relato por
Pedro García Pinto

 

E

ra menor cuando llegué a Madrid. Tenía la plata justa para entrar como turista. Toda mi demás platita la había gastado allá para conseguir aquel pasaporte que no era bueno, pero lo conseguí gracias al Viejo y muy a su pesar. Luego ya me sirvió porque en Madrid se fijaron más en otras cosas. Al pasaporte, sellazo y ya está.

Yo tenía cuerpo de mujer desde los trece. El Viejo era un demonio pero también le debo muchas cosas. En su tienda me fió comida cuando me quedé sola al morir mi mamá. Luego empezó a requerirme: que me abriera la blusa. Solo por eso rompió el papel con todo lo que le debía. Que me la quitara, y pues. Días más tarde, después de darme plata en la mano, él mismo me desabrochó y anduvo tocando un rato. Era suave, a pesar del temblor y el ansia que le notaba y nunca me hizo daño. No me gustaba nada, pero no tenía otra manera de sobrevivir. Mis tetitas me dieron de comer y para comprar algo de ropa. Iba a verle una o dos veces a la semana. Él quería que fuera cada día. Hasta que una tarde me ofreció mucho, yo nunca vi ni tuve tanto dinero, por verme desnuda del todo en su trastienda. Salí corriendo asustada. Pero al rato volví y sus ojos se alegraron tanto que volteó la tablilla y mantuvo cerrada la tienda buen rato. Solo dejé que me tocara por arriba y mira que porfió veces bajando la mano. Caí en la cuenta de que cuanto más él lo deseara, más plata podía obtener cuando se lo terminara permitiendo. Ya estaba acostumbrada y no me parecía que me pudiera pasar nada malo por ello. Solo las manos.

Un día que me manoseaba con una mano —yo sabía dónde tenía la otra— sus ojos parecían tener mucha fiebre. Casi temblando de calentura me dijo un número. Le contesté diciendo el doble. Sí, sí, suspiró y me acarició por abajo. Terminó haciéndome gemir, casi gritar. Aquella noche conté todo lo que tenía ya reunido en la bolsita que ocultaba en mi almohada. Fue entonces cuando empecé a procurarle por un pasaporte. No quería que me marchara. Negó conocer a nadie que me lo pudiera proporcionar pero yo sabía que sí. Dejé de ir por la tienda más de una semana. Como entonces no tenía yo celular aún, no sabía cómo localizarme. Cuando asomé otra vez por allí al cabo de los días, casi salió corriendo para voltear la tablilla. CERRADO. Me planté intransigente. Ni siquiera me abriría la blusa si no me decía qué tenía que hacer para lograr un pasaporte donde pusiera que tenía diecinueve años. Terminó por darme una dirección. Hasta que no comprobé que todo iba, no volví a su tienda. Aquello me costó que recorriera con sus dedos todos los caminos de mi cuerpo, hasta donde no había llegado nunca. Su aliento no era bueno, pero bien que me lo rogó, para que le dejara buscar mis huecos con su lengua. Solo las manos, era mi condición.

Dos días antes de llegar a Madrid metieron a mi hermano preso. No lo supe hasta haber pisado España. No contestaba al celular. Sola en un país y una ciudad que no conocía. Fueron las peores horas de mi vida. El muy cojudo de mi hermanito había intentado venderle cien euros de maría a un policía cincuentón que frecuentaba el bar donde él era camarero. Nadie del redor sabía que el tipo era madero. Como el muy pinche ya había reincidido, fue a la jaula con un expediente de expulsión. Tenía su dirección y, después de perderme dos veces en el subte para tomar el Cercanías, conseguí llegar al pueblo donde vivía con su novia, realquilados en una habitación. Ella me explicó todo lo que le tengo dicho en pocas palabras y terminó: «Ya no somos novios». No quiso oírme más, ni mucho menos dejarme traspasar su puerta. Me botó de allí la perra, como escupiendo.

Todavía no sé ni cómo me vino la idea. Dormiría en el aeropuerto. Me fue menos difícil llegar esta vez. Abrazada a mi troly conseguí dar unas pocas cabezadas. Tanto suplicio y el cambio de horas me hacían pensar que nunca volvería a dormir.

 

No sé si me apetece seguir narrándote mi vida. Lo que viene ahorita no es ya nada especial, la misma historia de muchas mujeres.

 

* * * *

 

—No la vuelvas a llamar así.

—¿Qué…, el qué?

—Que no la vuelvas a llamar mami. Lo odia.

Me acordé entonces de todo lo que ella misma me había contado de su juventud. De su llegada a España.

Me hacía gracia aquella situación de matrioska inversa que asumía la Uxi. Ella, con sus veintipocos años años haciendo de madrecita, de protectora de la negra Fanny. Cierto que Uxía era ya también madre y protectora, pero allí se supone que era la última en ese escalafón y de repente se había transfigurado en la pachamama que nos protegía a todos. A mí, porque por aquel entonces daba la impresión de algo de desvalimiento y por ello notaba cómo todas las mujeres que me trataban lo hacían con un cierto aire maternal. Y a Fanny porque estaba viviendo momentos difíciles y lo que menos necesitaba era que un patán como yo le recordara tiempos aciagos.

—¿Fue… eso? ¿Mami?

—¿Tú que crees?

 

Tiene Uxía el pelo negro como el azabache y la piel blanca como la leche. Fruto de cruces raciales que en su tierra no es raro. Sus ojos son pequeños, más juntos de lo que debieran y su nariz tampoco entona con su pequeño rostro. Es una nariz grande y algo curvada. Un día le dije de broma que de mayor iba a parecer una de esas muñecas de pañuelo en la cabeza y toca con una verruga en la nariz, con escoba, una meiga, y mitad enfadada, mitad risueña me dio un manotazo. Su bebé no debe tener más de cinco o seis meses y tras el parto se estilizó su figura aunque marcando unas caderas poderosas y un pecho rotundo que se adivina firme y es el imán que atrae las miradas masculinas. Ella lo sabe y sus camisetas suelen tener un escote generoso que muestran tal vez algo más de lo habitual, pero desde luego menos de lo deseado. Y ella lo sabe.

—Un día cualquiera de estos que bajes por la tarde a tomar tu infusión y esté sola como otras veces tírale de la lengua. No es remisa ni oculta su pasado a los amigos. Pero tampoco lo va contando a todo el mundo.

Y ese día, sin preguntar gran cosa, Fanny me contó lo que quiso de su historia que es, por desgracia, como la de tantas otras chicas que llegaron soñando. Tal vez algo más afortunada. La dejamos el otro día en el aeropuerto, que dio como lugar seguro. No se equivocó demasiado, porque casi todos los demás sitios a los que acudió estaban rodeados de peligros.

—Nunca he sido religiosa —me contaba—-. Mi mamá sí rezaba y me llevaba a la iglesia de niña, pero dejé de rezar cuando vi que a ella no le sirvió de nada rezar a la Virgencita para que la curase. No obstante, el policía del aeropuerto era un buen hombre y me dio la dirección de una iglesita adonde a veces acudían otros latinos, sobre todo señoras. Llegué esa misma tarde hasta ella en un día caluroso y me senté en un banco del final. Por ser día de entre semana a la misa solo acudieron unas beatas. Ninguna tenía pinta de ser de allá, de mi tierra. Aquella noche no volví a dormir al aeropuerto y aquel fue mi gran error. Cuando cerró la iglesia hube de marchar y me sentía sola y asustada. Pero sí es verdad que en aquel barrio se veían bastantes latinos. No quería gastar la poca platita que me quedaba, pero pensé que tomar un refresco en un bar que se anunciaba con nombre de allá me permitiría tal vez encontrar a alguien que quisiera ayudarme.

Pregunté a la señora que atendía a la barra si me dejaría dormir en el suelo cuando cerrase si le ayudaba a fregar y a limpiar. Me miró raro. Luego se echó una carcajada. «Mira, negrita —me dijo—. Esto no es un hospicio y yo no necesito ayuda. ¿De adónde eres?—». No tenía muchas opciones. Le conté cómo había llegado en busca de mi hermano y cómo este estaba guardadito en prisión. Estaba dispuesta a trabajar en lo que fuera para poder subsistir. «¿En lo que sea, mi niña? ¿Seguro?» —me contestó. No sabía yo que había firmado mi condena.

 

Aquella noche dormí ya en casa de la gorda Camila. Cuando advertí que a la puerta rondaban unos guarachos tomando, pensé que si ganaba algo de plata y aguantaba unos pocos días podría salir y buscar algún trabajo decente. Total, el viejo ya había abierto el camino de la sangre. Qué equivocación. La gorda me ocupaba cada noche con cinco o seis pinches pero me decía que no me podía pagar plata hasta más tarde.

Ese camino parece que no tiene vuelta atrás. También es verdad que pasados los primeros días aquella vida no era tampoco la peor. Salvo la humillación, claro, de aguantar a veces a tipos difíciles que pedían cosas que al principio les negaba. Lo terrible era lo que allí mismo contaban de otras chicas. Había muchachas esclavas rodando por garitos que no eran dueñas de sí mismas. La gorda Camila me tenía asustada con denunciar la falsedad de mi pasaporte y cierto era que allí acudían policías a los que no les cobraba. Llegó un momento en que me tomó cariño, también es verdad que yo era su principal fuente de ingresos, y no voy a negar que llegué a quererla algo también. No es fácil adivinar hasta qué punto puede sentirse sola y desamparada una mujer en un país extraño. Donde quiera que encuentra algo de calor se arrima, como un cachorrillo de cualquier animal se ahíja a la primera teta que le ofrece de mamar. Hasta me pareció que aquello se parecía a una familia y sé bien que la gorda Camila no consintió en venderme, sabiendo yo que le hicieron buenas ofertas por mí, como si una potranca fuera. Yo le decía Mami, como las otras chicas pero ella me decía muy quedito que solo yo era su hijita.

Así pasaron varios años y una noche, ya avanzada la madrugada, Camila trastabillando se sentó en un sillón que era su favorito, pero con la cara pálida y respirando con dificultad. Como un ronquido. Tenía los ojos cerrados y cuando me acerqué a auxiliarla no podía hablar. La boca se le había torcido y un hilo de saliva le corría por la barbilla. Solo quedaba una chica atendiendo a su cliente y las otras cuatro acudimos a ver cómo la podíamos ayudar. Llamé a las asistencias. Una médico joven la estuvo escuchando con las gomas y en la misma ambulancia la trasladaron. Yo era todavía solo un poco más que una niña pero me había hecho mujer en aquel tiempo. No solo me hice cargo de atender a Camila en el hospital sino que organicé la casa a su vuelta para que no le faltara nada. Conseguí que todo lo demás siguiera como hasta entonces. Alguna lo aceptó a regañadientes pero saqué no sé de dónde una autoridad que nunca había ejercido.

Luego pasaron varios años más así. Me hice dura. Era la que organizaba el negocio, ordenaba las compras y ponía orden entre las chicas. Cuando salió Camila del hospital era, aún joven, como una vieja inválida. La había acomodado en la mejor habitación de la casa y nunca le faltó nada. Había perdido el habla y lloraba con frecuencia. Las demás chicas empezaron a llamarme «mami». Curiosamente no me molestaba. Me daba autoridad y fuerza. Dejé de ocuparme con los clientes y solo hubo un muchacho barbilindo que me sorbió el seso, pero eso duró poco.

 

Una mañana, sin esperarlo, Camila amaneció muerta. Me encargué de que tuviera un buen entierro. Alquilé por diez años una tumba en un buen sitio del cementerio y le encargué una hermosa cabecera de mármol. Confieso que me hice con casi todo el dinero en metálico del que Camila me había revelado el escondite. Tenía también una buena cantidad en una libreta pero esa se la llevará el Gobierno. Pinche gobierno. Una mañana, sin decírselo a nadie me hice mi maleta y llegué hasta aquí, a tantos kilómetros. Tomé un apartamento y el traspaso de este bar y eso es todo. Sé que tu lengua es prudente y guardarás todo esto que te he contado.

 


 

Pedro García Pinto. Autor natural de La Palma del Condado (Huelva, España). Fue cofundador y editor de una revista literaria de ámbito local llamada Juglarías que no superó los ocho o nueve números. Participó en el V Aniversario de la Revista Almiar (2006) con el relato A tiro limpio.

 

👁 Leer otro relato de este autor (en Almiar): Lavín

 🔗 Web del autor: http://cartadelbueyapis.blogspot.com.es/

🖼 Ilustración: KlausHausmann / Pixabay [public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) n.º 97 marzo-abril de 2018

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