relato por
Javier Garrido B.
¡Oh Dios! ¡Podría estar encerrado
en una cáscara de nuez,
y sintiérame yo Rey del espacio infinito,
si no fuera porque tengo malos sueños!
SHAKESPEARE: Hamlet. Acto II, Escena II.
E
l viejo me ofrece un grano de arena. Hace calor y quiero rechazarlo, pero de nada me vale volverme en la cama para ignorar la luz fija de la luna que se filtra por una rendija de la cortina mal cerrada. En verdad, poco importa un grano de arena, pero no ese en particular, así que cuando el viejo insiste termino por echarlo de un modo casi grosero. No opone resistencia, pero su monótona letanía me persigue aún por un rato, hasta que el viento barre sus palabras como otras tantas hojas muertas. Ya solo, puedo respirar con tranquilidad, pero basta que abra los ojos para darme cuenta de que de nuevo he estado soñando, y me vuelvo hacia la pared y cierro los ojos y quiero evitar la luz incandescente de esa luna solar, procurando olvidar que poco antes me ha inquietado la esperanza de un insomnio multitudinario y fecundo. Hay un pozo de agua oscura y enseguida la marea que se retira arrastrándome hacia alguna profundidad anónima, y me engaño pensando que he logrado dormir arropado en un sueño turbio y viscoso, hasta que la voz del viejo me sacude y vuelve en su empeño de entregarme el grano de arena, y yo que intento responderle que se vaya porque estoy dormido pero el fango me llena la boca y no puedo hablar por más que me esfuerzo, y el infinitesimal grano de arena que resplandece en la palma sucia y arrugada y parece girar y crecer y multiplicarse hasta desbordar la mano que lo contiene y ya se derrama al suelo donde va formando una duna que muy pronto nos sepulta a pesar de que sin voz le grito que no quiero nada y la corriente me inunda y comprendo que me estoy ahogando en una lluvia de granos resplandecientes.
De nuevo despierto, agitado, sudoroso, y la luna que sigue hiriéndome a través de la rendija de la cortina mal cerrada.
Sí, hace calor, y sé que no lograré dormir hasta que no haya cerrado la muesca por donde penetra el espíritu de la noche que se complace en molestarme. Un esfuerzo y arrojo a un lado las mantas, me pongo de pie y llego hasta esa ventana. Es una noche tranquila, estática, sin viento, y desde este tercer piso la ciudad aparenta una constelación vivísima y mutable, más importante que el cielo opaco, de agua gris y polvorienta. Empujo despacio el cristal y no resisto la tentación de asomarme al exterior. Un perro ha comenzado a ladrar a lo lejos. Sentado en la esquina, a la luz de un farol, está el viejo, absorto en escribir con una tiza en el pavimento sucio y rugoso. De cuando en cuando revisa una hoja de papel, corrige una cifra, agita la cabeza y los brazos como molesto por alguna impensada contrariedad. Acaso murmura algo, pero por supuesto no me alcanzan sus palabras. A su vera yacen el cajón de arena y unos pocos instrumentos de geometría.
Y por encima de todas las cosas, esa luna circular, abrasadora.
De nada me vale continuar este espionaje minucioso de la noche, así que cierro la ventana y corro con cuidado la cortina. Solo pienso en dormir, aunque afuera el viejo siga empeñado en sus cálculos temerarios. Me repito que es absurdo exponerse de ese modo al contagio de la luna llena, que produce locura, fiebre y desesperación en los hombres, pero no logro dar con la respuesta adecuada.
Acaso ya estoy dormido cuando la voz me aturde por tercera vez. El viejo se ha sentado a los pies de la cama, recitando en voz alta números monstruosos. Está tan absorto en su labor que no se da cuenta de que he despertado y de que lo miro, y entonces me incorporo en la cama y sus labios se mueven sin parar y su rostro brilla en la luz que atropelladamente entra por la ventana otra vez abierta de par en par y sus ojos fijos o muertos no me ven pero comprendo lo absurdo que es hablar de edad, cuando sus facciones pretéritas parecen deslavadas por todos los cauces del tiempo, pulidas como las de una piedra arrojada a la orilla del mar, y calla y acaso reflexiona mientras estudia algo invisible en la palma de su mano y luego niega con la cabeza antes de pronunciar una cifra aún más abrumadora y esas facciones ancestrales se contraen en una brusca ira o un gesto de dolor y grita y arroja el grano de arena a través del hueco de la ventana.
Un grano de arena que resplandece en la luz de la luna hasta que se pierde en la oscuridad inferior.
¿Por qué está la ventana abierta?
A los pies de la cama no hay nadie, y yo aquí, sentado, despierto, sorprendido.
¿De qué?
La ventana. Sin duda quedó mal cerrada antes y una corriente de aire la habrá abierto. Luego, el mismo viento terminaría de descorrer la cortina.
Puede ser.
La esfera luminosa me dice que son las tres de la madrugada y aún falta para que amanezca.
La luminosidad enfermiza de la luna recorta nítida las formas de los muebles y ya no hace tanto calor como antes. Procedo —otra vez— a la complicada tarea de cerrar esa ventana.
Afuera, las cosas han cambiado poco, pero la circunferencia lunar ha sufrido una leve merma al caer tras los edificios lejanos. En realidad, ya no es una circunferencia cabal, y esto, inexplicablemente, me entristece.
Luces miliares. La constelación de la ciudad ha permanecido indemne y me llega un vano rumor de música y de tráfico, un grito de mujer, un perro que ladra desconsoladamente. Luego, riada más.
Se ha restituido el silencio.
Involuntariamente miro hacia la esquina y allí sigue el anciano, entremezclado en sus complejos cálculos. Ya no está sentado, sino que camina de un lado a otro, agachándose de cuando en cuando para corregir alguno de los números que ha trazado en el suelo. Ha trabajado de prisa, pues un buen trecho de acera está cubierto ya de guarismos. Consulta el papel que tiene en la mano y desaparece tras la esquina para reaparecer casi de inmediato, como siguiendo una hilera de cifras, se detiene, parece dudar, repasa la hoja y luego se acuclilla para borrar trabajosamente un seis y sustituirlo por un siete. El nuevo número no parece tan claro como el anterior pues ha de ser difícil borrar la tiza de la aspereza del pavimento.
El viejo habla solo, se ríe, deja resbalar la mano por el cabello empapado del que sudor que también le abrillanta la cara, entonces un gesto de desesperación y rasga la hoja que tiene en la mano.
Un viento propicio arrastra los fragmentos hasta que los pierde la oscuridad.
Luego de esta demostración de muda impotencia el viejo se deja caer al pie del poste de alumbrado y recoge sus instrumentos de geometría. Se sume en sus pensamientos por unos minutos y después comienza a escribir de prisa, como animado de una brusca inspiración.
Bajo los rayos de la luna poniente su piel va adquiriendo un aspecto terroso, no muy diferente del de la arena que contiene la caja a su lado.
Es tarde —muy tarde— y tengo sueño, así que cierro la ventana minuciosamente, para que el viento no la vuelva a abrir.
Tres y cuarenta en el reloj, en la esfera resplandeciente e imparcial. En dos horas más amanecerá y para entonces quizás el viejo se haya ido, vencido por el cansancio. Esta insólita certeza me persigue aun después de que me he acostado y acaso ya en las profundidades del sueño.
Hay, en el fondo de las horas, un grito anónimo y desgarrador, que se resiente del millón de oídos que se niegan a escuchar la súplica. Hay, también, un agua oscura y profunda, donde moran peces de ojos centelleantes y pies humanos, que no se dejan sobornar por las tentaciones del cansancio. Y en esto estaba yo cuando las mariposas alucinadas vinieron a posarse en mi cara como un rebaño florido, sofocándome con su peso infinitesimal.
—No es difícil ahogarse en un sueño —pensé— pero basta un manotazo para ahuyentar la sensación de estar sepultado bajo una montaña de alas y patas rebullentes, e incorporarse y abrir los ojos y escupir los restos macerados que quedan en la boca con una mezcla de asco y estupor, y todo para descubrir que solo se trata de unos pedazos de papel blanco.
Un puñado de trizas de papel, dispersos por las sábanas revueltas, algunos en el piso, otros sobre la mesa de noche, junto al reloj paralizado en las tres y cuarenta. Unos pedazos masticados y pegajosos de saliva. Al azar recojo uno y lo acerco a los ojos. Nada. Enciendo la luz y un número escrito con tinta azul me salta a los ojos.
Misericordiosamente, la ventana sigue cerrada.
¿Qué hora será?
El reloj ha optado por no seguir funcionando. Se encuentra detenido en las tres y dieciocho, pero el segundero parece marchar hacia atrás.
Absurdo.
¿De dónde habrán salido estos papeles?
Por lo pronto no hay solución.
En el intervalo de la duda permanezco sentado al borde de la cama, sin saber qué hacer. En la mesa de noche hay un libro, lo tomo, lo abro, dejo correr la vista por las páginas, juego a encontrar un capítulo determinado con los ojos cerrados.
¿Por qué estoy haciendo esto?
Acabo por sentirme idiota, al punto que vuelvo a dejar el libro en su sitio. Es curioso el efecto que puede tener una mala noche.
¿Qué hora será?
Quisiera dormir y reencontrar a los peces de ojos centelleantes y pies humanos, pero temo del mismo modo encontrarme con las mariposas o con el viejo. Cierro los ojos y me esfuerzo en concentrarme en el ritmo de mi respiración. Quisiera dormir, pero me disuaden dos consideraciones: el saber que es inútil, el saber que es imposible.
¿Qué hora será?
El reloj marca las cinco y veinte. Al parecer, goza en precederme a la locura.
Sobre la cama están aún los trocitos de papel y en esos fragmentos desiguales residuos de cifras o fórmulas escritas con letra mínima e irregular de mano inhábil. Sacudo la sábana y los papeles van a dar al piso donde se funden con las baldosas de color claro.
¿Qué hora será?
La esfera amarilla señala que faltan diez minutos para las seis. ¿Ha pasado ya media hora? Dado el comportamiento inestable del aparato no parece muy creíble. Pero si fuera cierto, ya estaría amaneciendo.
Lo que sigue es ya una reiteración. Descorrer la cortina y empujar la consabida ventana, un ritual ya excesivamente desgastado, sobre todo si se considera que buena parte de la noche se ha escapado a través de esa abertura cuadrangular.
En el intervalo de la duda permanezco sentado al borde de la cama, sin saber qué hacer. En la mesa de noche hay un libro, lo tomo, lo abro, dejo correr la vista por las páginas, juego a encontrar un capítulo determinado con los ojos cerrados.
¿Por qué estoy haciendo esto?
Acabo por sentirme idiota, al punto que vuelvo a dejar el libro en su sitio. Es curioso el efecto que puede tener una mala noche.
¿Qué hora será?
Quisiera dormir y reencontrar a los peces de ojos centelleantes y pies humanos, pero temo del mismo modo encontrarme con las mariposas o con el viejo. Cierro los ojos y me esfuerzo en concentrarme en el ritmo de mi respiración. Quisiera dormir, pero me disuaden dos consideraciones: el saber que es inútil, el saber que es imposible.
¿Qué hora será?
El reloj marca las cinco y veinte. Al parecer, goza en precederme a la locura.
Sobre la cama están aún los trocitos de papel y en esos fragmentos desiguales residuos de cifras o fórmulas escritas con letra mínima e irregular de mano inhábil. Sacudo la sábana y los papeles van a dar al piso donde se funden con las baldosas de color claro.
¿Qué hora será?
La esfera amarilla señala que faltan diez minutos para las seis. ¿Ha pasado ya media hora? Dado el comportamiento inestable del aparato no parece muy creíble. Pero si fuera cierto, ya estaría amaneciendo.
Lo que sigue es ya una reiteración. Descorrer la cortina y empujar la consabida ventana, un ritual ya excesivamente desgastado, sobre todo si se considera que buena parte de la noche se ha escapado a través de esa abertura cuadrangular a la que una absurda convención ha dotado de cristales transparentes para que entre la luz y de telas opacas para que no entre.
¿Para qué se habrán inventado las ventanas?
Y afuera ya no queda luna. Solo un hueco sombrío y abominable sobre los perfiles de los edificios muertos. El cielo está lo suficientemente oscuro como para poder afirmar que aún es de noche, pero las luces constelares han comenzado a desorganizarse, poblándose de millares de estrellas espurias. Hay, también, más ruido, y de algún lugar me llega un inoportuno olor a café.
Por lo tanto, amanece.
¿Qué pasaría con el viejo?
Sigue allí, al pie del farol, la cabeza terrosa y reclinada. Acaso duerme, hastiado ya del vano empeño de calcular el número de granos de arena que caben en el universo.
La tiza ha caído de su mano.
El cielo comienza a teñirse de un violeta profundo y del gris uniforme de los edificios se recortan ya algunas formas. Una luminosidad ceniza lo invade todo. A esa luz el viejo luce más hierático, antinatural, y su piel va tomando un tono pardusco.
Un viento piadoso lo lame y va desmoronándolo, primero despacio, al final casi con rabia. Las formas humanas comienzan a ceder y desaparecen en oleadas concéntricas, hasta que solo queda un informe montón de arena que las últimas ráfagas no tardan en dispersar.
Javier Garrido Boquete. (Caracas, 1964). Médico graduado en la UCV, Pediatra e Intensivista Pediatra. Actualmente residenciado en Nueva Esparta. Primer Premio del II Concurso de Narrativa «Miguel de Unamuno» del ICIV. Cuento: Máscaras. (1989). II Premio del VIII Concurso de Cuentos «Lola de Fuenmayor». Cuento: Problema digestivo. (1989). II Premio del IX Concurso de Cuentos «Lola de Fuenmayor». Cuento: Lectura interrumpida (1990). Primer Premio, mención Narrativa, en el Primer Concurso Literario «Simón Bolívar» (Juan Griego). Libro de cuentos Viernes (1990). Primer Premio, mención Narrativa, en el Concurso Literario de FONDENE (Nueva Esparta). Libro de cuentos: La muñeca descalza (1991). Ganador en Mención Narrativa del Concurso Municipal de Literatura de la Alcaldía de Porlamar. Libro de cuentos: Invitación a la danza (1992). Mención en el II Concurso de Cuentos «Salvador Garmendia» (2007). Publicaciones: Viernes (cuentos). Porlamar, 1992. La muñeca descalza (cuentos). Porlamar, 1993.
👁 El relato «Arenario», se publicó por primera vez en 1993, fue incluido en el libro La muñeca descalza, del propio autor.
🖥️ Web del autor: https://esoslibrosqueheleido.blogspot.com/
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Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 122 • mayo-junio de 2022
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