relato por
Paula Aldana Vite

 

M

i María, mi dulce amor, mi sueño, apenas éramos unos niños y nos comíamos el mundo cuando la muerte de manera atroz me la quitó.

Una tarde, junto al río, un perro rabioso atacó a María. La mordió de lleno en brazos y piernas y aunque pudieron cerrar las heridas, en el pueblo no se hizo el menor esfuerzo por llevarla al médico, todo era la voluntad de dios; además de rezos y hierbas no hubo más que esperar al milagro que nunca llegó, en lugar de eso, una baba espesa llegó a deformar su tierna boca, que en otros tiempo había sido toda mía, sus ojos se voltearon tanto que se veían blancos y sus músculos tan rígidos la habían convertido en una extraña figura amarrada a una silla, apenas salían unos extraños sonidos de su boca, pero se sentían llenos de dolor y rabia, mientras todos a su alrededor rezábamos pidiendo que la salvara la misericordia divina, lo único que ocurrió fue que tuvo una muerte lenta y dolorosa. Así, de esa manera cruel, desapareció para siempre mi tierna y dulce María, la embalsamaron ya que su madre no quería perder la belleza de su hija, la velamos nueve días, todos con miedo de tocarla, mi madre no me dejó acercarme ni un momento para despedirme. No comí nada en ese tiempo, mis ganas de seguirla eran muy grandes, al ir a enterrarla no dejaba de pensar en que ya nunca más habría tardes escondidos detrás de las huertas donde nos dedicábamos al amor, ya no más paseos nocturnos tomados de la mano camino a la feria vecina ni el casto beso al dejarla en su casa.

Todo eso llenaba mi mente y mi corazón y al colocar la caja rosa en la sepultura una angustia terrible me sobrecogió, era tal el dolor que sentía en ese momento que sin darme cuenta caí sobre la caja; dicen que gritaba y lloraba como un loco… No recuerdo nada… Dicen que a rastras me llevaron a mi casa y que de inmediato caí enfermo… Dicen que no era yo.

Tuve sueños extraños, eso sí lo recuerdo. María lograba soltarse de sus amarres y corriendo como una bestia salvaje saltaba sobre mí, la miraba con sus ojos blancos y ella acercaba su boca babosa a la mía, yo la empujaba y al hacerlo, ella, de un zarpazo me abría el pecho y me sacaba el corazón, era justo cuando despertaba; todas las noches soñaba lo mismo y despertaba dando gritos empapado de sudor, buscando entre las sombras a esa mujer de mis pesadillas.

María no solo me había abandonado, también me había robado la razón, el sueño y el corazón, el vacío que sentía era tan grande dentro de mi pecho que me llevó varios meses salir de la cama.

Mi padre, hombre severo, me veía al llegar del campo con sus ojos duros y solo movía la cabeza. Pero un día, a punta de palazos me sacó y me llevó a trabajar la tierra, los gritos de mi madre no lograron nada; no le reprocho lo que hizo, de lo contrario hubiera terminado mi vida inútilmente.

Fue así que mi vida comenzó de nuevo, aunque mis pesadillas seguían acosándome y la tristeza no me soltaba.

De forma clandestina, molía a palos a los perros que agarraba descuidados, pronto la gente del pueblo empezó a señalarme, pero sabían qué tan grande era mi dolor y no se atrevían a decirme algo.

Hacía todo como un ser sin alma, no había pasión en mí y cuando pasaba por un lugar donde mi María y yo habíamos estado juntos, era inevitable el dolor profundo en mi alma.

Nunca dejé de pensar en ella, de añorarla y extrañarla; despierto y dormido, su recuerdo me atormentaba y la pesadilla me robaba el sueño a tal grado que solo dormía un par de horas.

Mi vida parecía miserable, hasta que en una hermosa tarde lluviosa, en la tienda de don Justino vi a la mujer más hermosa jamás imaginada, su nombre era Susana, la lluvia había provocado que su vestido de verano se entallara y su largo pelo caía sobre su cara pálida, podía ver cómo tiritaba y temblaban sus labios cuando castañeaban sus blancos dientes, mientras sus ojos casi negros miraban con curiosidad el lugar. El olor a café había atraído a Susana y a su padre que era el profesor que había mandado el gobierno a la escuela rural, llevábamos una semana esperándolo, pero el clima había complicado su llegada.

Pidieron amablemente un café y se presentaron, la lluvia al parecer estaba de mi parte porque cada vez caía con más fuerza, así que era imposible llamar al jefe del pueblo para presentárselo y que los llevara a su casa; eso lo tomé como una señal del destino, mi padre no me perdía de vista así que con una discreta patada me ordenó que los acercara hasta el hogar para que se calentaran y que le prestara mi gabán a la chica.

Desde ese momento no tuve nada más que ojos para Susana, oídos para su voz, nariz para oler su suave olor y mis manos y boca querían llegar lo antes posible a ella.

Esa tarde mi vida comenzó de nuevo.

Soñaba despierto con ella, la seguía sin ser visto, me la topaba sin querer y aunque me saludaba y sonreía y me esmeraba en atraerla, algo pasaba, ella no me dejaba acercar mucho. Comencé a pensar que algo estaba mal en mí, sobre todo cuando vi que tenía una cercana amistad con otro joven del pueblo; yo tenía una rabia, unos celos sin igual, imaginaba que algo le pasaba a ese joven y ella, desconsolada venía a pedir mi ayuda, imaginaba cualquier cosa y la seguía casi como una sombra.

Con todo y Susana, las pesadillas seguían y una noche entendí que algo me faltaba, algo que seguramente había perdido con la muerte de María y ahora lo necesitaba. De pronto la aborrecía por hacerme eso, así que a la mañana siguiente fui al pueblo vecino, sin que nadie supiera, para buscar a la señora Eulalia, una vieja matrona que hacía toda clase de brebajes, amarres y desamarres.

Al recibirme tuve que darle las tres monedas que llevaba, una la puso bajo la figura de un ángel, otra bajo la figura de un demonio y la tercera la guardó entre sus enormes pechos.

Le expliqué mis sueños, le hablé de María, lleno de odio y dolor indecible; y de Susana, con tanta pasión y ternura que casi lloraba de no tenerla ahí mismo.

La vieja Eulalia me veía con sus pequeños ojos de topo que tenían una extraña inteligencia. Tomó un enorme cigarro y comenzó a echarme el humo en la cara, me pasó unos huevos y los estrelló en el piso, aventó unas piedritas y después de un momento de examinarlas, me miró fijo y me dijo:

—No tienes corazón, por eso no te miran.

—¿Qué hago?

—Ve por él.

No entendí lo que me decía, pero mientras pensaba en eso, ella colocaba en una bolsa una pequeña navaja que tenía amarradas unas plumas y unas pequeñas piedras de colores, las bañó con un extraño líquido mientras decía unas extrañas oraciones.

—Ve, María lo tiene.

No dijo nada más, con la bolsa en la mano me arrastró hacia afuera y cerró la puerta.

Me quedé parado afuera, no sabía si regresar y preguntar más instrucciones o si ir de inmediato al panteón, ya que de noche, nadie podría verme.

Lo confieso, tuve miedo, el sueño que me atormentaba de pronto se me apareció tan real; pero al mismo tiempo pensaba en Susana, lograría ser mía si recuperaba mi corazón.

Fui al panteón, la barda que lo bordeaba era baja y había un anuncio que decía «La eternidad comienza aquí».

La reja estaba abierta, en el pueblo no había desconfianza, anduve con cuidado por las tumbas abiertas que preparaba el cuidador cuando no tenía nada que hacer; sentía mi cabeza latir con violencia, sentía que mi respiración se entrecortaba, habían pasado tres años.

Mi en otro tiempo dulce amor, María, sin saberlo me esperaba, pero, ¿qué encontraría?

 

No éramos más que polvo y huesos, podredumbre al morir.

Llegué a su tumba, había unas flores secas y una vieja muñeca de trapo ya sin ojos.

Me arrodillé con gran dificultad y fue cuando descubrí que no llevaba una pala ni nada con que mover la tierra.

La ansiedad me gobernaba por completo y para evitar gritar comencé a cavar con mis manos, sentía que mis uñas se lastimaban porque tenía al mismo tiempo una furia tal, incontrolable; empecé a sentir toda la miseria en la que me había tenido María, cavé por horas, las manos al final sangraban y esa sangre se volvía negra por la tierra, mi rostro igual, sentía los dientes fuertemente apretados.

Al fin llegué a la caja.

El rosado se había perdido.

El tiempo se detuvo.

Ahí estaba, María, mi María… una profunda ternura me llenó de golpe y comencé a llorar, ¿en realidad la odiaba? Tal vez lo que odiaba era el que se hubiera ido sin llevarme.

Susana se desdibujaba de mi mente…

María en un recuerdo me besaba…

Susana aparecía de nuevo, con su vestido entallado por la lluvia…

María aparecía, con su infantil sonrisa…

Susana con el pelo en el rostro…

María, con la boca llena de espuma…

Abrí de golpe la tapa podrida, las astillas se clavaron en mis manos.

Mantuve la vista en el cielo, no quería mirar, no podía, las lágrimas se desbordaban, de pronto volví a odiarla por llevarme hasta ese punto y volteé a verla. A pesar del tiempo se veía casi intacta, con los ojos medio abiertos, medio cerrados, con las manos sobre su pecho.

Comencé a temblar violentamente.

Mi María… Con cuidado le toqué el rostro, duro, seco y frío.

Y en mi mente, Susana, tiritando, calentando su cuerpo con mi gabán.

Mi cabeza era una total confusión.

Tomé la navaja y al querer mover sus manos, las rompí, el crujido me llenó de asco y tuve que contenerme, decidí apresurarme pues el cielo comenzaba a clarear, escuchaba a lo lejos el canto de los gallos y los ladridos de los perros.

Evitaba mirar su rostro, sus ojos parecían que me miraban.

De nuevo tuve un ataque de rabia, ella tenía la culpa de todo y con un golpe certero le abrí el pecho que casi se desmoronaba.

Dentro de ella no había nada…

Eran sólo los huesos rotos…

Estaba vacía, igual que yo…

Sería suyo para siempre…

Nadie me amaría… Susana…

Me puse de pie y comencé a patear el cuerpo de María, al darme cuenta me lancé sobre sus restos y comencé a llorar como un loco, mis gritos despertaron a los vecinos que de pronto me veían horrorizados sobre el cuerpo de María y gritando y suplicando por Susana.

Así llegué a la vieja comisaría.

Sigo esperando la sentencia de los más viejos, perturbé a un alma que ya había sido torturada.

Tal vez solo me corran del pueblo, tal vez no pueda ver a Susana nunca más…

Mientras dormía en la celda, María vino a mi sueño y con la boca llena de espuma dijo:

—No te lo doy.

Y desgarró mi corazón.

 


 

Paula Aldana Vite

Paula Aldana Vite (3 de septiembre de 1974). Mexicana.
«No tengo un currículo literario, soy comerciante y me encanta escuchar los relatos que la gente me cuenta, en muchos casos son la inspiración de mis cuentos.
Nunca he publicado, aunque empiezo a inmiscuirme en la posibilidad de hacerlo. Siempre he sido una gran lectora y mi pasión es escribir relatos llenos de obsesión y lo que nos atormenta o atemoriza sin que nadie lo note, esos miedos sutiles que no nos atrevemos a expresar, pero que no nos dejan tener una vida normal».

Contactar con la autora: paulavite {at} yahoo.com.mx

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🖼 Ilustración relato: geralt / Pixabay [dominio público]

 

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 111 · julio-agosto de 2020

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