relato por
David Pungin
E
ra él el que giraba en lo quieto y no al contrario: pero no importaba, no se iba. Lo mismo daba. Lo intentó un poco más y fracasó de nuevo. No era sudor, aunque sentía su cuerpo empapado y a punto de resbalar sábanas abajo; pensaba que iba a derretirse a los pies de la cama. Los periódicos del día siguiente: Hallan los restos de un hombre hecho masa. Encuentran el rastro de lo que fue un hombre debajo de una cama. Solo en su imaginación. Y el hedor.
Se levantó y tanteó la habitación a oscuras, una pierna en el aire el tiempo justo para que la otra coja impulso y se intercambien los papeles, las dos arriba y abajo como si participasen en una marcha militar que cruzase un bosque medio sumergido en el fango. Cuánta porquería: ordenar aquello como si así arreglase su vida. La encontró: arriba la persiana, descorrió el cristal y notó la brisa glacial de la calle en silencio. No vio la luna, tampoco la buscaba. Nada. Seguía con él, notaba las caricias de náusea de lo que solo su nariz podía ver, y volvió a tumbarse. Daba igual tener los ojos abiertos o pegados: veía lo miso. Vivía en un callejón sin farolas (y no solo describía así la calle en la que se encontraba su cuarto).
Una, dos, tres, a saber cuántas después se durmió; pero en el sueño tampoco lo abandonó. Era aún peor. Él corría para huir de la nada, que era tan lenta que estaba en todas partes. Se metía dentro de él hiciese lo que hiciese. Estar quieto, lo mismo que correr, solo que cuesta menos. Estúpido hacer un esfuerzo para conseguir lo mismo que descansando. Quedarse inmóvil, colgado en una percha, colgado, y dejar que el vendaval de sus entrañas lo retorciese por dentro a través del olfato: una victoria en la derrota, el descanso. Lo imaginaba negro y a retazos, avanzando como las ramas de un árbol, lento como las raíces de, lento como un árbol. Y, aún, así: allí estaba. Dentro de él sin estar acompañado de nada, solo, castigado por algo. Por eso. Por nada. Dormía siendo de piedra por dentro y resquebrajado, exhalando el perfume fétido por las grietas de su ser. Gritos sin voz con la boca cerrada. Ni un hilo de baba.
Despertó asustado y miró la hora en el teléfono (que para entonces había descansado más que él). Por un instante creyó haberse librado de aquello, pero solo fue una ilusión: el cerebro preguntó y la nariz dio la respuesta: No.
Continuó huyendo en la cama, volteando en el mismo espacio, corriendo con las piernas quietas en noventa centímetros de ancho. El incesante ruido de las patas del catre competía con la persistencia del olor, y perdía. Hasta ese momento había odiado aquél sonido por lo que decía sin necesidad de hablar (la soledad redundaba en él), pero ahora deseaba que se adueñase del cuarto y venciese al tufo seco.
En medio de la zozobra se preguntó por la procedencia de aquello, de dónde saldría, como un topo, el problema. Al principio, pensó: un animal muerto bajo el suelo. Después: la cocina alberga carne tan podrida que sus efluvios traspasan paredes y distancias, consiguen derribar paredes y destruir la distancia, pero no recordaba tener trozos de animal muerto en la nevera y le parecía improbable que en la ciudad pudiese existir un espécimen capaz de hacer un agujero en la parte baja de un edificio para tumbarse a morir.
Sopló caliente en su mano; el aliento devolvió un regusto ácido con rastro de pasta de dientes: algo desagradable, pero nada igual a la peste que lo sumergía. Olió su cuerpo, las axilas, sus pies, la entrepierna y no encontró huellas contundentes. Ahí (él) no era.
Empezó a vislumbrar las siluetas de sus pertenencias. Las rajas de las persianas parecían ojos entrecerrados, medio abiertos. Luz matinal que no despierta a nadie, salvo a los desvelados. Aún deambuló por la cama sin moverse. Casi se cae dos veces. La pared, fría. Persistía el olor, remolinos de asco bajaban por su vientre. Una tímida náusea amagó, pero decidió no cumplir la amenaza. Gracias a Dios (la Virgen/ la Suerte/ el azar). Silencio todavía. Murmullo de un camión que deja tras sí una brisa insuficiente para arrastrar la podredumbre del que espera. «Hay que levantarse».
Fuera, la puerta ya cerrada, el hedor seguía siendo el mismo. La casa desierta no permitía el descanso. El blando sofá de la sala se endurecía al tacto: el tufo trabajaba las fibras en secreto. Saltó al suelo. Fricción contra las baldosas frías, tiritaba de hedor, no de frío. Se rascó deprisa y fuerte, sin dolor. Nada, nada, nada. Seguía con él.
Trató de correr más rápido que él mismo para ver si así… No. Era imposible ser más rápido que él, y eso que él era bastante lento. En su cabeza, genial: un hombre huye de sí mismo tan deprisa que nunca se encuentra. Y era feliz, por fin fue feliz dentro de sí, un instante, casi dos. En su realidad, fatal: iba tan despacio que no lograba perderse de vista. Deambuló por la casa (así no podía salir).
En el baño, el espejo era él al revés. No gritaba por si acaso; lo mismo daba: nadie puede escuchar un olor. Dejó correr el agua del grifo y sumergió las manos untadas en jabón y frotó más fuerte aun que su cara antes contra la baldosa. Agua caliente que quemaba; no lo suficiente. Cerró la llave y olió: otra vez nada. Probó bajo la ducha: una lluvia placentera lo sumergió dentro y no lo ahogó. Contento, otra vez. Poco tiempo: no funcionó: los químicos no servían contra aquello. Salió dejando un rastro de huellas húmedas tras él, como una procesión de sí mismo.
El reloj de la cocina dijo en idioma internacional: «Son casi las ocho». Corrió a su cuarto, a la nariz seguía sin gustarle, y se vistió deprisa, tropezando con sus propios saltos. Ya listo, apretó más de quince veces el botón de la colonia. En cada ocasión que su dedo bajaba, el frasco parecía llamarlo con los labios separados y los dientes juntos, como si hubiese mucha confianza entre ellos. Antes de salir, dejó el bote transparente en la mesilla y lo miró decepcionado.
El autobús no esperaba y él no quiso entretenerse, pero en cuanto abandonó el portal las moscas comenzaron a atacarlo. Tímidas al principio, cuando llegó a la parada lo rodeaban sin compasión. Miraba al mundo y la gente con la que se cruzaba por la calle no reparaba en aquello. Al entrar al bus, parecía que el aire que lo envolvía hubiese construido un negro panal de insectos a su alrededor; no obstante, ni el conductor ni ninguno de los pasajeros dijeron nada al respecto, tampoco parecían percatarse de su problema. Se acercó a una muchacha sentada que llevaba una maceta repleta de flores en el regazo, pero ni él le contagió las moscas a ella ni la chica pareció molestarse por el olor, que seguía con él.
En cuanto traspasó las puertas automáticas que daban a la planta baja de su oficina, las moscas desaparecieron. Se habían quedado en el exterior y no tardaron en dispersarse. Ahora le preocupaba otra vez el tufo. Subió en el ascensor. Solo los botones encendidos parecían observarlo desde su impavidez metálica, el resto de trabajadores, a los que conocía de vista, lo ignoraron, como era habitual. No hubo, en los pocos metros cuadrados que lo elevaban, risillas de burla o muestras de asco.
Ya en la oficina trató de no cruzarse con nadie, pero fue imposible. Los compañeros lo saludaron, charlaron con él y se mostraron amables. No entendió la mitad de lo que dijeron; pensaba en el mal olor (del que solo sabía que provenía de un lugar mucho más oculto que sus tripas) sin descanso.
No trabajó en toda la mañana. Buscó en internet las causas de su tormento, testimonios similares al suyo, el rastro de hermanos a los que no conocía, una bibliografía que jamás había existido. Todo lo que encontró fueron vagas referencias a una obra de teatro de un autor extranjero que llevaba más de cuarenta años muerto. Temió lo obvio: estaba perdiendo la cabeza (el único argumento en contra era que los locos no sabían que lo estaban).
El olor en compañía era todavía peor.
A la hora de comer salió solo del edificio. Regresaron las moscas. Corrió por calles transitadas, meneando los brazos, gimiendo, sin gritar, la gente se apartaba a su paso. Llegó a la orilla del río y continuó su huida en paralelo al cauce por un rato. El olor fue a más, las moscas se multiplicaron. Poco a poco fue sintiendo que el aire entraba en él sin pasar por sus pulmones. Se desabrochó la camisa y cuando creyó que iba a perder el conocimiento se lanzó al agua.
Nadó hasta la otra orilla. Mientras lo hacía el hedor no lo molestó y las moscas se mantuvieron juntas pero a distancia. Solo le preocupaban las caricias viscosas de los peces a los que rozaba de vez en cuando con los movimientos de su travesía.
El azul del cielo era más triste cuando alcanzó el otro lado. Salió con dificultad, tiritando. En el trayecto a pie hasta su casa el tufo y las moscas lo siguieron a distancia, como si continuase en el río. El frío intenso, que lo tapaba hasta por dentro de los huesos, le sirvió de abrigo. Se ilusionó: iba a librarse de aquello.
Dejó su rastro empapado en el suelo del piso. Las moscas se habían quedado fuera del portal. Casi resbalando (se rio de ello), entró a la ducha caliente y fue feliz en medio de las brasas. Dejó de tiritar. El espejo empañado no le devolvió más que colores y manchas. Se metió dentro del albornoz, dejando que las caricias muertas de la tela lo consolasen, y ya se dirigía, mullido, a la cocina para abrir la nevera cuando el olor regresó.
Sintió un cosquilleo en las cuencas de los ojos, sus dedos tamborileaban sin sentido en el aire y todo él paseó sin ganas por la estancia buscando una solución.
Todas inútiles. La más sensata: meterse en la lavadora de una tintorería.
Estuvo varias horas dando vueltas por el piso, imitando los movimientos del principio e imaginando los resultados estériles de aquellas ideas. Lloraba a ratos, golpeaba las paredes con los puños de vez en cuando, apretando los dientes (los muros de la casa no parecían sufrir).
Pensó tanto en el olor que acabó por olvidarlo.
A la hora que solía acostarse, el sueño no acudió en su ayuda. Ni siquiera intentó meterse en la cama. No lo soportaba más. Olfateó sus manos y estuvo a punto de vomitar. Trató de arrancarse la piel con los dedos, pero todo lo que consiguió fue pellizcarse con fuerza y dejar algunas marcas rojizas en sus brazos.
Entonces recordó: existía algo que sanaba todas las heridas. Fue al baño, abrió la puerta del pequeño armario que sostenía el sumidero y cogió la botella con el número 96 en la etiqueta. Le quitó el tapón y bebió varios tragos. Sus entrañas comenzaron a arder con el primero y ya no se calmaron hasta que se mimetizó con la hora. A pesar del fuego que lo abrasaba, reía, volvió a estar contento. Menuda medicina.
Se derrumbó en las baldosas.
Afuera, la noche callada y quieta no se quejaba, cuánto se parecía a su futuro.
David Pungin. «Nací en 1996 en Galicia, me crié en Bilbao y vivo en Madrid. Soy graduado en Periodismo por la Universidad del País Vasco, aunque el oficio nunca me ha dado de comer. Cada vez me interesa menos y estoy más centrado en la literatura. Con 18 años publiqué un relato de ficción en una revista vasca (Mugalari) y desde entonces el resto de trabajos que he publicado son artículos y reportajes periodísticos en distintos medios».
🌐 Web: https://davidpungin.medium.com/ ▫ Twitter: davidpungin1 ▫ Instagram: davidpvngyn
Ilustración: fotografía por Ricardo L. Cieri (de su exposición en Almiar) ©
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 114 • enero-febrero de 2021
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