el sol aún no llega a la acera. Los edificios grandes evitan que la luz llegue y dé calor. El ruido de las conversaciones y los coches es insoportable. Tropiezo con un grupo de currelas que caminan a toda velocidad. Trato de disculparme, pero ni siquiera me miran. Entre tanta gente no me siento a gusto. Froto mis manos y cruzo hacia el parque. Está mucho más tranquilo, apenas se ve un puñado de paseantes. Hay árboles y un estanque, y una zona vallada con aves de colores. A pesar del frío es agradable estar aquí. Es como una mentira que habita dentro de la ciudad. Cruzo por el paseo y al salir de la arboleda distingo la parte alta de la catedral. Decido ir a verla. Todos los edificios del casco antiguo son de piedra. Recuerdo cuando vinimos de excursión con el instituto. La sensación de no ser nada en comparación con algo tan enorme. Fue como viajar en el tiempo. Por aquel entonces ya era novio de Vicky. Poco después se quedó preñada. Y luego vino dejar los estudios y matarse a trabajar.

Paso por delante del conservatorio y bajo hacia la plaza. En la esquina, pegada a las casas de planta baja, hay una pequeña cafetería. Las mesas de la terraza están llenas. Dentro se ve algo de sitio. Entro y me siento en un taburete, a pie de barra. Estoy a punto de pedir un chupito pero me contengo y pido un café solo. La chica se lo toma con filosofía. No se apura lo más mínimo. Limpia el manguito y da al botón del molinillo. Quita el sobrante y deja la carga justa. El café sale con bastante crema. Me lo deja delante mientras le sonrío.

—Gracias. ¿Cómo te llamas, guapa?

Me mira fijamente y se da la vuelta sin contestar. Es gracioso lo bordes que son los urbanitas. Tomo el café en silencio, y después llamo a la chica levantando la mano.

—Un whisky doble.

Las palabras salen solas. Desde ese momento ya sé lo que va a pasar, no es la primera vez. La chica trae la bebida y de un trago me la echo al gaznate. Antes de que se dé media vuelta le pido que vuelva a llenarme el vaso. Pago y miro las monedas que me quedan. Aún me sobra para un tercer chupito. Sé que no debo beber más. Si quiero que el día acabe bien, no puedo seguir. Pero acabo por pedirme el tercer vaso de whisky.

Ahora estoy medio borracho y casi sin blanca. Miro el teléfono. Mis padres aún tienen para un rato. Han de ver al doctor y tratar de que les firme la invalidez de mi tío. Así que salgo y me dedico a deambular por las estrechas calles del antiguo. Espero que paseando se me vaya un poco el efecto del alcohol. Un tipo delgado y con cara de nervioso camina frente a mí con una mujer agarrada a su cintura. Él huele a licor de hierbas. Ella va fumando y se tropieza como si hubiera desayunado un Martini. Cuando pasan a mi lado la cojo del brazo y le pido un  cigarro. La chica sonríe. Saca un paquete de su bolso y me da un pitillo. Es uno asqueroso, de marca Lola. Luego me deja un zippo dorado para encenderlo. El tipo que está con ella, el nervioso, se altera.

—Serás zorra. Deja de ponerle ojitos a este borracho.

Levanta el brazo para darle un bofetón a la chica. Cojo su mano y le pego un cabezazo en toda la nariz. Empieza a chillar mientras se le llena de sangre la camiseta. La mujer también grita algo y me da puñetazos. La aparto de un manotazo, le doy la vuelta al maromo y saco su cartera del bolsillo trasero. Echo a correr y me pierdo por las callejuelas. Me alejo del centro todo lo rápido que puedo. Al final de la calle hay un paseo moderno que parece acabar en la estación de tren. El edificio devuelve una imagen mágica, con toda la cristalera bañada por un sol de color naranja. En la parte de afuera hay vallas publicitarias. Un anuncio de billetes a bajo coste donde sale una mujer rubia llama mi atención. «Cambia tu vida. Imagínate en otro lugar». Me quedo unos segundos petrificado, viendo el cartel.

Entro a los baños de la estación y vacío la vejiga. Allí mismo miro el contenido de la cartera. Hay unos trescientos euros y una bolsita de lo que parece droga. Cojo la pasta y tiro el resto a la basura. Paso al bar que está al lado del andén. Me tomo una cerveza tostada mientras veo los trenes que van saliendo. Me dan envidia. Simplemente montar en uno y alejarse. Un tiempo al menos. A mi lado, un hombre lee el periódico mientras bebe una taza de café. Está vestido con un traje de la compañía ferroviaria. Ha de ser conductor, o tal vez pica billetes.

—Oye, amigo. ¿Cuánto cuesta un viaje en tren a la otra punta del país?

El tipo me observa unos segundos, como si estuviera analizándome. Da un sorbo y al final me contesta.

—Por menos de cien euros puedes ir al sur, por ejemplo.

Acabo de tomarme la cerveza observando las vías. Saco mi teléfono. Miro los últimos mensajes que me mandó mi madre. Son cosas que me encargó comprar. Un paquete de arroz y unos zumos. Nunca hemos tenido una conversación de verdad. Hay tantas cosas que dejamos en el tintero. Y el silencio muchas veces es peor que un reproche. Hasta donde yo sé, solo soy una carga. Pienso en dejar tirados a mis padres y abandonarlos. La idea de hacerlo y no volver a verlos nunca más cruza por mi cabeza. Creo que en el fondo pienso en hacerlo desde que volví arrastrándome a su casa. Desde que todo explotó. Salgo de la cafetería y me dirijo a la taquilla. Por el camino tiro el móvil a la primera papelera que encuentro y compro un billete que me lleve lo más lejos de aquí.

—Dese prisa. El tren sale en cinco minutos. Es en el primer andén.

Voy medio trompa, pero con dinero en el bolsillo. El revisor se sorprende de que no lleve maleta ni una mochila. Poco después el tren arranca. Observo la ciudad por la ventana. Pongo la cabeza entre mis manos y cierro los ojos.

 


 

Contactar con el autor: amayamier [at] gmail.com

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 Ilustración: Fotografía por jguemez (licencia Pixabay)

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Revista Almiar (Margen Cero™) n.º 127 marzo-abril de 2023

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