relato por
Antonio López-Peláez
A
brió los ojos a duras penas y vio a través de la ventana abierta una sotana tendida a secar en el patio, entre haces de leña seca y arriates de azucenas. El sol caía de plano sin proyectar sombra y supuso que debía de faltar poco para el mediodía. Trató de despegar la cabeza de la almohada, pero no fue capaz siquiera de eso. Se encontraba tan extenuado como antes de quedarse dormido. Se limitó a cambiar de postura y recostarse sobre el lado opuesto volviendo a entornar los ojos. Desde la galería, al otro lado de la puerta, llegaba el sonido monocorde de los hermanos cantando las antífonas de vísperas. Y se alegrarán cuantos en ti confían, exultarán por siempre. Tú los protegerás y en ti se regocijarán aquéllos que aman tu nombre. Notó que Evandros, desde los pies de la cama, tiraba con las uñas del borde de la colcha y trató de espantarlo con un grito, pero el gato no se dio por aludido y siguió incordiando con toda tranquilidad hasta que llamó su atención un petirrojo que se había posado a picotear algo en el alféizar. Soltó la colcha en el acto, cruzó la celda sigilosamente y pegó un brinco en dirección a la ventana sin acordarse de que no tenía más que tres patas. El salto se quedó corto, y Evandros rebotó contra la pared y cayó al suelo con un bufido sobre los cuartos traseros mientras el petirrojo lo observaba impertérrito sin moverse de su sitio.
No estás mucho mejor que yo, pensó. Luego cerró los ojos de nuevo y volvió a caer en un duermevela que se prolongó hasta el final de la mañana, cuando el hermano Timoleón irrumpió en la celda abriendo la puerta de un empellón. Venía con el mandil de la cocina puesto sobre el hábito y traía una bandeja con un tazón de sopa caliente y un frasco de doxiciclina.
—Cristo ha resucitado —saludó al entrar.
Se giró hacia él medio adormilado y se aclaró la garganta antes de responder.
—Verdaderamente —murmuró—, ha resucitado.
El hermano se aproximó sin apresurarse, esperó hasta que consiguió incorporarse sobre los codos para apoyar la espalda en el cabecero y luego le posó la bandeja en el regazo con gesto adusto.
—Coma antes de que se enfríe —se limitó a decir.
Empuñó la cuchara y obedeció sin rechistar mientras su ángel custodio aguardaba en pie junto a la ventana, secándose el sudor de la cara con un pañuelo.
—¿Y Evandros? —preguntó con la boca llena—. ¿Dónde se ha metido?
—Es un gato —gruñó el hermano—. ¿Qué más da dónde esté?
No le faltaba razón, de manera que lo dejó correr y siguió comiendo en silencio sin derramar una sola gota de sopa a pesar de los escalofríos y la rigidez de los dedos. Cuando terminó la última cucharada, se limpió las comisuras con la manga del pijama, abrió el frasco de la doxiciclina y se tragó dos comprimidos en seco. Después trató de eructar, pero no fue capaz de hacerlo, conque dio el refrigerio por liquidado y pidió al hermano Timoléon que se llevase el cuenco vacío. El monje asintió con un gruñido, se acercó a la cama y colocó bajo su almohada un cordón de oración y una ramita de romero sin molestarse en dar explicaciones. A continuación, recogió la bandeja y se dirigió al corredor con un suspiro de cansancio poco habitual en él.
—Queda con Dios —murmuró al cruzar el umbral.
—Que él te guarde.
A pesar de lo poco que se gustaban mutuamente, no pudo evitar sentirse una vez más en deuda con el hermano. La comida y la medicación le habían hecho cobrar suficientes fuerzas para enderezar el día, o al menos para intentarlo. No sólo se había sacudido de encima el sopor de la mañana, sino que la fiebre parecía haber bajado y se sentía incluso dispuesto a tratar de moverse. Respiró hondo unas cuantas veces, y acto seguido se giró para sacar las piernas de la cama, echó mano a la muleta que acumulaba polvo junto al cabecero y se puso en pie lenta y trabajosamente, pero sin sentir el menor atisbo de dolores o mareos. Luego apretó los dientes y echó a andar en dirección a la puerta con pasos cortos y vacilantes. El hermano Timoleón la había dejado entreabierta, de manera que no tuvo más que empujarla con el codo para salir al patio interior del convento, barrido y fregado a conciencia por los novicios durante la mañana. Renqueó a duras penas hasta el aljibe y se sentó en el brocal, a la sombra del emparrado, sudando a chorros y boqueando como un pez fuera del agua. Cuando por fin recuperó el resuello y levantó los ojos del suelo, vio a Evandros tumbado al sol en lo alto de la tapia mientras se lamía tranquilamente el muñón. Ambos se quedaron vigilándose de soslayo sin moverse de donde estaban hasta que se abrió de golpe el portalón del establo y apareció el abad Sotirios pertrechado con unos guantes de trabajo y unas tijeras de podar. Caminaba con la espalda muy derecha y la mirada alta, aunque resultaba imposible no fijarse en cómo arrastraba los pies.
—Cristo ha resucitado.
—Verdaderamente, ha resucitado.
El anciano se apoyó en la baranda forzando una sonrisa fatigada y echó un vistazo a su alrededor con cierta extrañeza, como si notara algo desacostumbrado o fuera de lugar.
—¿Cómo va todo, padre?
—De mal en peor. Se me olvidan cada vez más cosas, y luego se me olvida que se me han olvidado. Y nadie se atreve a decirme una palabra al respecto.
—Fingir que no ocurre nada no deja de ser un intento de ayudar.
—Lo sé. Por eso no protesto. Por eso y porque de momento tampoco se han atrevido a hablar del tema al obispo ni al vicario general.
Tú lo has dicho, pensó: de momento.
—En cualquier caso —suspiró el abad—, por mucho que me falle la memoria, si tengo estas tijeras en las manos está claro lo que he venido a hacer aquí.
Llegado a esta conclusión, se apartó bruscamente de la baranda para subirse en una banqueta y emprender la tarea de podar uno a uno los brotes más débiles de la enramada de la parra, poniendo buen cuidado en cortar a ras de tallo, sin dejar muñones ni desgarrar la corteza. Evandros, entre tanto, se bajó parsimoniosamente de la tapia, se acercó a los frutales del hermano cillerero y empezó a afilarse las uñas de la pata sana en el tronco de un peral recién injertado. El padre le miró de soslayo, pero optó por seguir con lo suyo y dejarle perpetrar el destrozo a su albedrío, conque se imponía tomar cartas en el asunto: tras unos minutos de espera, una vez que tanto el gato como su amo se habían olvidado de la presencia de un tercero en discordia, se agachó para coger un guijarro de buen tamaño del suelo, y acto seguido apuntó al cuerpo rollizo de Evandros y lo lanzó con tal fuerza que el hombro estuvo a punto de salírsele de sitio. Le acertó de lleno en las costillas y le hizo desplomarse como un muñeco de trapo con un aullido de dolor que sobresaltó al monje, distrayéndole por un instante de la poda.
—Deje tranquilo al gato —ordenó sin levantar la voz.
—¿Ha visto lo que se traía entre manos?
—Me he dado perfecta cuenta. Aun así, déjelo tranquilo.
—Usted manda, padre.
—Ése es justo mi cometido aquí: mandar.
Dicho esto, el abad se bajó de la banqueta, sacó un pulverizador del saquillo del hábito y comenzó a rociar metódicamente con fungicida todos y cada uno de los cortes que acababa de hacerle a la parra. Mientras, Evandros se arrastró a duras penas hasta detrás de las tomateras plantadas bajo el saledizo y se quedó completamente inmóvil, con las orejas caídas y el vientre pegado al suelo. Dos alondras sobrevolaron el patio persiguiéndose mutuamente sin demasiado empeño. Un limón maduro cayó de la rama al suelo y rodó sin ruido hasta la rejilla de drenaje. Del otro lado de la tapia llegó el sonido de los cencerros del rebaño del cabildo de Eleuterna, que regresaba al valle al caer el sol desde los pastizales de la meseta. Por un momento, tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido. De que aquella tarde anodina era la misma tarde del día anterior, y también la del siguiente. Señal seguramente de que le estaba volviendo a subir la fiebre.
—Cuando Dios Todopoderoso se propuso dar forma al mundo —reflexionó el padre en voz alta mientras raspaba el moho de un tallo—, dio en crear ni más ni menos que un huerto.
—Cierto. Un huerto en Edén, al Oriente. E hizo nacer de la tierra todo árbol agradable a la vista y bueno para comer.
El anciano se acercó a la bomba del aljibe, agarró la palanca con fuerza y tiró de ella una y otra vez hasta que brotó un chorro de agua turbia que utilizó para lavarse la cara y las manos a conciencia.
—Para él fue fácil —gruñó mientras se secaba con la manga del sayal—. Yo, en cambio, le he dedicado a este lugar horas, días, meses, años… Una vida entera. Y, cuando me vaya, no lo habré dejado mucho mejor de lo que me lo encontré al llegar.
Era obligado mentir. No había alternativa.
—Aun así, habrá merecido la pena.
—Eso quiero creer. Aunque no las tengo todas conmigo.
Afortunadamente, no hubo tiempo para mentir una segunda vez: el maestro de novicios irrumpió de improviso en el patio y se plantó ante su superior con un suspiro de impaciencia un tanto teatral.
—Llevamos un buen rato esperándole, reverendísimo.
—¿Esperándome a mí? —se sorprendió el aludido—. ¿Para qué?
—Para el capítulo de faltas. Tenía que haber empezado hace veinte minutos.
—¿El capítulo de faltas? ¿Otra vez?
El maestro reprimió un nuevo suspiro y le cogió ambas manos con delicadeza en un gesto de amabilidad poco propio de él.
—Otra vez, sí. La vida de un monje es repetición y rutina, reverendísimo.
El padre abad se quedó un instante en silencio con aire ensimismado y finalmente asintió sin demasiado convencimiento.
—Repetición y rutina, cierto. Para aquietar el alma y encauzarla hacia él.
—Así es, reverendísimo —convino su segundo, tirándole del brazo con suavidad en dirección al ala norte del monasterio—. Conque volvamos a la brega y no desatendamos más nuestras tareas.
El padre se dejó conducir dócilmente a través del patio, y al llegar a la puerta de la sala capitular ambos cruzaron el umbral a toda prisa, sin mirar atrás ni molestarse en cerrar tras de sí. El huerto volvió a quedarse en completo silencio, pero eso no duró: casi al instante el maestro de novicios apareció de nuevo, sudoroso y con gesto impaciente.
—El padre abad se ha dejado su breviario.
—¿Aquí?
—Eso dice.
—No lo creo. Cuando llegó no traía más que el pulverizador y las tijeras de podar.
El maestro caminó hasta el centro del huerto, echó un vistazo desganado a su alrededor y murmuró algo entre dientes con una mueca de disgusto.
—Tenga paciencia con él, hermano. Las cosas se le están poniendo difíciles.
No fue buena idea. Se puso rígido como una tabla y dio un paso atrás como si le hubieran escupido en plena cara.
—¿De veras —masculló en tono cortante— te ves en situación de dar consejos?
—No pretendo dar consejos. Únicamente…
—Nadie te quiere aquí —le interrumpió—. Ni uno solo de nosotros. Tienes sitio en este monasterio porque el padre abad lo ordena, y cuando él falte dejarás de tenerlo. Con fiebre o sin fiebre. Con muleta o sin muleta.
—Usted sabe quiénes me están buscando ahí fuera.
—No te están buscando: les consta que te has escondido detrás de estos muros. Simplemente han decidido no forzar las cosas y limitarse a esperar a que acabemos echándote.
—Cuando falte el padre. Con muleta o sin muleta.
—Justamente. Conque más te vale dejar de perder el tiempo y ponerte a rezar por su estado de salud.
—Supongo que no me quedan muchas otras opciones.
—Supones bien —sentenció el maestro, olvidándose del breviario y girándose en redondo para volverse a toda prisa por donde había venido. En el mismo momento en que entró de nuevo en la sala capitular, una ráfaga de viento frío y húmedo barrió el patio de lado a lado, desprendiendo las hojas secas del emparrado y desmantelando los plásticos con que el padre protegía los esquejes del semillero. La tregua se había acabado. Echó mano a la muleta, se puso en pie y cojeó penosamente de regreso al pabellón de enfermería. A mitad de camino oyó un crujido a su espalda, y al darse la vuelta vio a Evandros afanado otra vez en descortezar el injerto del peral. Optó por no impedírselo, no tanto por las órdenes del abad como por el hecho incontestable de que el gato, a diferencia de él, pertenecía a aquel lugar por derecho propio y no dudaba en actuar conforme a ello. Lo que en realidad tocaba hacer no era empeñarse en poner orden en casa ajena, sino seguir el consejo que acababan de darle e hincarse de rodillas para implorar ayuda. Los portones de la basílica del convento, justo frente a él, estaban abiertos de par en par, y en la penumbra del interior se atisbaba a San Miguel Arcángel guardando espada en mano la entrada meridional del iconostasio. Por un instante, se sintió tentado de santiguarse y cruzar el umbral, pero sabía que a los hermanos no les iba a gustar que un cismático se tomara la libertad de hollar el suelo más sagrado de la isla, de manera que se quedó justo donde estaba, de pie y apoyado en la muleta, y allí mismo se dirigió al dios de los afligidos: Yo invoco tu respuesta, Yahvé, mi protector; inclina el oído y escucha mis palabras… Comenzó con cierta vacilación, pero a medida que avanzaba en su plegaria fue ganando aplomo y elevando el tono de voz hasta casi gritar. Se sentía a un tiempo sereno y extrañamente enardecido. Aun teniendo la completa certeza de que la suerte estaba echada, seguía recitando salmo tras salmo en el patio desierto sin parar siquiera a coger aire. Ni podía ni quería dejar de hacerlo. El padre lo repetía a menudo: orar sin esperar nada a cambio es orar dos veces.
Antonio López-Peláez nace en León en 1967. Se licencia en Filología Inglesa en 1990 y se traslada poco después a la ciudad de Mérida, donde viene ejerciendo hasta la fecha como profesor de la Escuela Oficial de Idiomas. En 1989 gana el Primer Premio en el Certamen de Guion Cinematográfico convocado por la Junta de Castilla y León, y en los años siguientes colabora con revistas literarias como El Signo del Gorrión, Solaria, El Espejo o La Luna de Mérida, hasta que en 2001 se edita su primer libro de relatos, No te Duermas, mi Amor, Mira la Calle (KRK Ediciones, Oviedo). En 2008 aparece la novela Nada Puede el Sol (Random House-Mondadori, Barcelona), y en 2022 Extravertida Editorial publica su última obra narrativa, Casa Dividida.
✉️ Contactar con el autor: antoniomanoja[en]yahoo(punto)es
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar (Margen Cero™) · 👨💻 PmmC · n.º 134 · mayo-junio de 2024
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