relato por
Manuel Moreno Bellosillo
A mis hermanos
E
l último día antes de las vacaciones navideñas nos entregaban el boletín de calificaciones a los alumnos del Colegio Nacional Ciudad de Granada, normalmente un reparto indiscriminado de disgustos familiares, por lo menos a lo que a nosotros se refería. Ese dichoso día nos procuraban, infame ironía, por un lado, la libertad y, por otro, una condena.
Mis hermanos y yo éramos entonces «Los Golfos de Barajas», en orden de aparición: Carlos, Daniel, Eduardo y Rafael. Fueron mis primos quienes nos apodaron así por el dúo Los Golfos, un par de hermanos que a mediados de los 70 habían tenido un fulgurante éxito con una rumba titulada Qué pasa contigo, tío y que se distinguían por sus peinados macarras y atuendos de granujillas callejeros. Barajas era donde vivíamos, un barrio de Madrid a las afueras de la ciudad.
El boletín de calificaciones era un tríptico de cartulina donde se evaluaba el rendimiento de los alumnos en las distintas asignaturas, desde el Muy Deficiente (rendimiento ínfimo) hasta el Sobresaliente (rendimiento destacado). El boletín tenía que suscribirse por el progenitor o progenitora en el apartado «Firma de el/los padre/s», atestiguando con su rúbrica que se daban por informados del rendimiento de sus hijos.
Las notas de aquel trimestre fueron una catástrofe, incluso peores que en otras ocasiones, bien surtidas de insuficientes e incluso de algún ignominioso muy deficiente. Cuando mi padre llegó del trabajo ese día, se encontró la casa en un inusitado silencio, una tranquilidad inédita que nada bueno presagiaba. Nos llamó a capítulo a los cuatro y acudimos al salón cabizbajos, sumidos en la humillación y el arrepentimiento por las muchas horas de ocio desperdiciadas tontamente en vez de dedicadas al provechoso estudio.
Uno o uno fuimos mostrando nuestras credenciales y mi padre las examinaba, las firmaba y nos las devolvía sin decir nada, contenido en un furioso mutismo. Terminada la protocolaria ceremonia, se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta, pero antes de dejar la escena estalló:
—¡Iros a la mierda, los cuatro! —y dio un sonoro portazo que dejó la hoja temblando y que retumbó en nuestros oídos, haciéndonos sentir a todos muy miserables.
Usó incorrectamente «iros» en vez de «idos», tal era su grado de enajenamiento, pero en vez de nosotros el que se fue fue él, y, al puntualizar «los cuatro», para que ninguno se pensara que quedaba al margen de su mandato, yo sabía que estaba especialmente dirigido a mí. Yo, el último vástago (por orden) de su estirpe, la última esperanza de que la fortuna lo favoreciera con un hijo estudioso, de repente me convertía en un precoz cateador, y uno, además, muy prometedor, pues aventajaba incluso a mis hermanos, que eran más viejos que yo cuando los primeros suspensos empezaron a aparecer en sus notas como el moho en la fruta podrida. Pobre papá, que lo único que esperaba de nosotros era que estudiáramos, nada más, pero así eran las cosas.
Durante la cena se nos informó de la pena que debíamos cumplir por los suspensos acumulados. Nos condenaba a reclusión parcial matutina en el cuarto de estudio durante todas las vacaciones navideñas, desde las 10 de la mañana hasta la hora de comer, encierro que debía dedicarse íntegramente a preparar los exámenes de recuperación de las asignaturas suspendidas. Pasar las Navidades en una especie de tercer grado penitenciario era un castigo severo que disgustaba a todos, a nosotros como castigados y a mi padre como castigador; a todos salvo a La Señora.
Tenía un nombre, pero para nosotros era simplemente La Señora. Se suponía que servía en casa y cuidaba de nosotros, para eso había sido contratada, pero desde la separación de mis padres había pasado paulatinamente de servir a mandar y de cuidar a vigilar. Cuando mi madre hizo mutis (por el foro) del hogar familiar dejó un vacío de poder que ella ocupó con fiereza y complacencia, arrogándose nuevos poderes e instituyéndose en una dominante gobernanta. Mi padre le toleraba esos abusos de poder pues, entre la tiranía y el caos doméstico, optaba por la tiranía. Era despótica, arbitraria, iracunda y tenía la mano larga. Como penosamente nos fuimos apercibiendo, La Señora no era Mary Poppins, era la antítesis de Mary Poppins, La Señora era la Gestapo.
Prohibir, castigar, sacudir…, todas esas cosas ella decía hacerlas «por nuestro bien», pero pronto advertimos que eran deberes que no le resultaban del todo desagradables y que los acometía con un secreto deleite. Prácticamente todo estaba prohibido. Hacer algo prohibido significaba un castigo. Un castigo suponía habitualmente una tunda. «Quien bien te quiere te hará llorar» era el mantra con que siempre apostillaba un sonoro bofetón. Si se midiera por el volumen de lágrimas vertidas, nunca habría habido un cariño tan grande como el suyo. Pero era eso precisamente, su total ausencia de cariño, la que la hacía tan aborrecible.
No era el rigor lo que nosotros más temíamos y repudiábamos de La Señora esa, sino la arbitrariedad. Había que cumplir normas, horarios y rituales muy estrictos y que en muchas ocasiones desafiaban a la razón más elemental. Si no cumplíamos con ellos, sacaba con presteza la zapatilla a calentar. Pero estas normas, horarios y rituales podían cambiar a su antojo sin ninguna justificación. Nuestros juguetes, libros y tebeos favoritos solían estar requisados sin causa alguna y necesitábamos su autorización para rescatarlos. La televisión era de uso restringido, salvo los programas que a ella le gustaban. Había cuartos de la casa cuyo paso teníamos vedado. Nos prohibía salir a la calle cuando queríamos salir y nos obligaba a salir si queríamos quedarnos en casa. De hecho, fue ella la que cambió nuestro régimen de reclusión, que pasó de matutino a vespertino para que ella pudiera ordenar la casa sin que nosotros anduviéramos por ahí estorbando, obligándonos a pasar las frías y vacías mañanas de invierno en la calle y las populosas y animadas tardes estudiando. Aquello nos dolió más que el propio castigo.
Cuatro chavales de edades comprendidas entre los siete y los doce años juntos en un cuarto de estudio pueden hacer muchas cosas, pero lo que jamás harán será estudiar. Mi padre ingenuamente había considerado que nos abocaba al estudio encerrándonos en un cuarto solo con los libros de texto y el material escolar, pero se equivocaba. De estraperlo introducíamos material clandestino de esparcimiento: tebeos, naipes, juegos magnéticos… Si eso no funcionaba, jugábamos a los barquitos, al ahorcado, al tuttifrutii… Organizábamos timbas de póquer en las que nos apostábamos el material escolar. Disputábamos furiosas batallas lanzando proyectiles de papel mascado a través del barril de los bolis bic. De todo, menos estudiar.
La Señora ejercía de carcelera, debía vigilarnos y evitar que hiciéramos precisamente lo que hacíamos, pero habíamos estudiado sus rutinas y sabíamos cuando patrullaba y cuando no. Después de comer se fumaba un pitillo y caía inmediatamente en un inevitable sopor que duraba treinta o cuarenta minutos. Tras la siesta veía en la tele el capítulo de la telenovela a la que estaba enganchada. Eso nos daba unas dos horas de feliz y despreocupado ocio. Sobre las cinco, cuando acababa la telenovela, simplemente poníamos un centinela en la puerta y cuando alertaba «agua, agua», escondíamos aquello clandestino que estuviéramos haciendo y sacábamos los inocentes libros de texto.
Cuando La Señora abría por sorpresa la puerta para descubrirnos en alguna tropelía, solo encontraba a cuatro buenos muchachos enfrascados estudiosamente en la lectura de sus libros de texto.
—Sé que no estáis estudiando, a mí no me podéis engañar, a vuestro padre sí, pero a mí no. Ya os descubriré, ya, veremos quién es el que se ríe entonces.
La noche del 27 de diciembre cayó una helada glacial y los coches amanecieron cubiertos por una gruesa capa de hielo y la hierba aterciopelada de blanca escarcha. Pero a nosotros el frío nos importaba un rábano, el día de los Inocentes era el segundo mejor día del año después de Reyes y lo íbamos a disfrutar así lloviera o granizara. Por unas horas parecía que la vigencia de todas las normas de convivencia se suspendía y había licencia para cometer todas las bromas pesadas y de mal gusto que se te ocurrieran sin que de ello se derivaran las habituales repercusiones punitivas. Aunque claro, no todo el mundo compartía el espíritu ácrata de aquel día.
En cuanto abrió la tienda, arramblamos con petardos, cohetes silbadores, bombetas, correpiés, bombas fétidas, fulminantes para cigarrillos, etc. Material indispensable para un día de los inocentes como es debido. Con los bolsillos llenos de material explosivo y la mente repleta de malas intenciones, nos desplegamos por el barrio buscando oportunidades y provocación.
Se nos quedó escasa la mañana para todo aquello que habíamos ido ingeniado. Pusimos petardos en latas, en cacas de perros, en telefonillos, en tubos de escape y en buzones de correo. Tiramos una traca dentro de un autobús y a una bandada de palomas que picoteaban tranquilamente alpiste en el parque. A las niñas repipis las ahuyentábamos con bombetas, correpiés y cohetes silbadores.
En fin, una mañana provechosa, pero cuando fueron las dos y había que volver a casa a comer, aun teníamos en los bolsillos algunos petardos sin estallar y un par de elaborados proyectos pirotécnicos pendientes de ejecutar. Después de comer, suplicamos a La Señora por una suspensión temporal del castigo para quemar todo el remanente de pólvora que nos quedaba, solamente un permiso penitenciario para esa tarde, pero no hubo gracia para nosotros.
De vuelta al cuarto de estudio, oyendo los petardos estallar y los gritos y risas de las pandillas del barrio, nuestra frustración y ansias de venganza se iban incrementando.
—¡Maldita bruja! —gruñó mi hermano Daniel, echando un vistazo por la ventana.
—Nos han merengado, nos han merengado, pero bien —me quejé yo.
—Que coja su escoba y que se largue. —añadió Dani.
—Seguro que en algún aquelarre la están echando de menos —dijo Carlos.
Se oyó una gran explosión y retumbaron los cristales de la ventana.
—Jooooooder, ese ha sido de los gordos, de los de cinco duros —calibró Eduardo, perito en pirotecnia, concluyendo su informe con un silbido final fffiiiiiuuuuuu.
—Unos de esos le ponía yo a La Señora debajo del culo —dijo Dani.
—Y yo otro.
—Y yo otro más.
—Y yo una traca.
—Iba a salir volando sin necesidad de la escoba —apuntilló Carlos.
—Ja, ja, ja.
—Chisssst, más bajo, que nos va a oír —avisó Carlos.
—Esa no oiría ni un cartucho de dinamita. Está más teniente… —dijo Daniel.
—¿Molaría o no molaría ponerle un petardo a La Señora? —preguntó Carlos, más retóricamente que otra cosa.
—Molaría, molaría… —contestamos Eduardo y yo.
—¿Que si molaría? Molaría que te cagas —confirmó Daniel.
—Que te cagas por la patilla… ¿No hay narices para poner un fulminante en el tabaco de La Señora? —nos retó Carlos.
Eduardo y yo nos callamos, pero Daniel dijo:
—¿Qué no hay narices? Pues claro que hay narices: las mías.
—No te atreves.
—Sí me atrevo… Pero si me echáis una mano.
Entonces ideamos un plan, un plan genial. Mi hermano Daniel sería el artificiero, el encargado de cargar los fulminantes en los cigarrillos de La Señora. Ella solía guardar el tabaco en el bolso y el bolso lo dejaba en el armario que había en el cuarto de servicio que estaba en mitad del largo pasillo que iba desde nuestro cuarto de estudio al salón, donde La Señora veía la tele. Mi hermano Carlos haría de centinela, poniendo la oreja en la puerta del salón para dar el queo si oía peligro. Mi hermano Eduardo sería el enlace y se situaría en mitad del pasillo observando si Carlos daba el queo para avisar a Daniel. Y yo me quedaría en el cuarto supervisando el despliegue. Toda la operación se haría a la hora de la telenovela, cuando menos riesgo había de que La Señora se fuera hacer una ronda de vigilancia. Si a pesar de todo La Señora aparecía, Carlos debía distraerla con alguna excusa para facilitar la evasión de los otros dos.
Se quitaron las zapatillas para hacer menos ruido en el pasillo. Los dos vigías se situaron en sus puestos y detrás fue Daniel, colándose sigilosamente en el cuarto de servicio. Pasaron segundos angustiosos, eternos, y por fin salió de la habitación escurridizo como una comadreja y Eduardo pitando detrás de él. Carlos mantuvo la sangre fría en todo momento y volvió andando tranquilamente el pasillo entero. Cuando todos estuvieron dentro, yo cerré la puerta con todo sigilo.
—¿Misión cumplida? —preguntó Carlos.
—Misión cumplida —confirmó Daniel.
—¿Cuántos?
—Lo he petado. He puesto fulminantes en cinco cigarrillos y algunos con doble y triple carga. Esos los he dejado sobresaliendo un poco del paquete para que sean los que más le tienten cuando vaya a fumar.
—Excelente idea.
Solo restaba esperar. Nos quedamos los cuatro callados, mirando nuestros libros de texto. Sé que ninguno de nosotros estaba estudiando, solo estábamos considerando las repercusiones que se podían derivar de nuestra audaz broma y que antes habíamos obviado alegremente: ¿Qué habíamos hecho? La Señora no era una persona que destacara por su sentido del humor y que festejara las bromas. Habría consecuencias y las represalias podrían ser graves ¿No sería conveniente abortar la misión, deshacer lo hecho y olvidarse de todo? Desde luego eso nos evitaría problemas y parecía, desde ese punto de vista, lo más sensato, pero nadie dijo nada, ninguno se echó atrás ni se acobardó.
Transcurrieron los minutos lentamente, pasadas las cinco la puerta del salón se abrió y unos pasos avanzaron por el pasillo y se detuvieron en el cuarto de servicio. Teníamos el oído agudizado por la tensión y nítidamente oímos la puerta del armario abrirse, una mano hurgar en el bolso y la rueda del mechero rascar la piedra para generar la chispa.
Pero no se oyó nada más, algo había fallado, los fulminantes no habían estallado. Nos intercambiamos frustradas miradas y casi estábamos a punto de gritar ¡que nos devuelvan el dinero!, cuando de repente oímos ¡¡¡pum, pum!!!, dos explosiones seguidas.
Nos sobresaltamos y volvimos a mirarnos entre nosotros. Ninguno nos reímos, estábamos en ese momento más asustados que otra cosa. Transcurrió un minuto en el que no pasó nada, solo el tiempo silencioso. Después de nuevo pasos aproximándose tenebrosamente al cuarto.
La Señora abrió la puerta y se asomó lentamente. Tenía todavía el cigarro colgando entre los labios con la punta reventada por la explosión, supongo que con el susto se le había olvidado quitárselo, pero el caso es que la imagen era muy cómica. Entonces la tensión que habíamos ido acumulando estalló y empezamos todos a reír al unísono con descaradas carcajadas, con una risa liberadora e incontrolable. No podíamos parar de reír, nos sujetábamos la barriga y se nos saltaban las lágrimas, mientras La Señora nos miraba estupefacta, atónita, sin saber a quién arrear primero.
Sin más, cerró la puerta y se fue, mientras nosotros seguíamos ahogándonos de la risa y sin poder parar. Parecía que nos apaciguábamos, pero alguna risa rezagada volvía a provocarnos un ataque de hilaridad y así nos pasamos al menos media hora.
En casa había tres teléfonos: uno en la cocina, otro en una mesilla en el pasillo y otro en el cuarto de mi padre. Cuando por fin se nos pasó el ataque de risa descontrolado, oímos de nuevo a La Señora marcando el dial del teléfono del pasillo, para que escucháramos bien lo que tenía que decir.
—Señor, siento tener que molestarle, pero debo salir urgentemente para ir al hospital… Sus hijos han puesto petardos en mis cigarrillos y la explosión me ha dañado los ojos. Apenas puedo ver y es posible que pierda un ojo o los dos si no voy urgentemente al médico… No, las gafas no me han protegido de la explosión… Sí, sé perfectamente que han sido sus hijos, si no me cree, pregúnteles a ellos… Espero que les imponga un severo castigo… Adiós.
Qué comedianta, lloriqueaba mientras hablaba y su voz quejumbrosa parecía la de un moribundo, pero nosotros sabíamos que estaba interpretando y que lo que había contado sobre sus ojos era todo mentira.
La Señora se marchó sin decirnos nada y mi padre llegó un poco más tarde. Como siempre, fue primero a quitarse el traje y la corbata y luego se asomó por el cuarto de estudio.
—¿Qué, os ha cundido? —preguntó.
—Sí, más o menos —contestó Carlos.
—Bueno, pues es la hora, ya podéis hacer lo que se os ponga.
Cerramos los libros para salir del cuarto echando chispas, pero antes de que nos escabulléramos nos cerró el paso.
—Parece ser que algún bromista ha puesto un petardo en los cigarrillos de… La Señora, como vosotros la llamáis. La próxima vez que mejor ponga un petardo en la barriga de su abuela. El caso es que mañana le he dado el día libre para que se le quite el susto y como me temo que, sin ella vigilando, no vais a dar golpe, mejor os tomáis el día libre vosotros también. ¿Me habéis entendido?
—Siiií —respondimos al unísono.
—¿Me habéis entendido de verdad? —volvió a preguntar.
—Sí —repetimos.
—Venga, todos fuera de mi vista.
A la primera tal vez no, pero sí a la segunda, todos lo habíamos entendido. No hacía falta sacar sobresalientes ni ser el primero de la clase para entenderlo. También él quizá nos había entendido a nosotros por esta vez, no teníamos que explicárselo dos veces.
Manuel Moreno Bellosillo. Nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad Autónoma de dicha ciudad. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del género mixto negro esperpéntico y ciencia ficción ha publicado en Internet, bajo el seudónimo de Horacio Hellpop, una novela titulada El Hombre orquesta sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De ciencia ficción ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado La sonrisa de Mickey Mouse y en la antología Distopía de Cryptshow el titulado Moonwalkers, así como varios otros cuentos y numerosos microrrelatos.
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Contactar con el autor: mmbellosillo [at] hotmail [dot] com
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Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 121 • marzo-abril de 2022 • 👨💻 PmmC
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