relato por
Graciela Matrajt

 

La mejor venganza toca a la puerta (proverbio popular).

Cuando se llega a esto, incluso
violentamos nuestras más puras convicciones.
La persona pone en venta su libertad, su
tranquilidad, su conciencia.
Dostoievski, Crimen y castigo.

 

L

o odiaba. Sabía que no había forma de perdonarlo. O de olvidarlo. Que lo único que me daría tranquilidad sería que desapareciera del mapa. ¿Pero cómo? Desearlo con todas mis fuerzas no lo haría realidad. Tenía que idear un plan; de lo contrario, él seguiría envenenando mi existencia y la de otros estudiantes y colegas. Llevaba mucho tiempo dañando la vida de todo aquel que trabajara en su laboratorio. Por eso, los tres años que pasé allí fueron una tortura psicológica. Estaba rodeada de compañeros de trabajo intoxicados por la ponzoña de un jefe arrogante, misógino y corrosivo. Colegas que buscaban un cierto alivio a su amargura saboteando mi propio trabajo de investigación.

Él era un hombre bajo y grueso; su gordura se notaba sobre todo en la panza. Siempre tenía frío; llevaba un traje de esquí sobre sus ropas incluso en verano. Pero su característica principal era su olor: fuerte y ácido, parecía el de un queso camembert que ha pasado varios días fuera del refrigerador. Tenía el pelo grasoso, descuidado y lleno de caspa; sus ropas sucias, desarregladas y roídas, desprendían una pestilencia insoportable. Los dientes, amarillentos, emanaban un aliento nauseabundo. Todo en este hombre era repugnante. Su voz, su presencia, su andar. Y su escaso vocabulario era grotesco, sin clase y vulgar. Su ignorancia lo hacía inseguro y lo empujaba a enojarse y escupir insultos si alguien usaba una palabra que él desconocía o no entendía.

Su insolencia se extendía más allá de nuestro laboratorio. No conocía límites. Y sentir vergüenza o pedir disculpas no estaban en su repertorio. Acosar, ofender, hacer comentarios discriminatorios se sumaban a su maltrato de los demás, como si fueran esclavos o el mundo le debiera algo. Tal era su soberbia. Su renombre como científico de ideas creativas e investigaciones originales fue lo que me atrajo a su grupo. Y lo que me hizo soportar hasta el final, hasta mi graduación.

Tampoco tenía noción de familia o de pareja. Divorciado y con dos hijos que lo detestaban al punto de haberse cambiado el apellido, su complejo por estar solo era tan grande que cada vez que podía contaba algo sobre sus aventuras con extranjeras. De origen francés, decía que ellas habían sucumbido al encanto de su acento de french lover.

En francés, bon débarras es una expresión que no tiene traducción literal en español, pero equivale a «nos lo quitamos de encima». Así, quitarse de encima un mal año, una pandemia que por fin termina, una deuda… acompaña la exclamación bon débarras. Y yo soñaba con deshacerme de él, poder usar esa expresión y voltear la página de ese sombrío capítulo de mi vida.

El odio que se fue gestando en mí durante todo ese tiempo crecía de manera exponencial y me llevó a concebir un plan para borrarlo de mi existencia. Mis pensamientos eran tan negativos y oscuros que empecé a idear una forma de matarlo sin dejar marcas o evidencias. Mi plan tenía que ser perfecto, porque no quería pudrirme en la cárcel.

Primero se me ocurrió usar algún tipo de ácido, ya que tiene efectos instantáneos, produce un ataque cardíaco en segundos y no deja rastro. Por lo general él llegaba muy temprano a su oficina. Planeé esperarlo escondida allí y rociarlo con ácido fluorhídrico cuando él entrara. Pero cuando ensayé mi ataque me di cuenta de que, si yo me salpicaba con el ácido, me arriesgaba a morir también y a pasar juntos a otra dimensión. La sola idea de seguir viendo a este individuo en el más allá me produjo náuseas y decidí cambiar de plan.

Él tomaba mucho alcohol y tenía debilidad por las mujeres rubias. Conseguí una bella peluca con la cual disfrazarme para ir a su casa a seducirlo. Una vez allí, le pondría el ácido en su bebida. Pero cuando entré a su edificio me crucé con un vecino. Al darme cuenta de que ese encuentro, sumado a las múltiples huellas de ADN que yo dejaría en su departamento al tocar la copa, el sofá o la mesa, sería evidencia irrefutable, di media vuelta y desistí también de ese plan.

Él volvía del laboratorio a su casa todas las noches en el último tren, el de las 11:45 p.m. A esa hora el andén de la pequeña estación del campus universitario solía estar vacío. Se me ocurrió empujarlo a las vías cuando el tren llegara. Parecería un suicidio y no habría investigación. Así que una noche lo seguí discretamente. Estaba oscuro y no se veía un alma. Yo, a propósito, vestía toda de negro para pasar más desapercibida. Cuando el tren se aproximaba y comencé a caminar hacia él, advertí una cámara al otro lado de la vía. Parecía arcaica y no sabía si funcionaba, pero decidí no arriesgarme y, al igual que él, simplemente abordé el tren y me fui a casa.

Le gustaba mucho comer y le atraía la gastronomía de otras culturas. Ideé entonces llevarle algo de cenar de mi país que él no conociera. Le agregaría a la comida alguno de esos venenos de roedor que actúan en minutos. Encontré uno muy potente en una ferretería y pasé muchas horas cocinando un guiso exótico de mi tierra. Esta vez tenía certeza de que nada me detendría. Sin embargo, de camino a su casa, me di cuenta de que el platillo era tan raro que la sospecha fácilmente recaería sobre mí, la única mexicana que él conocía. Y con lágrimas de rabia, tiré la comida en el bote de basura de la esquina y di media vuelta.

Después de meses pensando en una buena estrategia, me dejé distraer por otras cosas. Mi vida tomó otro rumbo; mi carrera empezó a brillar de nuevo y fui postergando mi plan. Ya no ideaba nuevas tácticas y solo perfeccionaba en mi cabeza las que ya había concebido. Luego fui desatendiendo los detalles de cada una y poco a poco fueron cayendo en el olvido, junto con él, a quien nunca volví a ver. Me mudé a otro país. Rehíce mi vida. Y abandoné mis ambiciones vengativas.

Años más tarde, me enteré de que el 24 de marzo de 2015 el vuelo alemán Germanwings 9525, que iba de Barcelona a Dusseldorf, se estrelló en los Alpes franceses. El copiloto, en un impulso psicótico, decidió suicidarse. A las 10:48 a.m., aprovechando que el piloto se había ausentado un momento, dejó caer el avión y se llevó consigo la vida de otros 149 pasajeros, incluyéndolo a él.

Sus restos, identificados, nunca fueron reclamados. Al final, murió solo. Ni funeral ni ceremonia. Nada. Porque en su vida únicamente cultivó enemigos, enemistades y odios.

Bon débarras.

 


 

📩 gmatrajt[at]gmail [dot] com

Ilustración: Fotografía por Pexels en Pixabay [Public domain]

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 123 · julio-agosto de 2022

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