entrevista al escritor por
Juan Carlos Vásquez

 

-L

os movimientos imaginarios que se arman en alguno de tus personajes,  aprensiones mentales desproporcionadas y fuera de control  que van creando una atmósfera única. En referencia al relato El rincón de un juego enajenado, lo siniestro sucede cuando llevas al lector a establecer un juicio contradictorio, ¿esas voces son la realidad de una consideración o son el característico resultado de las alucinaciones auditivas de un esquizofrénico? Háblanos sobre este texto y su trasfondo.

—Bien. Carezco de cualquier preparación en psiquiatría o psicología, así que cualquier acierto en la descripción de los personajes, en estos temas, es fruto de la casualidad. Por supuesto, cuando la trama de una historia requiere una carga de ellos, me informo hasta donde me es posible; por respeto al lector y a ese pacto que intento mantener con él, y que Coleridge llamó la «suspensión momentánea de la incredulidad».

El cuento El rincón de un juego enajenado nació como respuesta a una idea de esas con las que el escritor se cruza de vez en cuando. En este caso, fue: «¿Qué pasa con las voces que alguien escucha en su cabeza cuando ese alguien desaparece?». No hubo un detonante específico. Además, el ítem «voces en mi cabeza» es bastante común; y, de seguro, algo andaba rondando por ahí. Por supuesto, estas voces son los verdaderos protagonistas; y su huésped no es más que un vehículo, junto a la trama. En el sentido del cuento, son personajes y no alucinaciones. O pretendo que lo sean, al menos.

—Para los que no te conocen ¿quién es Daniel Frini más allá de su biografía, publicaciones y premios?

—Soy hijo de una maestra de escuela y de un comerciante que terminó, de adulto, su escuela primaria. A ambos les agradezco mi pasión por la lectura; y a mi padre, por la historia. Tengo cierta capacidad de observación, al menos, al decir de mis amigos de la niñez y adolescencia, cuando nos reunimos: «¿Cómo te acordás de eso?». Creo que es eso lo que me permite emparentar algunos personajes de mis cuentos con personas que conocí, o hechos que sí sucedieron. Mi pueblo y mi gente siempre están presentes en mis cuentos.

La provincia donde nací, Córdoba, es, además, reconocida por su humor. Algo constante y cotidiano que se ve en los apodos, en la manera de contar historias, en personajes icónicos. Eso, claro, nos da a los cordobeses cierto ejercicio que nos acompaña y que, con mayor o menor éxito, está presente en algunos de mis escritos. No de una manera directa y clara, pero sí en la pintura de ambientes y en el dibujo de los actores.

La escuela primaria la hice en el pueblo y mi secundaria en un internado, el Liceo Militar General Paz, en la capital de la provincia y en plena dictadura argentina. Del Liceo rescato otro festín de anécdotas. Buenas, malas y hasta horrorosas. Éramos preadolescentes que jugábamos a la guerra, pero con fusiles Máuser verdaderos. Hay un cuento mío, Nuestro sol era una máquina de fabricar sombras que tiene mucho de esta época. Luego, en la Universidad Nacional de Río Cuarto, estudié Ingeniería, especialidad Mecánica Electricista. Por esa época comencé a escribir y a relacionar, a tropezones, las ciencias duras con la literatura.

—¡La gran aventura de la arqueología! Uno de los libros que marcaron tu adolescencia y preparó tu ingreso a la literatura y la investigación. Junto a las anécdotas históricas que tanto te inspiran, ¿qué otros razonamientos y circunstancias comulgan en ti para hacer posible tu creación?

—¡Sí! Aunque no recuerdo con claridad, algo habría allí para que mis padres me regalasen ese libro a los seis o siete años. Tampoco fue mi primer libro. Según cuentan, yo leía desde los cuatro. Claro, con una madre maestra no se podía esperar otra cosa. Pero sí fue el que definió mi vocación de niño. Otros querían ser futbolistas; yo, arqueólogo.

Por supuesto, nunca lo fui. Pero aún hoy tengo una especial conexión con la Historia y con la Arqueología. Más que nada, con las pequeñas anécdotas de la Historia. Una fuente magnífica de inspiración. Un ejercicio que hago con frecuencia es combinar personajes históricos y ponerlos en situaciones, al menos, disruptivas. Otras veces, la inspiración viene de lugares muy disímiles: un título sugerido en un periódico, un diálogo leído en una revista, otro escuchado en la calle; un comentario en redes sociales, una vivencia. Algo pasa que conecta bornes inesperados e ilumina una historia que, hace un momento, no estaba allí. Puede ocurrir en cualquier lugar: me ha pasado, como a tantos, de soñar párrafos enteros de una historia o toda una estrofa de un poema; de imaginar una trama, un diálogo mientras viajo o en el trabajo. Allí recurro al celular o a mi cuaderno de notas para plasmar la idea. Algunas han llegado a puertos respetables. Otras, duermen cierto sueño de olvido.

—Sé que manejas muchos géneros, pero quiero que en esta oportunidad nos expliques el porqué de tu incursión a la ficción especulativa y nos nombres algunos autores que destaquen en tu diario cotidiano.

—En mi época de universitario, allá por los ’80 del siglo pasado, apareció en mi vida una revista de la que aún guardo la colección completa y a la que recurro a cada tanto. Se llamó El péndulo y publicó historias de lo que hoy me parece más adecuado llamar, a la manera de Borges (aunque el nombre del género no sea suyo), narrativa conjetural. Allí estaban los anglosajones más conocidos como Asimov y Bradbury; junto a otros tantos que no conocía. La revista tuvo dos cosas importantes: la primera, es que las historias escapaban, y por mucho, a los clásicos wésterns ambientados en una nave espacial o el planeta X; y la segunda, era que entre tanto anglosajón aparecían algún español, algún italiano y —esto fue revelador para mí— algún rioplatense. Las historias ya no transcurrían en New York o Arkansas, los protagonistas no eran de Londres u Oregón. Eran de mi vecindario, las historias transcurrían en calles reconocibles. En ese entonces me dije: «Si ellos pueden escribir estas historias, ¿por qué yo no?»; y ese fue mi lanzamiento como escritor.

Que haya sido la ficción especulativa, supongo, tiene que ver con una lógica manera de canalizar mi veta de ingeniero, puesto que encontraba en estos relatos muchos de los conocimientos duros que estaba aprendiendo en la carrera; aunque no tardé en percatarme de la amplitud de temas que permitía.

Entre quienes me inspiran a diario, dentro de este género, están Borges, Cortázar y Oesterheld, Shua y Gorodischer, Lebrero, Bioy Casares, Gandolfo, Gardini, Cohen y los más cercanos y queridos Ramos Signes, Néstor Darío Figueiras, Martínez Burkett y Gaut vel Hartman. Me alucinaron James Tiptree Jr. Y Cordwainer Smith; pero también Aldiss, Silverberg (Fascinante El caso Rautavaara), Ballard, Sturgeon, Tolkien, Le Guinn (siempre presente Los que abandonan Omelas), Farmer, Ellison, Lovecraft y Poe. Disfruto muchísimo la ficción de Chiang o de Melville y el terror de Martin McDonagh (The pillowman es, para mí, una obra maestra). Todo listado, claro, es arbitrario e incompleto.

—¿Cuál es la resonancia especial que necesitas para escribir poesía?

—¡Ah!, qué pregunta difícil de responder. Al menos en mi caso, hay cierto patrón que puede resumirse en dos momentos: el surgimiento de la idea, la chispa inicial; y el tiempo de desarrollarla.

El primero, no escapa a algo que mencioné antes: no necesito un estado especial y aparece en cualquier situación. Puede ser un juego de palabras, un verso, algunas estrofas.

Luego, instalado en mi escritorio; por lo general en la noche de los viernes, que es cuando suelo quedarme hasta casi el amanecer del sábado, tomando mates y escuchando música, alcanzo un ¿estado? donde las palabras fluyen ordenadas y muchas veces, sin necesitar corrección.

Es curioso que, mientras en mi narrativa no tengo problemas para encarar ficciones, en mi poesía es muy rara la vez en que no cuento una vivencia personal. No digo que no haya poesía-ficción (por allí está «¿Recuerdas, amor, cuando cayeron las bombas?»), pero es más natural para mí recurrir, en la poesía, a la no-ficción.

—La ficción especulativa cambia las leyes de lo que es posible, añade elementos como la magia, o cambia sucesos históricos para crear una historia alternativa. Aparte de la fantasía y el terror que se entrelazan, el factor psicológico y onírico tiene una alta carga de emocionalidad que despunta en tus obras. ¿Cómo logras crear esos ambientes extrasensoriales?

—No tengo una respuesta definida. Supongo que tiene que ver con leer a los maestros e incorporar, la mayoría de las veces sin notarlo y de manera incompleta, sus trucos y su oficio. Sí intento, con mayor o menor éxito, desarrollar la forma de darle una dimensión extra a los textos que pretenden transmitir sensaciones. Es decir, tratar de alejarme de esa cosa incordiosa, que, aunque responda al tan mentado y aristotélico planteo-nudo-desenlace, hace al texto chato. Intento aplicar literaturalidad, imaginar cómo se narraba alrededor de la fogata, en las noches y para alejar —o convocar— los miedos, tratar de que mi lector naturalice las sensaciones que pongo en los personajes. Decirlo y hacerlo, claro, son cosas distintas. Y el uso de herramientas de taller literario, por supuesto; la elección del narrador, los tiempos verbales…

—¿Sabes alejarte de tus fantasías o tienes alguna en concreto que ha sido recurrente en su necesidad de evolución?

—En este caso sí tengo una respuesta definida, aunque nunca me habían planteado esta pregunta. Muchas veces, la literatura funciona, para mí, como un exorcismo. Tengo un caso claro, que se ha repetido en otros, varias veces, en mayor o menor grado: hace unos años, tenía algo parecido a una fijación con la historia de los Caballeros Templarios. Por supuesto, no sé por qué, pero, cada cierto tiempo, venía su historia a mi cabeza y la necesidad de indagar. No en un sentido místico o conspiranoico, sino centrado en, como dije, las pequeñas anécdotas. Hasta que tuve suficiente información para escribir un texto de unas dos páginas: Los últimos minutos de Bérenger de Lacroisille… y después de eso, los templarios se borraron de mi mente.

—¿Cómo fue tu infancia? ¿Cómo describirías Berrotarán, provincia de Córdoba en la Argentina?

—Mi infancia fue muy feliz. Enriquecedora. Berrotarán tiene hoy unos siete mil habitantes y está en la frontera entre las sierras y la pampa; que equivale al límite entre dos mundos distintos: en la montaña, la vida agreste, la minería, los arroyos y ríos que, a veces, bajan arrastrando todo en las crecidas, nieve en los inviernos; y, por otro lado, los campos donde se florean los cultivos, la serenidad, el horizonte entero y las noches en que es posible ver la inmensidad del cielo. En aquella época, las calles eran de tierra, el silencio de la siesta obligatorio y diría que desconocíamos el uso de las cerraduras. Tuve (tengo) un grupo de amigos extraordinario, y era una época de aventuras en la que, en los veranos, nos íbamos a la mañana y volvíamos entrada la noche. Más adelante, en la adolescencia, solíamos ir de camping en plan mochileros, y armar nuestra carpa en plenas sierras, sin ningún servicio a la vista. Ahí estaban la pelota, las bicicletas, la guitarra, los fogones, los rituales y la amistad desinteresada.

—Humor, fantasía, historias religiosas, muerte, dolor o la recurrencia del suicidio. Experiencias reales si se trata de la poesía. ¿Experimentas con la literatura o surge sin más?

—Intento experimentar. Algunas veces desde lo formal, lo técnico; y otras desde las temáticas, como una manera de escapar al estancamiento.

Desde lo técnico, intento leer lo más posible para encontrar nuevas herramientas. Me interesan mucho las posibilidades que brindan las nuevas tecnologías: redes sociales, audiolibros y demás. Estamos en medio de una revolución extraordinaria y es un campo donde está todo por explorar. Como precio a pagar, ya no me acerco a un cuento o una novela desde el puro y lúdico disfrute. Ahora busco el truco detrás de la magia, la herramienta escondida.

Desde lo temático, intento no repetir ni repetirme. Buscar esa «vuelta de tuerca» que dé un matiz de novedad a la manera de contar una historia vieja. Creo que, en mi caso, es lo más difícil. Pero trato.

—¿Qué nuevos temas te gustaría encarar?

—Estoy incursionando en géneros fascinantes a los que no me había animado aún: ensayo, guion, novela. Cada uno tiene lo suyo y se me presentaron con cierta naturalidad a partir de no encontrar la manera correcta de plasmar algunas ideas. Veremos qué sucede.

En cuanto a las temáticas, hay ciertos campos que me gustaría explorar, relacionados con las humanidades, y soy consciente de mi deficiente preparación para plasmar las historias de una manera digna.

—En 1988 te casas y te mudas a Buenos Aires ¿Qué es lo más significativo de ese cambio y cómo se refleja en tu obra?

—Conocí a Adriana, mi esposa, nacida en Buenos Aires, en un viaje a Río de Janeiro en 1987. Al tercer día éramos novios, a los once meses nos casamos, nos radicamos en San Martín, en el Gran Buenos Aires, y acabamos de cumplir 34 años juntos. Tenemos dos hijos: Maximiliano y Alan.

Antes de conocerla, era un escritor pretenciosamente incipiente. No tenía ningún tipo de formación; aunque rescato algunos escritos que, con años de correcciones a cuestas, han terminado siendo respetables.

Al mudarme a Buenos Aires, el trabajo, la familia, los hijos hicieron que me alejara de la escritura. Incluso, al casarnos, yo adeudaba doce materias de mi carrera. Eso me llevó seis años.

Allá por el 2007 o 2008, acuciado por el estrés y la aparición de algunas enfermedades crónicas, visité, entre tantos médicos, a una psiquiatra quien me dijo: «Vos no tenés nada. ¿Qué te gusta hacer?». Mi respuesta fue escribir, pintar. «Hacé eso», me dijo. Y acá estamos hoy.

En mi obra hay un cambio sustancial en los paisajes, los sociolectos que, claro, se asemejan mucho más a lo que me es cotidiano ahora. Es natural. No es tan así en los personajes.

—En lo personal, ¿cómo evaluarías este momento de tu vida?

—Muy estable, tranquilo, creativo. Claro que en Argentina es imposible aburrirse, pero, incluso la pandemia ha tratado bien a mi familia, sin contagiados cercanos, por lo que no puedo quejarme. Además, nos ha tocado en suerte una época interesante.

—¿Cuáles son tus autores preferidos fuera de la ficción especulativa?

—Me gusta el noir y, en especial, el nórdico: Larson, Mankell y Sjöwall; la poesía latinoamericana de Salzano, Retuerto, Hahn, Madrazo, Swann, Vallejo, Belli, Sabines, Gelman, Dalton, Accame, Abonizio, ¡Uf! Por supuesto, Machado, Cardenal y García Lorca. Me gustan los ensayos de Robert Graves. Me gustan Piglia, Giardinelli, Blainsten, Caparrós, Arlt, Marechal. Insisto: todo listado es arbitrario e incompleto.

El cuaderno Fergusson, Costumbre amorosa de los gigantes, La fabricación de navajas en tierras de los gigantes. Háblanos sobre estos tres relatos publicados en Herederos del Kaos.

El cuaderno… es uno de aquellos textos que se originaron en mi época de estudiante y está próximo a cumplir 40 años. Por supuesto, ha sido corregido innumerables veces hasta que decidí que ya era tiempo de publicarlo. Recuerdo, vagamente, haber pergeñado la frase «Ahora vivo bien. Tengo techo y comida gratis» e imaginar que debía ser el parlamento de un loco en un hospicio. Creo haberlo escrito bastante rápido a partir de allí. El final, tal como está, con ese sesgo de terror clásico, apareció hace poco.

Costumbre… y La fabricación… son parte de una serie de cuentos cortos que intentan conformar una crónica de viajes por tierras extrañas. Todos los textos tienen la particularidad de que, en ellos, son los humanos los que sufren. Costumbre… con la idea de una gigante usando un colgante en el que el dije fuese un humano, y se estructura a partir de allí. Para La fabricación… rescaté una lectura de cierto libro sobre alquimia, en el que se daban los nombres antiguos de los componentes que me eran conocidos en su nomenclatura moderna, para la fabricación del acero. No pude resistir el hecho de que fuese un humano el utilizado para el temple. Fue casi natural que se ambientara en el universo de los gigantes. Refiriéndose a ellos y a humanos, no podía tratarse de una espada, pero sí de una navaja. En ambos hay algo del universo de los cuentos de hadas originales (no las versiones edulcoradas de Disney).

—¿Cuál de esos seres de ficción creados te resulta más atractivo?

—Por las posibilidades que deja abierta a la imaginación, los que forman parte del mundo de los gigantes. De hecho, hay algunos cuentos más bocetados.

—¿En qué consistió el «Taller 7», «Máquinas y Monos» y ese grupo de trabajo de Argentina, España y México llamado «Heliconia»? ¿Qué nos puedes contar?

—«Taller 7» y «Heliconia» estuvieron muy ligados. Ambos fueron creación de Sergio Gaut vel Hartman. «Taller 7» fue, no hay que ser muy perspicaz, el séptimo de una serie; pero, según entiendo, uno de los que mejor funcionó. Fue algo parecido a un taller literario, virtual, por e-mail. Estuvo integrado por escritores de varios países, en idioma español. Algunos de ellos muy reconocidos. Se trataba de presentar un texto que era sometido a una rigurosísima revisión en la que no se escatimaban críticas, en cualquier sentido. Un muy interesante ejercicio de humildad, llevado adelante con total respeto —una regla fundamental consistía en permitir críticas al texto, pero no a la persona del escritor— y que fue mi escuela. «Heliconia» fue una consecuencia del «Taller 7», en la que varios de sus integrantes decidimos publicar nuestros trabajos y de otros en los, por aquella época,  recién aparecidos blogs. Hubo varios, organizados por la cantidad de palabras de los textos, en narrativa: «Ráfagas, parpadeos»; «Químicamente impuros» y «Breves no tan breves»; luego aparecieron «Poemia-El fuego de Heliconia» —obviamente, dedicado a poesía—, «No tan cortos», «Heliconia, flash fiction and short stories» para quienes habíamos sido publicados en inglés, por ejemplo. Entre todos, repartíamos los trabajos de selección y publicación.

«Máquinas y Monos», por otra parte, es —aunque de momento está suspendido— el taller literario de la revista virtual Axxón —que ya lleva más de trescientos números y más de treinta años de continuidad—. Su funcionamiento es similar al de «Taller 7».

—¿Por qué esa fascinación tan particular con el suicidio?

—¡Ja, ja! Es curioso. No lo había notado hasta tu pregunta. Y sí, es un tema recurrente; pero no he indagado en el porqué. Supongo que es por la variedad de enfoques que permite, tal como ocurre con la Historia o el humor; pero no tengo una respuesta meditada. Ni siquiera tengo ejemplos cercanos en la vida real que hubieran podido aportarme algo. De seguro, hay algo de fascinación con un hecho tan irreversible como es la muerte; y, en este caso, que sea la propia mano quien la ejecute.

—Has ganado muchos premios y reconocimientos por tu labor literaria. ¿Cuál fue el momento de mayor alegría?

—Probablemente, tenga que ver con la primera vez que vi un texto mío publicado en esta «nueva etapa» como escritor; una minificción que se llama Siseneg, justamente en la revista Axxón. Luego, la presentación de alguno de mis libros, la primera vez que firmé una dedicatoria, presentar mis libros en la escuela en la que hice mi primaria junto a las que fueron mis maestras. O quizá, ver en casa de mi hijo, enmarcada, la primera versión manuscrita de mi cuento Éramos un millón de animalitos ciegos, que anda, también, por los cuarenta años.

—Hoy en día cómo evalúas la literatura que se está haciendo. Los cambios generacionales y sus aportes ¿Qué rescatas y que desechas?

—Creo que vivimos en una revolución semejante a la Revolución Cognitiva que menciona Harari, al nacimiento de la agricultura, a la aparición de la escritura o a la revolución industrial. Si bien lo digital, en cuanto hard, es un derivado lógico de esta última; todo lo que trajo aparejado y el cambio en nuestra forma de comunicarnos, de pensar, el acceso al conocimiento, la cantidad de información disponible es, a mi modo de ver, muy difícil de evaluar en tanto estamos en medio del torbellino. Han cambiado las formas en las que accedemos a la literatura y los temas. Una de las características, creo, es la cantidad disponible; muy superior a lo que podríamos llegar a leer en más de una vida. Esto trae aparejados, claro, paja y trigo; y hay que —aquí creo que radica hoy buena parte del esfuerzo lector— distinguir una del otro. En lo personal, recurro mucho a las redes, donde se encuentran verdaderas joyas, y bastante poco a las editoriales del mainstream.

Pero hoy la literatura también está en el cine, en los videojuegos, en los chats. ¿Esto es malo? No necesariamente, de manera independiente de que me guste o no hacia dónde van las cosas —y no, no tengo un juicio de valor establecido—. El interés que tiene para mí un libro de papel, lo tiene su smartphone para un adolescente. ¿Se puede hacer algo para volver las cosas a las «buenas épocas»? Creo que no, y que, además, cualquier esfuerzo en ese sentido es imprudente e innecesario. Es más, creo con firmeza en incentivar a un joven a que siga su propio camino. Entonces, ¿cómo hacemos que un joven, un adolescente, aprenda a separar paja de trigo? Con educación. Allí creo que está el quid.

—Daniel, es evidente que, a nivel personal, estás íntimamente vinculado con el mundo del arte, y en concreto, con la pintura, la música, la historia, aunque sabemos que tu gran pasión, radica, inexorablemente, en todo lo interconectado con lo fantástico. Pues bien, ¿qué consideras que te aporta a ti y, por ende, a la realidad del momento, este «conglomerado» cuasiexistencialista y filosófico que supone lo ilusorio?

—Es difícil expresarlo. Haciendo un poco de reduccionismo, en un principio, se trató de gustos. Siempre me gustó la literatura fantástica; aunque no lo que se agrupa en el género «espadas y dragones»; sino en el realismo mágico y la ya nombrada narrativa conjetural, por poner dos ejemplos. Es complicado valorar, y hasta contrafáctico, qué hubiera sido de mi escritura sin ese componente o, lo que es casi lo mismo, cuánto me aportó a mí y a mi visión de la realidad. Es un tópico común citar a libros encuadrados en «lo fantástico» que terminaron siendo una realidad. Por allí están Un mundo Feliz y 1984. Por supuesto, mis escritos tienen mucho de la realidad en la que vivo; aunque enseguida aparezca el elemento fantástico y, en sentido inverso, la fantasía me permite algo parecido a un cierto ejercicio de pensamiento lateral que, para mí, funciona.

—¿Cuál ha sido tu mayor «imprudencia»? Algo que recuerdes donde no pudiste mantener el control.

—Aunque me miento que soy una persona tranquila, mi estado natural se rige por la imposibilidad de mantener el control. La diferencia radica en la cantidad de veces que, a diario, se presentan estas oportunidades donde me es dado practicar mi arte de perder el control. Siento un especial afecto por los insultos y se me hace cada vez más difícil disimular mi incomodidad con ciertas personas. Me estoy volviendo un viejo quejoso y amargado. Pero me gusta. Así que sería difícil elegir «un» momento.

 

 

Daniel Frini nació en Córdoba, Argentina en el año 1963. Es Ingeniero Mecánico, electricista de profesión, escritor y artista visual. Ha publicado en varias revistas virtuales, en papel, en blogs y en antologías de Argentina, España, México, Colombia, Chile, Perú. Además, tradujo y publicó en Italia, Portugal, Brasil, Francia, Estados Unidos, Canadá, Uzbekistán y Hungría. También publicó Poemas de Adriana con Artilugio Ediciones, Buenos Aires, en el año 2017; Manual de autoayuda para fantasmas con Editorial Micópolis, Lima, Perú, en el 2015; El Diluvio Universal y otros efectos especiales con Eppursimuove Ediciones, Buenos Aires, 2016; Nueve hombres que murieron en Borneo con Artilugio Ediciones, Buenos Aires, en 2018, y La vida sexual de las arañas pollito con Color Ciego Ediciones, San Luis, Argentina, 2019. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve Garzón Céspedes en el año 2009, Madrid / México D. F.; Premio «La Oveja Negra» en 2009, Buenos Aires, Argentina; el Premio El Dinosaurio en 2010, Colombia; Premio IX Certamen Internacional de Poesía 2011 España; Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle 2017, España; el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017 España y el Primer Premio del III Concurso de Microrrelato Ilustrado Universidad de Jaén en el año 2019, España.

🔖 Nota biográfica completa: https://registrodeescritores.com.ar/project/daniel-frini/  📚 Libros: https://www.todostuslibros.com/autor/frini-daniel – 👤 Facebook: https://www.facebook.com/DanielFriniEscritor – 🖥️ Web/Blog: http://danielfrini2.blogspot.com/.

 

 

Juan Carlos Vásquez

Juan Carlos Vásquez (Valencia, Venezuela). Ha participado en volúmenes colectivos y antologías en México, Chile, Estados Unidos, y España. Formó parte del grupo cultural Spanic Attack (Nueva York, 2004); Formó parte del grupo cultural Spanic Attack (Nueva York, 2004). Es autor del libro de relatos Pedazos de familia (Ediciones Estival, 2000). Responsable de HD Kaos. Obtuvo distinciones en los Concursos de poesía prolingüístico y multimedia Premio Nosside (Calabria, Italia), ediciones 2005 y 2006. Finalista del concurso de microrrelato «Guka» Buenos Aires, 2018. Ha escrito los libros de relatos Invulnerables, Ward’s Island (la conservación de los recuerdos) y Colapso, un libro recopilatorio de su poesía, inédito hasta el momento. Vásquez se trasladó a la Florida en 1999. Desde entonces ha vivido en Tampa Bay, San Francisco, Nueva York, La Coruña, Alicante y otras ciudades de Estados Unidos y España.

Email: jcvasquezf[at]gmail.com | 🖥️ Blog: arquetiposdemiyo.blogspot.com/

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📷 Fotografía de Daniel Frini remitida por el escritor entrevistado

 

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Revista Almiar (Margen Cero™ · 👨‍💻 PmmC) · n.º 121 · noviembre-diciembre de 2022

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