relato por
Óscar Bazán Rodríguez
E
mpujó la puerta de madera, casi oculta por completo por el anuncio de neón, y zigzagueando entre mesa y mesa alcanzó la barra de luces sobre la que el camarero se acodaba, distraído. Le reveló la urgencia de ese trago que experimentaba su sistema nervioso, y atrajo hacia sí, con el elevado tono de su voz, sonrisas que circundaban su espacio.
—No me apetece beber solo —le comentó al camarero, con aire melancólico, una vez con el güisqui a su alcance.
—Adano Gutiérrez —le respondió el hombre extendiendo una mano que no tardó en ser estrechada—. No le aconsejo compartir mesa con ninguno de los feligreses de hoy. ¿Ve que todos están solos?; no es común que la gente venga al Paraíso a buscar compañía, calle abajo encontrará el lugar adecuado para eso.
—Solo quiero un poco de charla. ¿Qué me dice de ese anciano de ahí? ¿Le conoce?
—Claro, el bueno de Noé siempre es el primero en llegar y el primero en emborracharse; seguramente ya no pueda ni articular palabra. Pruebe usted, si quiere.
—¡Déjame en paz, Adano! —gruñó el aludido—, ya sabes que estoy harto de beber agua, eso es todo.
Adano y el hombre rieron ante la ocurrencia del viejo.
—¡Qué pasa! ¿Es que uno no puede hartarse de beber agua? —espetó Noé—. ¿Acaso no terminamos todos hartándonos de todo? ¿Es que no estamos todos aquí porque alguien terminó hartándose de nosotros?
Una decena de copas se alzaron, y gritos de asentimiento reventaron en el local.
—¿Lo ve? —Adano se volvió hacia el hombre—. Noé nunca atiende a razones. Si quiere, tal vez pueda establecer una levísima conversación con Goliat. Es aquel joven corpulento con el niño en brazos. Puede intentar llamar su atención de alguna forma, pero le advierto que su hijo le tiene absorbido el pensamiento. La verdad es que nunca le he visto en el Paraíso sin David en su regazo.
El niño se retorcía y propinaba codazos y patadas maliciosas, según su padre se lo cambiaba de un brazo a otro con suma agilidad.
—Parece que está demasiado ocupado —aventuró el hombre.
—Usted lo ha dicho; como ya le indiqué, no dispone de muchas alternativas aquí. Mi consejo es que busque una mesa vacía y beba usted solo, tal vez algún nuevo cliente se le acerque, nunca se sabe. Lo último que usted quiere es compartir su tiempo con alguien como Abraham, que acaba de perder a su hijo en la guerra —señaló a un hombre con una espesa barba oscura y ojos desorbitados—, o como Sansón, que es incapaz de apartar de su lado el Playboy; mucho menos necesita usted la compañía de Jacobo, bastante tiene él con ocuparse de sus veinte hijos.
—¿Veinte?
Adano asintió.
—Y eso que las habladurías dicen que son muchos más, pero si le digo a usted la cifra no me iba a creer. Ya sabe cómo tienden las personas a exagerarlo todo.
—Es cierto —el hombre se rindió ante el discurso de Adano—. Al menos le tengo a usted para conversar. No se está mal en la barra.
—Oh, no; me temo que usted se confunde. Tiene que buscar un sitio para beber, la barra es solo para los que esperan.
El hombre se revolvió, como asaltado por un súbito escalofrío, por el presentimiento de algo terrible. Recorrió una vez más los rostros espectrales que bebían y fumaban sin derramar una sola palabra por sus labios, envueltos en la espesura de un humo azul y ondulante. Su inspección se detuvo en una mujer que observaba, al igual que él, el espacio irregular del recinto. Llevaba un largo vestido rojo que le cubría hasta los pies, y sus ojos danzarines saltaban de un lugar a otro sin detenerse, llenos de locura y de juventud.
—¿Y esa mujer? ¿Quién es?
Adano se sonrió.
—La que ha dado nombre a este lugar. Ella ha procurado sentido a todo esto. Acérquese, la noto distraída, es posible que hable con usted.
El hombre se irguió y comenzó a caminar bajo la atenta observación de Adano. Se movía con acciones lentas, espumosas, parecía flotar entre las estrellas. La mujer le dirigió una mueca amistosa al descubrirlo a su lado. Con un gesto le invitó a sentarse junto a ella; él aceptó.
—¿Le importa si le hago compañía por un instante?
—No, si es solo por ese instante.
—Gracias. Sentía una necesidad extraña de tomar una última copa en compañía.
—¿Una última copa? —se interesó la mujer, con media sonrisa arqueada—. ¿Qué le hace pensar que será la última?
—¿He dicho la última? —el hombre pareció desconcertado—. Ha debido sugestionarme el nombre de este lugar.
—Sí, a mucha gente le ocurre. Los veo atravesar esa puerta con la ilusión de hallar aquí los sueños que les han sido esquivos, reflejados en la cristalería, en sus propios ojos mientras miran burbujear sus cervezas. Pero muy pronto descubren la verdad y desfallecen, y se entregan a la misma abulia de siempre. ¿Puedo beber de tu copa? —el hombre asintió—. Dentro de todo existe un pequeño infierno, incluso en un lugar con este nombre; el infierno aquí, lo habrás supuesto ya, es la esperanza, la atracción del rótulo, del brillo incandescente que ha visto a la entrada: el letrero del paraíso —dirigió una mirada de soñadora al camarero—. Todos nos mantenemos cerca con la misma ilusión de recuperar lo amado. Ese infierno es el que le traerá a usted de nuevo aquí, pero una vez que se convierta en feligrés nunca volveremos a hablar. Al igual que Adano, mi infierno es vivir sin esperanza.
El hombre no comprendía; había comenzado a marearse con los envolventes torbellinos de humo aromático que de pronto se revolvían con rabia.
—¿Puedo preguntarte tu nombre? —musitó.
—Eva.
Le pareció que ahora su sonrisa había adquirido tintes salvajes. Notó un sabor amargo en la bebida que tenía algo de familiar. Se pasó la lengua por las encías y los labios.
—No te preocupes —dijo Eva—, solo es el veneno, cariño. Nada más.
Las siluetas y las formas se disipaban en una corriente de aire monstruosa que lo elevaba. Se llevó una mano a la frente. Las personas de su alrededor se transformaban en bolas pequeñas y blancas de luz; únicamente las canicas de sus ojos lograban seguir existiendo en aquella espiral vertiginosa. Notó la impresión de lluvia en su piel, de huracán destructor, de terremoto definitivo. Apretó los dientes, aterrorizado, hasta que se desmayó sobre la mesa. Cuando recuperó el sentido solo sabía que estaba a las puertas de aquel bar, y que necesitaba con premura una última copa.
Óscar Bazán Rodríguez, Valladolid (1978): «En el año 2005 viajé a Cincinnati, USA, donde estudié y finalicé mi doctorado en literatura. Desde el 2012 trabajo como profesor de literatura española en la Universidad de las Antillas Menores, Trinidad y Tobago.
En cuanto a mi producción narrativa anterior, he publicado dos novelas: El tren gris (Jirones de azul, 2008) y El vendedor de mariposas (Izana editores, 2014), que fue seleccionada finalista en el premio Nadal.
También he sido colaborador de la Revista Narrativas, y he publicado varios relatos en sus páginas, como La herida (2018), o El deseo de arrancar una flor (2016). Asimismo, fui ganador del primer premio en el certamen de relatos cortos Ayuntamiento de Benferri (2009), del tercero en el premio Consejo Social de Valladolid (2000), y del segundo en el certamen internacional de relatos Félix Francisco Casanova (1996). Por otro lado, como parte de mi trabajo, he publicado varios artículos académicos de investigación, por ejemplo: Memoria, olvido y reinvención personal en Vidas de tinta, de Moisés Pascual Pozas (Hispanófila; 2017), o Las dos Celamas de Luis Mateo Díez: recuerdo y olvido (Castilla. Estudios de literatura; 2015). Aquí dejo también el enlace al tráiler de El vendedor de mariposas: 🎥 https://www.youtube.com/watch?v=jLkGXTtyTA0 ».
Contactar con el autor: oscarbazanrodriguez[at]gmail.com
Ilustración: Fotografía por StockSnap (licencia Pixabay)
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 126 • enero-febrero de 2023
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