relato por
Héctor Krikorian
L
os cuatro hombres, vestidos de negro, con cuerpos curvados por el peso, transportaban a la humilde iglesia del barrio suburbano el ataúd que contenía el cadáver del único hijo de doña Amalia; iban para conseguir, con la bendición religiosa póstuma, aliviar en algo el sufrimiento de esa anciana.
La lluvia persistía, el cielo, cargado de nubes, semejaba un crepúsculo anticipado. El cortejo era más lúgubre que su propio significado. Unos pocos transeúntes los miraron, quizá habrán pensado: No somos nada, y siguieron hacia sus dolores.
. . . .
El cuchicheo cubre, como una telaraña, las paredes y los objetos de la habitación.
Los hombres, todos viejos, murmuraban entre sí; a intervalos, dirigían las miradas hacia un camastro; no muy cerca de él, una mesa con dos sillas a los costados; contra la pared más lejana se apolillaba un ropero de madera.
Una lámpara de escasa potencia, colgaba del techo y hacía más deprimente el lugar.
En el lecho, en silencio, estaba acostado un hombre, inmóvil, de un poco más de medio siglo de vida; una frazada muy usada lo cubría y marcaba su cuerpo flaco y largo; el rostro era toda palidez; el pelo, revuelto y entrecano; respiraba con esfuerzo; las manos, donde las venas superaban a los huesos, entrelazaban los dedos sobre el pecho, quizá previendo su posición definitiva. Parecía sufrir. Del sueño pasaba al despertar, pero una pesadilla se le reiteraba: se veía como un ciervo perseguido por una jauría de lobos con dientes punzantes que, al alcanzarlo, lo mordían, mordían, mordían.
Al lado del postrado: su madre, sentada, balanceaba el torso hacia adelante y hacia atrás, acariciaba, sin cesar, las cuentas de un rosario; vestía en negro absoluto, el pelo era blanco y peinado tirante hacia atrás; los labios —arrugas apenas visibles—, se movían sin sonidos, en un rezo perseverante.
La cama crujió, atraídos por el ruido, los cuatro ancianos se precipitaron sobre el moribundo, éste abrió los ojos, negros, casi desorbitados, miró a todos y con voz ronca, gritó:
—¡No reces, mamá! ¡No recen por mí, carajo!
La anciana siguió con sus oraciones.
Uno de los hombres se acercó aún más al enfermo, y le dijo:
—Oíme, Pedro, por favor, dejame traer un cura, estás mal y ya que no podés salvar tu cuerpo, salvá tu alma…
—No —murmuró Pedro.
—¡Si serás idiota! Mirá tu mamá cómo sufre. ¿No te da pena?
El agonizante no contestó, como desinteresado de todo lo que pasaba a su alrededor.
—¿Me oís? Escuchame…—dijo el amigo.
—Sí —contestó Pedro, en susurro.
—No sé por qué no creés en Dios… sos un buen tipo, pero no podés seguir así, mirá, estoy seguro que dentro tuyo está Nuestro Señor, y vos lo sabés muy bien…
—Adentro mío no hay nadie.
—Yo no te puedo hablar como un sabio, te hablo de amigo a amigo… aunque no te arrepientas de lo que hiciste y de lo que no creíste, ahora, en este momento, te pido que hagas una cosa, una sola, nada más…
—¿Qué?
—Aceptá a Dios y te va a perdonar, Él es muy bueno…
—Idiotas.
—Pedro, estás muy mal… ya sé… soy un bruto al decírtelo, pero es la verdad. ¿Llamo al cura… sí? ¿Lo llamo?
Pasó un largo momento.
Después, una sonrisa, casi imperceptible, apareció en los labios opacos del desmejorado, y dijo:
—Sí, traelo. —y solo esperó que los lobos volvieran a morderlo.
Entonces el amigo dio un salto y gritó:
—¡Sí! Dijo que sí. ¡Doña Amalia… dijo sí! ¡Roberto, corré a la parroquia, decile al cura que venga rápido, rápido!
. . . .
—Por aquí, Padre, pase…
—Permiso… —dijo el sacerdote, de cara rosada, calvo, casi obeso, que luego de entrar se paró junto al camastro, mientras sus manos incoloras, apretaban un libro de tapas negras; la anciana se le acercó y con voz temblorosa, le dijo:
—Oh, Padre… si supiera cuánto le pedí a la Virgen… ¡cuánto! —el cura le respondió con una mirada, ella siguió—. Al fin dijo que sí. ¡El buen Jesús no podía dejar que mi Pedro muriera alejado de Él!
Mientras tanto, el agonizante los miraba con un gesto que aparentaba convencimiento.
La mujer y los hombres se acercaron, el confesor se inclinó con esfuerzo hasta casi rozar la cara del enfermo, este, sin titubear, clavó sus ojos en los del religioso, al sentirlos, el sacerdote hizo un gesto de desagrado, pero, al fin, se rehízo y atinó a demostrar serenidad.
Enseguida, abrió el libro negro y, cuando iba a empezar a leer, se escuchó una voz decidida:
—Padre…
—¿Qué pasa, hijo? —contestó el cura, inclinándose más hacia Pedro.
—Quise que usted estuviera aquí solo para algo…
—Aquí estoy, hijo mío. ¿Qué es lo que deseas?
—Padre…
—Sí, hijo, habla… yo y el Señor te escuchamos…
El afectado elevó el torso, y gritó hasta que su voz se convirtió en un eco:
—¡No creo en Dios! No creo. No… no…
El sacerdote sacudió la cabeza con violencia, trató de encontrar alguna explicación, intentó defender su posición de salvador de almas y, cuando iba a comenzar a esgrimir sus armas sobre el arrepentimiento, Dios, el infierno, la madre se arrojó sobre el hijo y, con el rosario apretado en sus puños lo empezó a golpear en el pecho, mientras gritaba:
—¡Maldito! ¡Maldito!
Los hombres, con esfuerzo, pudieron contenerla:
—No, doña Amalia, no… por favor…
—¡Tranquilícese, señora, cálmese!
—No se haga más daño.
—Dejemos que Pedro descanse…
—¿Descanse…? Miren.
Los puños de Pedro habían quedado inmóviles, apretados sobre el corazón; la cara, con los ojos abiertos; los labios: en una mueca clausurada tras su último desafío.
. . . .
Los que transportan el féretro bajan y entran en la semioscuridad, apenas interrumpida por velas y lámparas.
La iglesia está vacía. En el fondo, cerca del altar, hay pinturas, ya difusas, que representan a santos, vírgenes, ángeles.
Afuera llueve; las gotas caen sobre el techo de chapa del templo, y suenan: trac, trac, trac, trac, trac…
Por el medio de las dos hileras de reclinatorios, avanza lento el grupo mortuorio, en silencio.
Cuatro hombres sostienen el cajón por sus ángulos, el piso y los zapatos mojados los hacen caminar con torpeza.
Detrás de ellos, camina la madre del difunto, con los dientes apretados, los ojos puestos en la cruz; va con las manos enlazadas por el rosario; toda de negro.
Cuando la procesión llega delante del altar, la mirada del cura parece contener un propósito extraño.
El ataúd es oscuro, sin ornamento, opaco, semeja un monstruo quieto que devora vida y esperanzas.
Los cuatro amigos, después de colocar el féretro sobre una plataforma, se acercan a la madre, pero ésta les da la espalda, se dirige hacia el primer banco ante el altar, el lugar más alejado de todos; los hombres la dejan ir y se colocan muy juntos, quizá con miedo.
Silencio.
Trac, trac, trac, trac, trac…
El sacerdote mira hacia el ataúd, donde debería estar la cara del difunto, y piensa: ¿Quisiste morir como un animal? Aunque no lo quieras, ¡yo, con mi bendición, te enviaré a Dios y a los cielos!; después, mira uno a uno a los presentes, eleva los ojos hacia el techo y, cuando los baja, hace la señal de la cruz sobre el cajón con una mano que sostiene un crucifijo enorme y una piedra roja en el centro, y comienza la bendición:
—En el nombre del Padre, del Hijo y del…
En ese momento un alarido surge del féretro cuando cae al piso mojado, mientras se le desprende la tapa.
Entonces, la anciana, rígida, lleva los ojos, sin parpadear y sin descanso, desde la cruz, allí arriba, al ataúd, allí abajo, del ataúd, allí abajo, a la cruz, allí arriba, ataúd, abajo, cruz, arriba, ataúd, cruz, ataúd, cruz… mientras aprieta el rosario con las manos sin sangre, mueve los labios endurecidos, como si rezara, y masculla: teodioteodioseñorporquitarmeamihijoteodiohijoporquitarmeadiosteodioteodioseñorporquitarmeamihijoteodiohijoporquitarmeadiosteodioteodioseñorporquitarmeamihijoteodiohijoporquitarmeadiosteodioteodioseñorporquitarmeamihijoteodiohijoporquitarmeadios…
Y continúa esclava del ir y venir demencial de su mirada: desde la cara sufriente del crucificado a la cara del muerto que sonríe, desde la cara sufriente del crucificado a la cara del muerto que sonríe, de la cara sufriente a la cara que sonríe…
Y… trac, trac, trac, trac, trac…
Héctor Krikorian. Nació en Buenos Aires, capital de la República Argentina. Abogado. Realizó taller de escritura con Alicia Dujovne Ortiz, Jorge Torres Zavaleta, Eduardo Gudiño Kieffer y Liliana Díaz Mindurry. Ha escrito cuentos, poesía, teatro, divulgación, ensayos y novela.
Entre las numerosas distinciones que ha recibido relacionamos las siguientes:
· Ganador del Premio Edenor – Concurso de cuentos para escritores inéditos 1995 – 21.ª Exposición Feria Internacional de Buenos Aires El Libro – del Autor al Lector.
· Medalla de honor y Mención Especial – Certamen Literario de cuentos breves, por el cuento Cathedra (1995).
· Segundo Premio – Poesía – Certamen Literario 42.° Aniversario Club de Leones de Buenos Aires (1997).
· Segundo Premio – Concurso de cuentos 1999 – Colegio Público de abogados de la Capital Federal de la República Argentina.
· Mención de honor – Concurso de cuentos 2003 – Revista literaria Décima Musa.
· Mención de honor y Mención especial – Cuentos – Certamen Literario Luis B. Negreti (2003) – Sociedad argentina de escritores, Seccional Junin.
· Seleccionado en el I Premio Internacional de cuento Carmen Báez – Morelia (México, 2003).
· Segundo Premio y Medalla – Cuento – Certamen Literario 49.° aniversario Club de Leones de Buenos Aires (2003).
· Mención honorífica – Concurso de cuentos 2003 – Colegio público de abogados de la Capital Federal de la República Argentina.
· Seleccionado para Antología Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve 2004 – Editorial De los cuatro vientos.
· Mención y seleccionado para Antología – Concurso Canto a la vida – Ficción breve – 2004 – Pontificia Universidad Católica Argentina.
· Segundo premio del III Certamen de Relato Breve Almiar, 2005, por el relato El águila.
· Finalista en el V Concurso Internacional de Novela Contacto Latino (EE.UU.), marzo 2018, por la novela: Soledades (La batalla).
Con el relato aquí publicado fue Primer Finalista en el Concurso de relato breve «Cibercontes@teus, Primera Edició», 2009 (Cataluña, España).
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 119 · noviembre-diciembre de 2021
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