relato por
Juan José Sánchez González
E
staba en medio de la sala del museo dedicada a la vida campesina, en pie, confuso, mirando a su alrededor. Alto, delgado, la camisa parda que vestía flotaba en torno a su torso, el pantalón negro se desplegaba ancho y vacío como un saco alrededor de sus piernas y se recogía en su cintura sujeto por una basta cuerda. Calzaba sus pies sucios con espardeñas deshilachadas. En su rostro flaco y tostado, con una barba de varios días que azuleaba sus hundidas mejillas, los ojos castaños muy abiertos miraban perplejos la sala llena de viejos aperos de labranza, utensilios pastoriles y la recreación del interior de un chozo. En realidad, parecía una pieza más del atrezo, por lo que mi primer pensamiento fue que se trataba de alguna ocurrencia de la concejala de cultura. Al verme volcó sobre mí todo el asombro de sus ojos color tierra.
—¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy?
—¿Te ha mandado Marisa? No me había dicho nada… ¿Vais a hacer alguna performance?
—¿Qué? Yo… yo me acosté anoche y me he despertado aquí.
—Tengo cosas que hacer, ya está bien de bromas, dime para qué te ha mandado Marisa, podía tener la decencia de informarme sobre las actividades que piensa hacer en el museo.
—Me parece que me morí anoche y he venido a parar aquí.
La broma empezaba a cansarme. Le insistí para que explicase qué había venido a hacer y si pertenecía a una empresa de animación sociocultural. No me entendía. Repetía que se había muerto la noche anterior, que se había acostado con una presión muy fuerte en el pecho y muy enfadado y que se había despertado sobre el jergón de paja que formaba parte de la recreación del interior de un chozo. Empecé a pensar que se trataba de un loco que había logrado burlar la deficiente seguridad de nuestro pequeño museo local. Le amenacé con llamar a la policía. Su cara de perplejidad se transformó en espanto.
—No… no hagas eso, escucha… yo no soy malo, no he hecho mal a nadie en mi vida, pero cuando aprieta el hambre tienes que hacer cosas… y esos no lo entienden o no lo quieren entender, si me ven aquí… este no es mi sitio, yo no quería venir, pero me he despertado aquí.
Definitivamente lo tomé por alguien víctima de un grave trastorno. Intenté convencerle para que se fuera, pero no había manera. Estaba convencido de que por algún motivo había despertado en aquella sala y de que no podía alejarse de los objetos que habían formado parte de su realidad en otro tiempo. Para no provocarle una reacción violenta decidí seguirle el juego hasta que me pudiera deshacer de él. No parecía peligroso, por lo que decidí mantener la sala abierta al público que, como cualquier otro día, se reduciría a un puñado de visitantes. Aun así, me dejaba ver con frecuencia para mantenerlo vigilado. Él permanecía unas veces sentado en el borde de una de las tarimas que sostenían las piezas mayores, otras de pie en mitad de la sala, siempre mirando absorto lo que tenía a su alrededor. Una de las veces que pasé a su lado me dijo:
—Creo que ya sé por qué estoy aquí… yo me morí anoche, en otro tiempo… me morí de rabia, tenía una rabia muy grande por dentro… me moría de rabia cuando veía lo bien que vivían los señoritos y el hambre que pasamos nosotros reventando de trabajar. Pensaba, nos traen a este mundo como a un animal más, en la miseria de un chozo o un cuarto, de chicos nos enseñan a base de palizas que nuestra vida será trabajar y obedecer… y trabajar para nunca poder escapar del hambre… viendo cómo los tuyos van muriendo de hambre, pena y enfermedades… y yo me decía, la gente que venga después nunca sabrá esto… sabrán lo que los señoritos hayan contado, igual que no sabemos nada de los desgraciados que fueron como nosotros en otro tiempo, con los romanos y con los moros. Sufrimos para nada… yo ya no creo en Dios ni en nada de eso, no creo que haya un sitio peor que este después de muerto, no creo que los buenos vayan a un sitio mejor, todos vamos al hoyo. Me he muerto de rabia y he aparecido aquí para que la gente de tu tiempo conozca todo lo que sufrimos nosotros. Por eso mostráis estas cosas, no son bonitas ni muy viejas, las mostráis para que no se olvide nuestro sufrimiento, las mostráis por justicia.
Al hablar sus ojos enrojecieron y le temblaba la voz. Estaba totalmente convencido de lo que decía y yo no me atrevía a contradecirle. Solo pude encogerme de hombros. Era conmovedor el grado de enajenación de aquel pobre muchacho.
En ese momento llegaron a la sala un par de visitantes, una pareja con aspecto de emigrantes jubilados. No repararon mucho en nosotros, pese al extravagante aspecto de mi acompañante. Con frecuencia montamos representaciones sobre temas históricos para intentar atraer nuevos visitantes. Ahora no me atrevía a dejarles solos en la sala con aquel tipo. Estaba convencido de tener una misión, de que había viajado en el tiempo para ser la voz de los desgraciados del pasado.
La pareja de jubilados hablaba entre sí, aunque lo suficientemente alto como para que se les escuchara. El hombre pretendía dar una lección magistral a la mujer sobre la vida campesina. Se recreaba especialmente en el modo de usar el trillo con su aspecto de vehículo prehistórico dotado en su base con dientes de pedernal. Ella asentía a sus explicaciones y apenas le replicaba. El que se creía un campesino los miraba atentamente. Movía los labios sin articular palabra. Quería intervenir, decirles algo, pero no se atrevía. La pareja no reparó en él y continuó hacia otra sala.
—Se van… él tiene idea de cómo se usaban estas cosas, pero no lo que te hacían aquí y aquí —dijo señalando primero su espalda y después su cabeza, mientras miraba cómo los visitantes se alejaban por la siguiente sala.
No contesté. Su inesperada timidez contrastaba con su decidida desesperación. Estaba convencido de tener una misión que cumplir, pero le faltaba resolución. Pensé que quizás no estaba tan loco como parecía.
En ese momento llegó Marisa, la concejala de cultura. Me buscaba por algún asunto relacionado con la gestión del museo. Al entrar en la sala quedó sorprendida por el extravagante aspecto de mi acompañante. Me saludó sin mirarme, esperando alguna palabra del fantoche que tenía delante, pero este se limitaba a mirarla con sus grandes ojos terrosos llenos de asombro.
Hice las presentaciones como pude. Al campesino le llamé Ernesto, puesto que ni siquiera sabía su nombre, y me inventé una historia sobre voluntarios culturales aficionados al teatro que pretendían representar cómo era la vida campesina a comienzos del siglo XX. Marisa se limitó a decir «muy bien, muy bien». Después, a solas, me reprochó que no le hubiera informado de nada pero que le parecía buena idea, después de asegurarse de que no le costaría ni un céntimo al ayuntamiento. Era una forma de salir del paso, no quería que se me acusase de ser negligente respecto a la seguridad del museo. De todos modos, debía buscar la forma de echarlo de allí.
Todavía no se había ido Marisa cuando llegó otro pequeño grupo de visitantes. Decidió ver a nuestro voluntario cultural en acción. Seguimos al grupo, dos hombres y dos mujeres entre los que un tipo bajito con una voluminosa tripa parecía llevar la voz cantante. Pretendía saberlo todo. Ignoraba los paneles explicativos y las cartelas. Era un tipo presuntuoso que se las daba de listo y de gracioso. Los demás reían con sus ocurrencias, nada interesados en el contenido de la exposición. Nadie le replicaba. Al llegar a la sala del campesinado echó una rápida ojeada a nuestro voluntario y dirigió una mueca de burla a sus acompañantes.
Ante el silencio de Ernesto, Marisa se adelantó para informar al pequeño grupo que aquel joven estaba allí para explicarles cómo era la vida de los hombres del campo a comienzos del siglo XX, que era una iniciativa de la concejalía de cultura para hacer más didáctica la exposición del museo. El pequeño líder del grupo atendía contrariado a las palabras de la concejala. Era evidente que lo único que le hacía agradable la visita al museo era poder ser el protagonista durante un rato.
Todos esperábamos expectantes a que Ernesto hiciera algo. Tan alto y tan flaco, perdido en sus ropas, permanecía quieto y en silencio en medio de la sala. Marisa, impaciente, le lanzó un «vamos muchacho» que lo desconcertó aún más. El pequeño líder recuperó el aplomo que por un instante había perdido e ignorando la presencia de Ernesto comenzó a dar su particular versión de los hechos. Su idea principal consistía en que en aquellos tiempos todo era mejor, el pan, el queso, las lechugas, los tomates, la carne de pollo, cerdo o ternera, todo lo que el campo era capaz de proporcionar era más sano y tenía más sabor que lo que se produce hoy, cuando todo lo que comemos está lleno de mierda química y sabe a lo mismo, que la vida era más sana y más noble, que las personas eran más honestas y fuertes, una época de personas recias que necesitaban muy poco para vivir y nunca se quejaban, a diferencia de los jóvenes de hoy.
Ernesto escuchaba atentamente a aquel tipo y a medida que hablaba su rostro se alteraba hasta el punto de no poder contenerse.
—¿Qué sabrás tú de lo que es esa vida? ¿Que no nos quejamos? ¿Nos podemos quejar? ¿Sirven nuestras quejas para otra cosa que para que nos muelan a palos y nos echen como a un perro del cuartucho en que vivimos?
Todos quedamos paralizados observándole. Su flaco cuerpo alto temblaba y sus ojos chispeaban de rabia.
—Sobreactúa, no me gusta y mucho menos que moleste a los visitantes —me susurró al oído Marisa.
—Muchacho, ¿qué sabrás tú? —contestó el pequeño líder con su redonda tripa inflándose y desinflándose al ritmo de su acelerada respiración, repuesto de su sorpresa—, otro al que le han contado un cuento en la universidad. ¿Qué edad tienes? Veinte o veinticinco años, qué sabrás tú de esa vida… A vosotros os han educado con todas las comodidades, no sabéis lo que es la vida de verdad.
—Esa es mi vida —respondió Ernesto, adelantándose hacia el grupo de visitantes.
Temiendo lo que pudiera hacer intervine.
—Basta, Ernesto, nuestros visitantes no están interesados en tus explicaciones.
Volvió hacia mí su furiosa mirada terrosa.
—No, no estamos interesados, muchas gracias —concluyó el señor bajito y continuaron hacia otra sala.
Marisa me llevó aparte y me ordenó que me deshiciera cuanto antes de Ernesto. Intenté defenderle inventándome un cuento sobre que procedía del teatro de la experiencia, que no pretendía dar una explicación aburrida de las cosas sino transmitir la experiencia vital de la época. Marisa me contestó que las moderneces estaban bien mientras no asustaran u ofendieran al visitante. Decidió darle una segunda oportunidad siempre que se mostrase respetuoso, recordándome de paso que mi puesto dependía de que el museo tuviera visitantes que justificasen el gasto. Le aseguré que así sería.
A Ernesto no le gustó que le reprochase el modo en que había actuado.
—Yo estoy aquí para que la gente de tu tiempo sepa cómo sufrimos los pobres de nuestro tiempo. Si no lo cuento yo nadie lo hará.
—Mi objetivo es que los pocos visitantes que tenemos y que justifican mi sueldo estén a gusto, porque si nadie viniera cerrarían el museo y me plantarían en la calle. Ni siquiera soy funcionario, solo un laboral fijo, así que si no vas a comportarte vete a otro sitio con tus historias.
Aunque disgustado con mis palabras, me juró por su vida que no ofendería a nadie, que intentaría explicarse de un modo más amable.
Poco tardó en romper su juramento. Un tipo vestido como un viejo maestro de escuela, con chaleco de lana y camisa a cuadros, con un pequeño bigote gris bajo una nariz gruesa y colorada, había entrado al museo acompañado de varios amigos. Se llamaba Alberto Quintana. Lo conocía bastante bien y no era porque me cayera simpático precisamente. Sus ideas no me gustaban nada. Me temí lo peor e intenté sacar a Ernesto de la sala antes de que llegasen a ella. No fue posible, no quería alejarse de los objetos que representaban su vida.
Desde que se inauguró el museo, en distintos medios de comunicación locales y regionales, Alberto había criticado la orientación ideológica que, según él, se le había dado a la exposición permanente. Solía hacer visitas de este tipo, acompañado de pequeños grupos, ante quienes desacreditaba nuestro museo. En su opinión, nuestro modesto museo local sin pretensiones era una fábrica de odio. En él no se cantaban alabanzas a nuestra gran nación, a su historia épica e inmortal, a su inmensa labor de civilización. Nuestro museo atizaba el odio entre hermanos resaltando las partes feas y oscuras del pasado. La sala del campesinado era, por así decir, la máxima expresión de esa exaltación del odio. Como repitió una vez más ante sus nuevos acompañantes y frente a Ernesto, en el que apenas había reparado para torcer la cara en una mueca de desdén, la intención de aquella sala era excitar el deseo de revancha. Se pretendía recrear una lucha entre hermanos que realmente no existió, al menos no de forma natural. Fueron malsanas ideas importadas del extranjero las que sembraron la discordia entre quienes siempre habían convivido pacíficamente. Cuando la nación se sentía como una sola, cuando el campesino asumía que su función era labrar el campo, al igual que los demás grupos sociales cumplían con sus respectivos deberes, la nación no sólo logró expulsar a los extranjeros que habían invadido su patria, sino también crear el mayor imperio de la historia.
—En esta sala se pretende transmitir una visión sesgada e interesada de aquel pasado. La sencillez y dureza del tiempo se hace pasar por miseria, como si lo natural fuera nuestro modo de vida lleno de comodidades innecesarias. Quienes construyeron nuestra nación vivieron así, de aquí salieron quienes expulsaron a los moros y quienes conquistaron América —decía, señalando la variada colección de aperos agrícolas—. Con estas herramientas se creó nuestra riqueza, qué digo riqueza, la grandeza de nuestra nación y ya veis, aquí se exponen como las evidencias de una injusticia, como si se hubiera podido hacer de otro modo en aquellas condiciones.
Alberto Quintana, dejándose arrastrar por la emoción, alzaba su voz, que resonaba en todo el museo. Yo miraba a Ernesto que, si bien al principio no parecía comprenderle, cuando vislumbró el sentido de su discurso empezó a agitarse. Apretaba con fuerza sus puños, su rostro empalideció, me miraba angustiado, sintiéndose arrastrado por una emoción que le obligaba a traicionarme. Estaba a punto de estallar. Me disponía a intentar calmarlo cuando explotó.
—¡Con esas herramientas solo se hace la riqueza del rico y la fatiga del pobre, yo me he muerto reventao y lleno de rabia!
Alberto y sus acompañantes miraban sorprendidos la extraña figura que les hablaba, como si acabaran de verlo ahora. Intervine para intentar dar una explicación verosímil a su presencia en la sala, pero nadie me prestaba atención.
—Esto es lo que faltaba, no les basta con el modo de exponer las cosas, hace falta también un imbécil disfrazado que manipule descaradamente nuestra historia… Os estáis encumbrando —esta vez Alberto se dirigía a mí— pero ya falta poco para que las cosas empiecen a hacerse como Dios manda y se cuente la verdad.
Sin dejarme replicar se giró dándome la espalda, alejándose con su grupo hacia la sala contigua.
Ernesto los miraba mientras se alejaban. Temblaba y se mordía los labios. Había comenzado a llorar. No decía nada, tampoco trataba de ocultar las gruesas lágrimas que resbalaban por sus curtidas mejillas flacas, ni la sofocada respiración que agitaba su pecho. No reparaba en mi presencia. Decidí dejarle solo un rato.
Poco después, mientras conversaba en la recepción del museo con uno de los empleados de mantenimiento del ayuntamiento, escuchamos un fuerte estrépito de golpes y cristales rotos. Ambos corrimos en busca del origen de aquel ruido. Cuando llegamos a la sala del campesinado encontramos a Ernesto golpeando con una horca todos los objetos que tenía a su alcance. La estancia estaba revuelta, la escenografía del chozo destruida, había lanzado contra ella la ruda mole del trillo, las vitrinas rotas con su contenido de queseras, cazos y cucharas de madera desparramado por el suelo, algunos de los cabos de las herramientas más delgados estaban partidos en dos, las demás desperdigadas por el suelo… Era peligroso acercarse a él. Con la horca entre las manos se revolvía golpeando furiosamente todo cuanto tenía alrededor. Le gritamos para que parase, pero solo lo hizo cuando quedó agotado.
Le pregunté a gritos que por qué había hecho eso.
—Estas cosas —respondió en un susurro, con la voz entrecortada por la agitada respiración— siempre estas cosas… son las que me han quitado la vida… y ahora no me dejan hablar… siempre han dicho lo que ellos quieren que digan.
Pronto se supo en todo el pueblo lo que había pasado en la sala del campesinado del museo. Marisa me puso de vuelta y media y amenazó con despedirme. En cuanto a Ernesto, fue detenido por un par de agentes de la policía local sin oponer resistencia. Estaba abatido cuando se lo llevaron, con la mirada perdida y sin decir nada. No llevaba documentación y los pocos datos personales que consiguieron sacarle no constaban en ningún archivo. Era un indocumentado, un inmigrante ilegal, lo que enfureció aún más a Marisa, aunque finalmente no tomó represalias contra mí. Sabe que todo cuanto hago por el museo es con la mejor de las intenciones y las piezas rotas no eran especialmente valiosas, enseguida fueron repuestas. Además, el escándalo hizo que por un tiempo el número de visitantes aumentara. Después todo volvió a la normalidad, como si nada hubiera pasado.
Ernesto o como sea que se llame fue recluido temporalmente en un centro de internamiento para inmigrantes, desde donde sería trasladado a uno de esos campos de concentración situados fuera de las fronteras europeas donde ya nada vuelve a saberse de ellos. No sé qué habrá sido de él, solo quería que lo escuchasen, pero no sabía cómo contarnos su historia.
Juan José Sánchez González, Villafranca de los Barros (Badajoz). Doctor en Historia del Arte. Además de diversas publicaciones relacionadas con su profesión, tiene publicados diversos relatos en las revistas literarias Ariadna RC, Almiar, Narrativas, Relatos sin Contrato (RSC) y Pluma y Tintero, y también en antologías como El Vuelo de la Palabra, El cuento en Extremadura en 2015 y 2016, en la 1.ª y 2.ª Antología de relato corto publicada por Serial Ediciones y Palabras Contadas de La Fragua del Trovador.
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Ilustración relato: Imagen realizada con técnicas de IA a partir de un original de Pedro M. Martínez. Algunos derechos reservados.
Revista Almiar • n.º 138 • enero-febrero de 2025 • 👨💻 PmmC • MARGEN CERO™
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