relato por
Ernesto Bascopé Guzmán
N
o recordaba el sueño. Es decir, sabía que había soñado algo grandioso y bello, pero no podía poner palabras en esos retazos de memoria. Luchó todavía durante un momento para recomponer la fugaz evocación, en los escasos segundos entre aflojarse la corbata, acomodarse detrás del escritorio y encender la computadora. Fue en vano. La imagen se había evaporado.
Con un gesto mil veces repetido, abrió el archivo con las tareas de la semana. En medio de los expedientes corrientes, con la dosis habitual de rutina y trivialidad, parpadeaba una señal de «prioritario – denegado de oficio».
Sintió un cansancio infinito luego de leer el parco encabezado: «Solicitud de visitas irrestrictas, motivos familiares». Estos trámites suponían por lo general una entrevista personal con algún familiar de los reos, lo que implicaba en no pocas ocasiones tener que soportar llantos, amenazas o inesperados accesos de violencia. Estaba demasiado agotado como para contemplar siquiera la posibilidad de recibir a algún ingenuo en busca de comprensión o justicia. Tenía que librarse del caso.
Pensó primero en el nuevo, el de apellido vagamente extranjero. Lo acababan de ascender y seguro aceptaría ocuparse del asunto para ganarse su buena voluntad. Podía encajarle el caso sin darle mayores explicaciones, pero el muchacho tenía una expresión de obstinada estupidez que no le inspiraba demasiada confianza.
Tuvo que descartar a Morales y también a Soria. Sabía que ese lunes salían de inspección, quizá hasta la noche. Solo quedaba el gordo Ávila, en el escritorio frente al suyo, el único funcionario en ese piso de la Agencia que lo superaba en antigüedad. No tendría dificultad en despachar el asunto pero era indudable que exigiría una compensación inmediata.
Ávila sonrió al verlo acercarse. Era como si hubiera adivinado:
—¿Qué me vas a dar a cambio, Medina? Tiene que ser bueno…
—Mejor dime tú qué quieres a cambio de esta entrevista, gordo infeliz.
Sin perder el buen humor, Ávila lo invitó a mirar su pantalla. Ahí tenía marcadas una docena de tareas, desde informes de inspección que redactar hasta la revisión de antecedentes de aspirantes a la Agencia. Eran horas, incluso días, de trabajo tedioso e inútil. Medina aceptó con un movimiento de cabeza, entre resignado e indiferente.
—¿Y a ti qué te pasa ahora? Normalmente negocias estas cosas con más ganas.
—Solo cansancio, gordo, dormí mal anoche…
—Espero que al menos haya sido en buena compañía, compañero. Esa sería la única excusa aceptable… ¿O sigues esperando a Julia?
Prefirió no responderle. Se zambulló en el trabajo, con la esperanza de terminar antes del anochecer. Durante la mañana, solo se detuvo para tomar el infaltable café aguado de las 10:30. Hacia mediodía, había avanzado lo suficiente como para permitirse un sándwich en el escritorio y una rápida ojeada a las noticias oficiales. Saboreó el placer de perder toda consciencia en la interminable sucesión de tareas repetitivas y banales.
La vio entrar a las 18:00, ya casi al final de la jornada. Tenía la expresión de agobio que uno espera entre los pobres diablos que se enfrentan por primera vez con la Agencia, pero también poseía una extraña firmeza, como si la calculada solemnidad del edificio no lograra intimidarla.
No pudo escuchar la conversación entre la joven y Ávila, aunque los separaran escasos metros. El gordo apenas murmuraba y la chica no levantaba la voz, ligeramente inclinada hacia el escritorio, como en una confesión.
Podía apreciarla bien, sin embargo, sentada en el exiguo taburete que se reservaba para los ciudadanos. El traje ajustado y algo raído dejaba adivinar una figura flexible y fuerte, incluso atlética. Los cabellos negros estaban recogidos en una trenza pero quiso imaginar que la muchacha prefería llevarlos sueltos. Del rostro, apenas alcanzaba a ver, en rápidos destellos, pómulos altos y labios carnosos. Sintió una breve descarga de arrepentimiento.
Al día siguiente, esperó hasta mediodía para interrogar a Ávila sobre la entrevista. No quería darle motivos de burla. Toda precaución fue inútil, sin embargo:
—¿Y qué tal el caso que te pasé, gordo? ¿Ya lo resolviste?
—Ahora sí te interesa, ¿no? Bonita resultó la niña… pero el caso se queda conmigo, compañero Medina. Ahora, si quieres mirarla un poquito más, vendrá hoy en la tarde.
—No entiendo… Solo era cuestión de negarle la solicitud y convencerla de que no vuelva… Ya está decidido, que yo sepa. Al padre lo tendrán incomunicado unos buenos años todavía…
—¿Qué tiene de malo hablar con esa lindura? Ayer la ablandé un poquito y le sugerí que tal vez algo podía hacerse con su trámite. Hoy quizás me acepte una salida… para charlar de su viejo, ya sabes.
—Eres un cerdo, Ávila.
Quedó sorprendido por su propia ira. Durante un instante tuvo ganas de destrozar la cara del gordo, solo para borrar esa sonrisa obscena. Comprendió rápido la futilidad del gesto, sin embargo. Jamás había sido capaz de pedir esa clase favores a la gente, no sabía si por honestidad o simple cobardía, pero tampoco había impedido que otros lo hicieran. No iba a comenzar ahora.
La muchacha apareció de nuevo al final de la tarde. Para alegría de Medina, no había perdido el aura de confianza del día anterior. Pensó que a Ávila le resultaría difícil convencerla.
Notó que llevaba la misma ropa del día anterior. De inmediato asumió que era una especie de uniforme de trabajo, quizás de algún restaurant o de una pequeña tienda. Si había venido a pie, se dijo, su trabajo no podía quedar muy lejos, muy probablemente en la zona comercial al norte de la Agencia. Pensó que con suerte y perseverancia quizás podría hablarle, un día, en algún futuro posible y soñado.
La segunda entrevista duró poco. Ambos intercambiaron murmullos durante unos cuantos minutos antes de levantarse y dirigirse a la salida. Ávila tuvo tiempo de guiñarle un ojo cuando se iba, mientras pasaba despacio una lengua blanquecina sobre sus labios resecos.
Medina se alegró de haber programado la inspección anual para el día siguiente. No hubiera aguantado la cara de triunfo del gordo y menos sus comentarios soeces. Lejos de la oficina, podría al menos librarse de la primera y más grosera andanada de confidencias sobre la joven.
Esa noche apenas pudo dormir. Seguía irritado con el gordo, pero lo torturaba aún más la curiosa mezcla de decepción y enojo que sentía hacia la muchacha. «¿Qué esperaba?», se preguntaba de manera insistente. «Tiene que hacer lo que tiene que hacer», respondía. Quiso convencerse de que le importaba porque, de alguna manera, la veía como la hija que hubiera querido tener con Julia: linda, segura, sencilla…
En un acceso de lucidez, antes de caer vencido por el sueño, supo que se engañaba. La verdad es que envidiaba a Ávila, por la lujuria elemental que lo poseía y su absoluta falta de principios. Pensó que, con algo más de valor, la muchacha estaría a su lado y no en algún sucio cuarto de alquiler, asediada por las caricias brutales de su colega.
Como era de esperarse, no hubo ninguna novedad durante la inspección a la cárcel que le habían asignado. Las mismas celdas atestadas, los mismos reclamos imposibles de resolver y el persistente y difuso olor a sudor, miedo y grasa que inundaba cada resquicio del viejo edificio, desde los pabellones de lujo hasta el patio donde se hacinaban los pobres.
A las pocas horas la miseria le resultó intolerable, pero aun así, al borde del asco, acopió suficiente valor como para soportar la visita hasta el fin. Al final, perseverar en los rituales burocráticos era lo último que le quedaba. Había abandonado hace mucho toda esperanza de que su trabajo sirviera para cambiar la vida de los huéspedes de la Agencia.
De vuelta a casa, comió rápido unos fideos y se metió temprano a la cama. Quería soñar, como quien ansía visitar a un viejo amigo. Lo acompañaba una vieja botella de ron que acumulaba polvo sobre la nevera desde el último cumpleaños que quiso celebrar. Mientras daba largos sorbos en la oscuridad, recordó lo mucho que Julia detestaba verlo tomar.
Alanes, el jefe, fingía revisar con atención su archivo personal, mientras le lanzaba de tanto en tanto una mirada que se pretendía severa.
Medina sabía que ese ritual absurdo no tenía otra intención que intimidarlo. Aprovechó esos interminables minutos para estudiar la escuálida figura del joven director, perdida detrás de un escritorio gigantesco. Fue un desperdicio de tiempo, de todas maneras. Nada pudo concluir de su rostro o de su ropa, absolutamente sosos, casi insustanciales. Y seguía sin entender qué hacía ahí, tan temprano, frente a ese niño solemne.
Alanes rompió al fin el silencio:
—Me dicen que es muy puntual y dedicado, señor Medina.
—Es la mejor manera de quedarse en la Agencia, señor director.
—¿Y le gusta trabajar acá?
—Llevo veinte años en el puesto…
—No era exactamente mi pregunta, pero no importa… ¿Sabe por qué lo llamamos hoy?
—No tengo idea.
El director volvió a lanzarle una mirada que se imaginaba plena de autoridad. Medina comenzó a impacientarse con tanto suspenso absurdo. Entonces, Alanes, con un gesto cinematográfico, le acercó un celular. En la pantalla alcanzó a distinguir un primer plano del gordo. La imagen no era profesional, pero la pobre calidad bastaba para delinear con precisión su cuello desgarrado y el vientre inmenso manchado de sangre, grotesco en su desnudez. Pensó que nunca le había visto una expresión tan seria.
—Lo encontraron anoche, en un hostal barato cerca de la Estación. ¿No tiene nada que decir, Medina?
—No sé qué decirle, director.
—¿Es cierto que usted le transfirió un caso al funcionario Ávila, de manera irregular e inconsulta?
No les tomó mucho tiempo sacar conclusiones definitivas. Todos habían visto a Ávila salir con la muchacha, única sospechosa. Cuando investigaron quién era, descubrieron sin esfuerzo que venía por un caso atribuido a Medina. Fue entonces que el nuevo tuvo una excelente oportunidad para congraciarse con los jefes, contando todos los detalles, muchos inventados, del intercambio de casos y de la innecesaria segunda entrevista.
Decidieron que Medina era culpable. Su implicación no estaba bien definida y su responsabilidad real podía discutirse, pero nadie en la Agencia se detenía ante semejantes sutilezas. Lo suspendieron hasta que la Policía diera con la asesina y los tribunales la condenaran.
Podían pasar años, décadas incluso, antes de que algo semejante sucediera. En los hechos, Medina estaba fuera de la Agencia. O peor, en un limbo legal donde, por razones de seguridad, no podía trabajar ni en el Estado ni en ninguna empresa formal, a menos que un juez lo autorizara. Y esto era imposible, porque no tenía ni amigos influyentes ni dinero.
En otras épocas lo hubieran enviado lejos a morir de hambre y privaciones, lo que exigía toda una logística del terror, desde el transporte hasta la vigilancia, sin olvidar los eventuales campos de trabajo, con perros y alambre de púas para impresionar a los sensibles. Hoy en día, en cambio, bastaba un anodino clic para amputar toda su existencia de la sociedad. Una parte de sí mismo, el burócrata obediente, admiró con sinceridad la eficiencia y limpieza del nuevo sistema.
Pasaron unas cuantas semanas antes de reunir el valor para buscar a la muchacha. Las probabilidades eran minúsculas, lo sabía, pero si la atrapaba y, sobre todo, si el juicio no se alargaba demasiado, podría volver a la Agencia. No le darían su antiguo puesto, pero Medina se contentaría con lo que hubiera, con las migajas que pudiera arrancarles.
Necesitó aún varios días para ubicarse en las bulliciosas calles del barrio comercial. Eventualmente, terminó por comprender el ritmo de las tiendas y de los vendedores ambulantes, lógico y previsible a su manera. Incluso aprendió a reconocer a los carteristas y a los estafadores de la zona, a pesar de su elaborado camuflaje.
Casi había olvidado su búsqueda cuando se topó con ella en una pequeña librería. El traje ajustado era efectivamente un uniforme y el pequeño negocio no estaba a más de quince minutos de la Agencia. Calculó que, si llamaba de inmediato, Morales y Soria lograrían llegar hacia el final de la tarde, antes de que la muchacha cerrara el lugar. Se abría la posibilidad de una redención, ínfima sin duda, pero era la mejor de sus opciones. Conocía el número de la oficina de memoria, naturalmente.
Medina había olvidado lo silenciosa que podía ser su casa, su calle, luego de medianoche. Durante horas, nada perturbó el silencio, excepto los gritos destemplados de algún borracho perdido o unos ladridos esporádicos. Recordó, memoria largo tiempo enterrada, que en alguna época llamó paz a ese silencio, e incluso hogar.
Se levantó por enésima vez para asegurarse de que la puerta principal estuviera sin seguro. Quería que la muchacha llegara sin ceremonias y que entrara como si fuera su propia casa. Se preguntó, una vez más, si había sido claro cuando le indicó la dirección. Jugó con la idea de una confusión en el nombre de la calle o incluso del barrio, cosa que podía perdonar y sobre la que podrían reír durante la cena o, más tarde, en la cama.
No pudo mentirse por más tiempo, sin embargo. En lo más frío de la madrugada comprendió que la chica no vendría. Sabía que mañana ya no estaría en la pequeña librería y que nadie le daría información sobre su paradero. La amenaza de entregarla no había sido suficiente para persuadirla de visitarlo para… ¿para qué? ¿Qué esperaba exactamente?
Antes de dormir sintió algo de genuina simpatía por la muchacha. Quizás poseía de verdad un espíritu valiente, como el que hubiera querido para su hija. Después de todo, no se había rebajado a un vil chantaje.
Pensó en todo esto mientras daba largos sorbos a la botella de ron que había reservado para la velada. Pensó que a Julia no le gustaría para nada que recibiera a otra mujer. Le recordaría, con su dureza habitual, que un exilio ha de vivirse con discreción y mesura.
La extrañó con un odio renovado.
Ernesto Bascopé Guzmán. Nacido en La Paz, Bolivia, ha trabajado durante largos años en la administración pública. Actualmente se dedica a la docencia y a la traducción.
ernesto_bascope [at] yahoo [dot] com
Ilustración: Fotografía por 9gans / Pixabay [Public domain]
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 113 · noviembre-diciembre de 2020
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