artículo por Jesús Greus
E
ntre tantos lugares que impresionan por su antigüedad, su belleza y su peculiaridad, me viene a la cabeza uno en particular: el serrallo del palacio de Topkapi. Pone los pelos de punta profanar esas estancias principescas, en su día terminantemente prohibidas a toda mirada que no fuera la del sultán de turno o las de su corte de poderosísimos eunucos. ¿Qué habrán escuchado esos muros durante siglos, bajo su angustiosa luz cenital, casi desprovistos de vistas al exterior? ¿De qué suerte de amores habrán sido testigos esas bellas alcobas? ¿Cuántas traiciones y maquinaciones políticas no se habrán urdido entre esos enmarañados azulejos de Izmir, de entrelazados motivos, y las hornacinas y chimeneas policromadas, tapices, almohadones, aromáticos pebeteros, monitos saltarines y gacelas adormecidas? Si pudiésemos leer los pensamientos y desconsuelos que revolotearon hace siglos en aquellas salas hoy vacías, de altaneras reinas madres que influían en política, o de ambiciosas concubinas que aspiraban a dar un hijo varón a su señor con el fin de alzar su estatus en el serrallo y contar con apartamentos y fortuna propios. Innumerables generaciones de mujeres no siempre enclaustradas, puesto que salían de excursión por el enorme parque del palacio, y organizaban paseos, juegos y meriendas a orillas del Cuerno de Oro.
Recuerdo que, recorriendo aquellos largos y tristes pasillos junto a un amigo, rezagados del obligado grupo de visita guiada, el ujier que cerraba la fila nos hizo un gesto para que nos detuviéramos, empuñó una llave y nos entreabrió una puerta cerrada para permitirnos atisbar el interior de una pieza aún sin restaurar, a la vez dormitorio y cuarto de estar. Ni que decir tiene que, a cambio del gesto, esperaba recibir la oportuna propina. Boquiabiertos quedamos: ¡Qué melancólico silencio el de aquel polvoriento aunque sugerente espacio donde antaño corretearon niños todavía inocentes, y donde conspiraron cortesanas con poderosos eunucos! El serrallo de Topkapi fue siempre centro de confabulaciones y de conjuras palaciegas.
Ese inmenso laberinto tiene un duende inexpresable. No puede uno sustraerse, entre sus muros, a la remembranza de Lady Montagu, quien, embelesada con Estambul, osó visitar baños turcos y harenes privados bajo atuendo de mujer turca. Fue la primera occidental que tuvo el coraje de adentrarse en los arcanos de la sociedad otomana de su tiempo. Defendió con ardor su cultura, y escribió en sus famosas cartas, con apasionada ponderación: Las damas turcas son, quizá, más libres que ninguna otra dama del universo, y las únicas mujeres del mundo que llevan una vida de ininterrumpido placer, libre de cuidados, y dedican todo su tiempo a hacer visitas, a bañarse o a la agradable diversión de gastar dinero e inventar nuevas modas.
Otro tanto sucede en la Alhambra al recorrer sus dependencias alhajadas con artesonados de intrincados almocárabes, el arrayán a la puerta y el gorjeo de las cantarinas fuentes. O en los íntimos y adornados baños de vapor, donde se solazaron sultanes y concubinas nazaríes al son de músicas ejecutadas por intérpretes ciegos. Tuve la suerte de visitarlos en privado con ocasión de un concierto que, en compañía de un amigo y una bailarina, dimos en un auditorio dentro del vasto recinto. Junto al eco de chapoteos, acaso hay voces y risas atrapadas en esos espacios antiguamente alumbrados, desde las bóvedas, por vidrios de colores en lucernas de forma estrellada. Aunque sea un tópico, cómo no evocar los cuentos de Washington Irving, escritos a principios del siglo XIX cuando tuvo el raro privilegio —¿o acaso el arrojo?— de residir en aquellos palacios abandonados. Las fábulas locales, cuenta él, hacían referencia a los fantasmas de antiguos sultanes, guerreros y princesas que, obnubiladas, recorrían piezas, patios y jardines. El romántico viajero escribió:
Se oía a menudo durante la noche, en el Patio de los Leones, cierto débil y confuso ruido que parecía murmullo de gente, y, alguna que otra vez, un estridente sonido, como lejano rechinar de cadenas. Este rumor es debido, sin duda, a las espumosas corrientes y a la estrepitosa caída de agua que va por bajo del pavimento para surtir las fuentes; pero, siguiendo la leyenda del hijo de la Alhambra, era producido por los espíritus de los asesinados Abencerrajes que frecuentaban de noche el sitio de su tormento e invocaban contra sus verdugos la venganza del cielo.
No es difícil imaginar el embrujo de pasear durante las noches de luna, en soledad, a lo largo de aquellos aposentos vacíos, patios, pasadizos, salas de recibo, mazmorras, torres y jardines. Por cierto que una de sus distracciones del solitario consistía en espiar, desde uno de los torreones y provisto de un catalejo, a los habitantes del Albaicín y de la ciudad que se extendían a sus pies. Resulta asimismo pintoresco su relato acerca de cuando, llegados los calores del estío, un conde granadino acudió a instalarse con su séquito de familiares y sirvientes, y no tuvo empacho en ocupar dependencias repletas de arabescos y de adornos, y hasta de organizar, muy andaluz él, un sarao acompañado de música flamenca con motivo de su onomástica. Irving era invitado, a diario, a las colaciones del conde.
Hablando de seducciones, también se conservan lugares dedicados, hace dos mil años, a relaciones venales. Si hay uno que resulta en especial llamativo es un lupanar de Pompeya, hoy rescatado. Cabe reconstruir su atmósfera enrarecida y sofocante a la luz de lámparas de aceite, intensos olores a humanidad que en vano pretendían disipar espesos perfumes, voces roncas de marineros y de obreros, suspiros fingidos entre eróticas pinturas murales. Ya en la puerta, alguna meretriz requebraba a los viandantes para atraerlos al interior. Conmueve especular acerca de la miserable vida de aquellas desgraciadas esclavas, obligadas a prostituirse en esas exiguas celdas sobre jergones depositados en lechos de mampostería. Las resonancias enjauladas entre esas angostas paredes dejan a uno sin aliento. ¡Se palpa un pasado ahíto de jadeos y jolgorios! Acaso hubo llantos también.
La vida allá dentro terminó, sin embargo, de súbito, una calurosa noche de finales de agosto. En las cartas de Plinio el Joven, dirigidas a Tácito, se describe al detalle la terrible destrucción de la ciudad durante la erupción del volcán, de la que fue testigo: Cuando se hizo de noche, pero no como una noche nublada y sin luna, sino como una habitación cerrada en la que se hubiera apagado la lámpara, podías oír los lamentos de las mujeres, los llantos de los niños, los gritos de los hombres… En una sola noche concluyó la vida cotidiana, el jolgorio, los mercados, los juegos en el circo, las ofrendas en los templos, amoríos juveniles, recreos infantiles. Murió Pompeya con sus gentes y sus sueños.
¡Cuántas emociones quedan cristalizadas en los turbios espejos de los palacios venecianos, testigos de festejos de carnaval! Fueron mudos observadores de enredos palaciegos, de amoríos ilícitos, de hurtos y de artes. Por no hablar de los ridotti, las antiguas casas de juego. Vecino a la plaza de San Marco se conserva intacto, si bien ignominiosamente convertido hoy en sede de la Alianza Francesa, el modesto ridotto de la procuratessa Venier. Se entra a través de un sotoportego sobre un canal. Un zaguán desconchado y una escalera angosta y destartalada dan acceso al sucinto piso, pequeña joya del XVIII pavimentada con baldosas de dibujos geométricos y decorada con mármol rosa, puertas de marquetería, cristales emplomados, filigranas de estucos, guirnaldas en los techos pintados al fresco y restos de los muebles originales, todo bastante deteriorado. En total, cuatro pequeñas habitaciones en otro tiempo destinadas al juego, la diversión y la intriga sensual. Es probable que el mismísimo Casanova, jugador incorregible, pasara más de una placentera velada en esos saloncitos, entregado al juego y al cortejo erótico. ¡Cuánto podrían contar, aquí también, los gastados azogues de sus lunas! Taconeos, voces, alegre entrechocar de copas rebosantes de espumoso Prosecco, exclamaciones de escándalo o de fervor por el juego, e incluso peleas, que eran frecuentes, han quedado adheridos a esos viejos muros descascarillados. En una suerte de trance, puede uno percibir resonancias dieciochescas para siempre aprisionadas entre ellos.
En sus célebres Memorias, Giacomo Casanova escribe: Al recordarme los placeres que viví, los revivo, y me río de las penas que pasé y que ya no siento. Y vaya si no pasó penas. Basta con asomarse a los famosos piombi, los sofocantes calabozos situados bajo las cubiertas de plomo del palacio de la Señoría de la serenísima República, y de los cuales escapó el libertino, una noche, saltando sobre los tejados vecinos a alturas de vértigo. ¿Qué es el amor? —se preguntaba él mismo, para responderse—: Una enfermedad a la que el hombre está sujeto a cualquier edad. Siempre cínico, también opinó, no sin razón, que lo que complace al hombre es, en todas partes, lo que está prohibido. A pesar de su apego a su Venecia natal, dejó escrito otro pensamiento lúcido: Para hacer que nos desagrade el lugar más delicioso del mundo basta con ser condenado a habitar en él. Y así no cesó su peregrinaje de desterrado forzoso. Acaso por ello dejó escrito: El desespero mata.
Las casonas coloniales de la Luisiana, a orillas del Mississippi, son otro sugerente ejemplo de viviendas bucólicas. Inmersas en una atmósfera subtropical y en la calima calentorra exudada por los pantanos cercanos, plagados de aligátores, la avenida de acceso, flanqueada de colosales encinas adornadas, cual guirnaldas navideñas, de spanish mosh, conduce siempre a una imponente fachada blanca de dos pisos, sostenida por una columnata. En torno a la casa se alargan porches en sombra, provistos de mecedoras y tumbonas de mimbre. Allí se hacía tertulia, en tiempos pasados, al caer de la tarde y durante las bochornosas noches estivales, atendidos por fieles criados negros. Cuesta creer hoy día, en medio de esa paz rural, que las fortunas de aquella sociedad sureña y cajún, de origen francés, que recibía a los hacendados vecinos en sus elegantes mansiones, se sustentaran, como la cosa más natural del mundo, de plantaciones de algodón donde laboraban, a golpe de látigo, centenares de esclavos. Kate Chopin, escritora rebelde de Saint Louis, dedicó su obra a retratar, con escalofriante detalle y en una enrevesada lengua creole, patéticas historias de mestizaje entre los colonos del bayou y las esclavas de color, así como los recelos y atrocidades provocados por el proverbial racismo.
Su conmovedor relato titulado El bebé de Desiré concluye cuando ésta, defenestrada por su joven marido al haberle dado un hijo con rasgos negroides, huye a pie de la propiedad. Él descubre entonces una carta de su madre, dirigida a su padre, donde revela: Por encima de todo, día y noche doy gracias a Dios por haber permitido que nuestro querido Armand —su hijo— no supiera nunca que su madre, que lo adora, pertenece a esa raza maldita por el estigma de la esclavitud. ¡Era él quien tenía orígenes de color, no su inocente mujer! Hélas ! Trop tard !
Cómo no mencionar, no lejos de allí, aunque más al sur, las mortecinas y decadentes casonas del Vedado y de Miramar, en La Habana, escenario en su día de fiestas pantagruélicas, donde se pactaron matrimonios de alta sociedad entre bailongos, boleros y habaneras, se concretaron negocios mafiosos, se tramaron maniobras políticas y se decidió el destino de cargamentos de esclavos africanos. Sumidas hoy en polvorienta nostalgia, impresiona esa especie de eterno retorno en el que viven sumidas, como en un sueño fosilizado: el de aquellos hacendados escapando, con lo puesto, de sus suntuosas residencias repletas de maravillas importadas de París, arrojados a un exilio sin retorno. ¡Pesadilla eternamente rediviva!
Dulce María Loynaz, poeta y burguesa que se negó a desertar de su amada isla y de su casa del Vedado tras la Revolución, dejó una memoria de aquella privilegiada sociedad de su juventud en su obra Fe de vida. En ella rememora aquellos amigos y parientes que hubieron de sufrir como un latrocinio el ver sus mansiones ocupadas por un hatajo de barbudos revolucionarios, con barro pegado a sus botas militares. Rememora ella como un epitafio:
Me ha tocado la triste suerte de ver derruidas o mancilladas las casas que viví y tanto amé. Haga Dios que la que hoy habito me sobreviva. Es la que menos he querido, pero la que me ha sido más fiel. Sí, haga mi Dios que en ella cierre los ojos, y no los vuelva a abrir si ha de ser para contemplar su destrucción o, lo que es peor, su ultraje.
Lugares, en fin, repletos de huellas de vidas pasadas, de presencias disipadas, de historias menudas y de provincianos mitos. Alojamientos desiertos donde perviven atrapadas las almas atormentadas o dichosas de gentes antiguas que vivieron su presente con la misma pasión con que hoy respiramos nosotros el nuestro. Tiempos fosilizados.
Jesús Greus. Nacido en Madrid, es escritor, licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Ha sido colaborador de los diarios ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc, de la revista digital española Narrativas y, actualmente, de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado como traductor para diversas editoriales españolas. Como conferenciante, ha sido invitado por el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid; la Universidad de Marrakech, etc.
Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech, ciudad donde reside actualmente. Es, asimismo, autor de los guiones cinematográficos Snapshots from Marrakech y The City of Flowers, ambos en proceso de preproducción. Es autor de:
–Ziryab (Editorial Swan 1988). Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Editorial Entrelibros, 2006.
–Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela.
–Así vivían en Al-Andalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009.
–Claro de luna. Obra poética.
–De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro.
–Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.
–Rebuscar entre las nubes. Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores. Ensayo. Huerga & Fierro, mayo 2015.
–Aquella noche en el mar de las Indias. Novela. Editorial Stella Maris. Mayo 2015.
🖥️ Web del autor: Espejismos (https://librocircular.wordpress.com/)
👀 Leer otros textos de este autor (en Almiar):
Los jimaguas (cuento cubano) ⋅ Ad Camorritensis Epistola ⋅ Un tranvía llamado Placeres (artículo) ⋅ Amor de otoño
Ilustraciones artículo: Harem (Topkapi Palace), Derzsi Elekes Andor [CC Attribution-Share Alike 4.0 International], via Wikimedia Commons ▫ Alhambra de Granada y Gran Canal de Venecia, por Pedro Martínez ©.
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 131 · 👨💻 PmmC · noviembre-diciembre de 2023
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