exposición de fotografías
Juan Peláez Gómez
M
iro al cielo quizá para ver las almas. Miro arriba porque lo de abajo a menudo me cansa, me hunde, solo a veces me enraíza.
Cuando me formaba como terapeuta aprendí la relación entre cuerpo y estados emocionales. Piensa en algo grave, denso, triste. Siéntate y ponte con los codos apoyados en las rodillas y mira hacia abajo. ¿Se intensifica lo que sientes? Ahora cambia la posición. Dirige tu mirar arriba y abre el pecho: ¿qué sucede? ¿Diferente, verdad? Cuerpo y emociones están muy, muy relacionados a través de la propia acepción de uno de los siete sentidos que tenemos. Se ha demostrado hasta la saciedad en muchos estudios de neurociencia en diversas universidades del planeta. Incluso cuando se atiende a alguien que por teléfono te dice que se va a suicidar, una posibilidad, es hacerle que mire hacia arriba, hacia el techo, con cualquier estrategia. La emoción rebaja el grado de intensidad.
Viajé hace poco a Uzbekistán y me sorprendieron los techos de sus mezquitas y madrasas. A la vez me hicieron reflexionar. ¿Por qué todo ese interés de un ser humano de reflejar tanta belleza en el material y la estructura que cierra un edificio? Ya, claro, evitar el frio, por guarecerse, la lluvia, y… ¿además? ¿Por qué llenarlo de mocárabes, de colores, de pechinas, de todos esos elementos cuya función es, sobre todo, decorativa?
Tal vez le parezca una cuestión baladí. Que suerte tiene que su mente no le bombardee con estas cuestiones. La mía funciona de otra manera. Cuando se coloca ante un hecho empieza a preguntarse, puede que sea el espíritu científico o la curiosidad del buscador que intenta encontrar respuestas al para qué de esta existencia.
Cuando elevo la mirada. Cuando mi cuerpo detrás la sigue en eso movimiento hacia lo alto, guau. Mi estado de ánimo cambia. Aparecen estrellas, lunas, colores, formas imposibles, planetas, universos de diferentes y asombrosas propiedades.
Son tiempos que se curvan. Lugares que se entremezclan y difuminan. Colores que huelen y adquieren texturas en el interior de mis orejas. Piedras licuadas que se transmutan en gotas, en pájaros de columnas patas retorcidas, puertas hacia otras puertas.
Sí, un estado alterado de consciencia. Una manera de decodificar la realidad sorprendente. Y todo sin drogas, ni chupitos, no se vaya usted a pensar. Además doy fe de no estar en tratamiento por ningún tipo de enfermedad de mi psique.
Entiendo a los arquitectos, a los grandes masones canteros de la piedra de catedrales, madrasas, mezquitas y sinagogas. Ellos también debieron mirar hacia arriba y percibir esas ensoñaciones mucho antes de tomar sus papeles en blanco y plasmar sus visiones. Luego las transformaron en realidades. Sus formas hoy son edificios mágicos que me recuerdan la entrada en otros universos llenos de poesía, de narraciones, de abstracciones, mitos, leyendas, epopeyas, misticismos, metáforas y símbolos. A través de ellos estoy seguro de que intentaron expresarse todo lo que eran incapaces de poner en palabras. En esos diferentes campos de realidad nuestro lenguaje no tiene valor. Solo se accede por aproximación, por humildad, por intuición, por todo lo que pasa por nuestra mente sin hacerlo por los circuitos de la racionalidad.
Quizá por eso, estos techos ornados de simbolismo, lleguen por igual a católicos, musulmanes, judíos, budistas o miembros del tao. En realidad relatan lo mismo. Conectan con los profundos arquetipos que pertenecen a la Humanidad entera por el mero hecho de ser parte de ella. Más allá de la trasformación que luego hacemos de la trascendencia en dioses, religiones, espíritus o energías.
Los techos, estos techos, cualquier cubierta mirada de la manera adecuada, es una pasarela. Algo que me mueve a una realidad más grande que yo mismo.
Quizá sea el gran secreto de las catedrales buscado por Fulcanelli, la piedra filosofal de los alquimistas, el tesoro de los templarios, el de los cátaros, la puerta dimensional entre el mundo del espíritu y el mundo del alma.
Quién sabe. Aun así, me encanta mirar hacia arriba. Me deleita disfrutar de los techos de tantos lugares del mundo que son transportadores de una cuerda dimensional a otra. Solo tengo que mirarlos, dejarme llevar y deleitarme.
Te invito a que hagas lo mismo a partir de ahora. Seguro que no te sentirás decepcionado.
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Juan Peláez Gómez. Nació en Madrid en el seno de una familia relacionada con el mundo de la escritura y el periodismo. Periodista, es titulado en la Escuela Diplomática de Madrid; realizó varios máster en Políticas de Cooperación con América Latina y en Periodismo y Educación.
🌐 Web del autor: https://juanpelaezescritor.wordpress.com/
📋 Otras obras del autor (en Revista Almiar):
▫ La fuerza de todos los nombres (relato)
▫ Montañas de la montaña (fotografías)
▫ Con Tacto (fotografías)
▫ Reflejos en San Francisco (fotografías)
▫ Mujeres en Irán (fotografías)
Ilustraciones: Fotografías por Juan Peláez ©
Revista Almiar – n.º 119 / noviembre-diciembre de 2021 – 🛠 PmmC – MARGEN CERO™
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La llama de una vela encendida siempre se eleva hacia el cielo. Entendamos y veamos de la misma manera como funciona una vela.
La vela es el cuerpo; el pabilo es la mente y la llama, la consciencia. En este cuerpo burdo(la vela de cera), el pabilo (la mente) se extiende por toda ella. Cuando el pabilo se enciende con una chispa de fuego (consciencia nacida de la experiencia), con el paso del tiempo el cuerpo se disuelve en los elementos, la identidad de la mente se torna en cenizas de forma gradual y la llama (consciencia refulgente) se manifiesta y esparce luz a todo su alrededor. Mientras está esparciendo su luz, la vela está siempre ansiosa de proyectarse hacia el cielo.
La capacidad de la vela está en este cuerpo. Descubrámoslo a través del conocimiento .
Este proceso le permitirá a la llama irradiar su luz
Swami Nirajanananda