relato por
Marc Barrio
U
n traje burdeos, el pelo engominado como el quitinoso caparazón de un escarabajo y un fino bigote pegado al labio, Julián era un chaval. Por mucho que tuviera medio siglo le era imposible sentirse viejo. Él era el mago de la felicidad, escanciador de paz y buenos recuerdos. El comercial que recorría los asilos vendiendo una vida mejor.
En cada rincón del asilo los ancianos le dan los buenos días, insisten en estrecharle la mano y en estamparle el carmín en la mejilla. Quieren agradecerle su trabajo, saber cuándo volverá de visita. Todos le adoran, todos le quieren. Todos le deben una sonrisa.
Julián golpeó la puerta con los nudillos, tres golpes secos con ritmo pausado. Un viejo abrió. Iba en chinos y camiseta interior. Se secaba la cara con una toalla de mano. Unos ojos azules brillaban tras unas gafas de montura al aire y en la cabeza el pelo cano era poco denso, como en un cepillo viejo.
—Buenos días, caballero. Julián Gil de Todo para Recordar —blandió un folleto aguamarina frente al anciano—. ¿Tiene un momento para dedicarme?
El anciano colgó la toalla de su hombro y carraspeó después de clavar los ojos en cada hueso de Julián.
—¿Por qué no? —entró en la habitación y con un gesto invitó a entrar al comercial—. Llámame Lorenzo.
La habitación olía a sopa de sobre y espuma de afeitar y era como un álbum de fotos. Por las paredes, en la puerta del armario, en las mesitas de noche, la mesa de despacho y la mesita de café. Sus padres, sus hermanos, mujer, hijos, los trabajos en los que aprendió, los negocios que emprendió, los países que visitó, los amigos que amó. Las fotos eran un completo catálogo de todo cuanto Lorenzo había tenido y perdido.
El anciano entró en el lavabo, Julián llegó a ver varias fotos colgadas en el marco del espejo.
—Póngase cómodo.
Julián se sentó en una de las butacas. Ancianos rejuvenecidos le miraban desde la mesita. Uno con botas de agua y pecho velludo sujetaba una ristra de truchas; otro, sentado en el capó de un cuatro latas, lucía la frente manchada de sudor y las mejillas perladas de aceite; un tercero posaba junto a un enorme hombre caucásico, ambos con calzones y guantes de boxeo; había un anciano con delantal en una cocina; otro sentado tras una batería; y otro con los pies colgando en lo alto de un andamio. Todos sonreían. Lorenzo se sentó en la butaca junto a Julián mientras se abotonaba la camisa.
—Muchas gracias por atenderme.
—Soy un viejo con mucho tiempo libre. Lo cual no excusa de ir al grano.
—Señor Lorenzo —tendió el folleto al anciano—, con esto se acabaron sus preocupaciones.
—¿Qué me está vendiendo? —cogió el folleto.
—TpR le ofrece vivir la vida que siempre quiso.
—¡No me diga!
—Con nuestro programa podrá reescribir sus recuerdos. Pasará sus últimos años viviendo la feliz vida de un hombre que vivió todo cuanto quiso vivir.
—¿Me ofrece recordar una mentira?
—Señor Lorenzo, los recuerdos son una mentira. ¿Acaso no recuerdan los depresivos sólo lo malo para justificar su tristeza? ¿No recuerdan los triunfadores sólo lo bueno para justificar su grandeza?
—Recordamos lo importante. Somos la suma de los momentos clave que hemos vivido.
—Pero los recordamos a nuestra manera. En cierto modo, no podemos saber si lo que recordamos es cierto o no, por eso los recuerdos de TpR son tan reales como los genuinos.
—Joven, no me digas que mis recuerdos no son reales. Sé muy bien la vida que he vivido —apartó sus labios para enseñar la ausencia del incisivo inferior derecho—. Me lo arrancó Karolek en una exhibición de boxeo benéfico, con el primer golpe —se subió la pernera izquierda y en su gemelo relucía un relámpago de plata—. En el alto Ebro, pescando truchas, resbalé y metí la pierna entre unos guijarros —señaló una urna vestida con flores en el marco de la ventana—. La mujer con la que compartí cincuenta y dos años de mi vida —se inclinó hacia Julián—, ¿insinúas que es todo mentira?
—Nada más lejos. Creo que no me entendió. No hablamos de olvidar los buenos tiempos sino de sustituir los malos recuerdos por buenos. ¿Usted tiene malos recuerdos?
—Como todos.
—No, yo no —Julián sonrió como si unos ganchos le intentaran arrancar los labios.
—Qué triste.
—Exacto. Los recuerdos malos nos hacen tristes. Las personas que nos abandonaron o nos rechazaron, las peleas que perdimos, todas las veces que nos decepcionaron. ¿No le gustaría ser usted el que arrancó un diente en el primer golpe?
—Dios, no.
—¿Al final ganó?
—Me dio una paliza. Recibí tantos golpes que los jueces casi perdieron la cuenta —Lorenzo rió como el que recuerda un mal chiste—. Cuando la campana marcó el final seguía en pie, después de todos los golpes, aguanté en pie.
—Podría recordar que ganó. Sería un recuerdo tan nítido como el real.
—No lo entiendes. Si hubiera ganado todo sería distinto —se encogió de hombros—. No lo entiendes porque no recuerdas dejarte la piel por nada. Agrupar todas tus pertenencias en una sola esperanza y fracasar. Perderlo todo. Quedarte sin nada. Sin nada salvo la experiencia del fracaso, el alma endurecida por los golpes y los músculos desvanecidos por el esfuerzo. No te engañes, son esos momentos tristes, como tú los llamas, los que hacen los felices. La felicidad es recordar los malos momentos y poder decir con orgullo: resistí.
—Yo tengo muchos recuerdos buenos sin necesidad de malos.
—¿De veras? ¿Cómo son esos recuerdos?
—Recuerdo visitar todo los países del mundo y sus mejores lugares. Recuerdo interminables fiestas con decenas de amigos y multitud de aventuras amorosas.
—¿Cuántos de ellos le recuerdan a usted? Puede que ninguno de ellos sea real.
Silencio.
—Una sucesión de recuerdos felices no son una vida, son un collage en blanco. ¿Cómo puede ser feliz así?
—Al levantarme esta mañana lo era.
Lorenzo jugó con el folleto en sus manos.
—No se preocupe —le tendió el folleto a Julián—. Volverá a serlo.
Marc Barrio Villegas: «Después de mis estudios quería dedicarme a algo moderno y con futuro, así que decidí ser escritor. No mucho después, allá por el 2015, tropecé con la producción audiovisual. Casi por accidente accedí a conducir una furgoneta, cargada con más luces que un tiovivo, por cuatro duros y una birra. La experiencia fue horrible, pero la cerveza estaba tan rica que continúe aceptando encargos. Así participé en videoclips, películas, cortometrajes, sesiones de fotos y anuncios. Pasé tanto tiempo entre cámaras que en algún momento me enamoré de ellas. Así descubrí mi otra vocación, una disciplina respetada y valorada, la fotografía. Ahora, tras dos años como soldado de fortuna, he sacado adelante producciones imposibles; tengo tantas historias por escribir que temo que me falte vida para hacerlo; he fotografiado instantes que jamás volveré a ver y sigo buscando nuevas aventuras en las que embarcarme y nuevos horizontes que cruzar».
💻 Web del autor: http://mbarriov.es/
🖼️ Ilustración relato: Foundry / Pixabay [public domain]
Revista Almiar (Margen Cero™ 👨💻 PmmC) • n.º 100 • septiembre-octubre de 2018
Lecturas de esta página: 152
Comentarios recientes