artículo por
Julio Carmona

 

V

oy a hacer algunos comentarios a un artículo de James Higgins. Empiezo citando su primer párrafo:

Se ha discutido mucho sobre si Vallejo es o no es un poeta social. Creo que la verdad está entre los dos extremos. Efectivamente, Vallejo es un poeta social en cuanto su obra trata de la injusticia social y proclama la liberación de los oprimidos mediante la revolución. Pero en Vallejo lo social es un aspecto de la injusticia de la vida y la revolución es una primera etapa hacia la redención total de los hombres. (James Higgins, La revolución y la redención del hombre en Vallejo, en: Universidad, Órgano de extensión cultural de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, Año III, N.° 9, Ayacucho, julio de 1967) p. 2.

La primera proposición de este párrafo, a mi entender, parte de una premisa incompleta, pues la oposición no se da entre «si Vallejo es o no es un poeta social», sino entre si es poeta social o, contrariamente, si es un poeta formalista —que es, desde lo literario, la verdadera oposición—. Porque la segunda parte de la premisa de Higgins sería: no es un poeta social, cuando lo correcto es decir lo contrario: o es un poeta formalista. Pero, en lo que sigue de esa primera proposición, es que hay una conclusión contradictoria, porque decir «que la verdad está entre los dos extremos» equivale a decir: que es social y que no es social. Y bien se sabe que, en poesía, como en cualquier otro ámbito, no se puede ser lo uno y lo otro a la vez. ¿O ha querido decir que entre ambos extremos hay una tercera opción? (que no se dice cuál es en todo el artículo).

Sin embargo, Higgins insiste en su galimatías, pues dice que «Efectivamente, Vallejo es un poeta social» (pero) «en cuanto su obra trata de la injusticia social y proclama la liberación de los oprimidos mediante la revolución». Y lo que se desprende de esa afirmación es que solo es social cuando «su obra trata de la injusticia social y proclama la liberación de los oprimidos mediante la revolución», o sea que de eso se ha de seguir que al tratar cualquier otro tema deja de ser poeta social. Hubiera quedado mejor si planteaba su oposición entre lo social y lo político. Y mejor, insisto, entre lo social y lo formalista (o lo puro: aunque con esto último es repetir una fórmula periclitada, pero que dio origen a los formalismos de hogaño, como si se dijera que ‘de esos polvos vienen estos lodos’).

Y, entonces, lo que hace Higgins es irse por las ramas, porque después de aceptar que, efectivamente, «es un poeta social», inmediatamente, morigera esta situación, tratando de explicar lo que es para Vallejo lo social, pues dice que «en Vallejo lo social es un aspecto de la injusticia de la vida», y, cabe preguntar: ¿cómo sabe que en Vallejo se reducía a eso lo social? Y, en realidad, esa es una «explicación» que puede ser contradicha con esta otra pregunta: ¿la vida es —para Vallejo— una injusticia? Y esto está muy lejos de demostrarse con su poesía, ni siquiera con la de Los heraldos negros (que es a la que alude, después, Higgins). Comenzando con el primer poema de este libro, cuyo primer verso dice: «Hay golpes en la vida tan fuertes. Yo no sé». Y de ahí no debe desprenderse que dichos «golpes» provengan de la vida. El «Yo no sé» indica que hay golpes en la vida, pero no se sabe de dónde provienen. Y, obviamente, provienen de lo social, de la creación que ha hecho el mismo hombre dentro de la vida: la sociedad humana. Pero la vida, en sí, no se reduce a lo social. Es más, ella es inimputable de los desajustes (o injusticia) habidos en la sociedad. Y eso tenía que saberlo Vallejo.

Por último, también Higgins se atreve a especular sobre lo que es para Vallejo la revolución: «una primera etapa hacia la redención total de los hombres», pero este es un razonamiento de Pero Grullo, que no se condice con todo lo que Vallejo dejó escrito sobre el tema; por ejemplo: si la revolución se hace por la vía pacífica o por la vía armada; si el trabajo cultural (incluida la poesía) tiene un carácter de clase, y si, desde la clase que hace la revolución, cabe decir: que la poesía de esta clase puede adoptar la denominación de su realidad: proletaria, etc.

En las proposiciones siguientes, Higgins —sin hacer la distinción entre el mundo natural y el mundo humano— se refiere a la poesía de Vallejo, igualmente, sin distinguir a la inicial de la última (al menos, en el segundo párrafo del artículo; más adelante veremos que sí lo hace, pero igualmente de forma desenfocada), dice:

La poesía [¿toda?] de Vallejo presenta un mundo absurdo, caótico, desordenado, ilógico, un mundo regido por el mal, donde el destino del hombre se frustra, donde la vida es vacía y sin sentido.

Si no se hace la distinción entre el mundo natural y el mundo humano, ese «mundo» referido en la cita, sería el de la naturaleza, en el que «la vida es vacía y sin sentido», considerando a esta última como la vida humana; pero aun cuando fuera que solo se refiera al mundo humano y a la vida humana, lo observado por el crítico como:

absurdo, caótico, desordenado, ilógico, un mundo regido por el mal, donde el destino del hombre se frustra…

en realidad, es eso: lo observado por el crítico, pero no todos los lectores estamos obligados a seguir al crítico en esa su observación. Más bien, aquí salta la liebre de lo que dejó de precisar en el primer párrafo arriba comentado: que todas esas calificaciones son las que calzan con la visión del mundo de las poesías de la vanguardia (de comienzos del siglo XX, es decir, de hace un siglo), las mismas que instauraron el formalismo (cuyos intentos de dominio se remontan a los comienzos de los siglos XVII —con el barroco— y del XIX —con el romanticismo—). Es decir, Higgins, indirectamente, está complementando su primera premisa: «se ha discutido mucho sobre si Vallejo es un poeta social o un poeta formalista». Y, entonces, sí calza aquí su conclusión: «Creo que la verdad está entre los dos extremos». Pero, obviamente, esta sigue siendo la verdad de Higgins. Porque, en efecto, la poesía de Vallejo no deja de ser reflejo de su época, vale decir de lo que su conciencia percibe en su sociedad; pero no lo hace —no puede hacerlo— en el mundo y la vida naturales, inclusive ni en otras sociedades en las que se lucha en la práctica por reconstruirse de manera distinta: «no absurdas, no caóticas, no desordenadas, no ilógicas, no regidas por el mal», sin la sensación de que «la vida es vacía y sin sentido». Y, lo más importante, Vallejo, en más de una ocasión, se manifestó en contra de una poesía que no diga nada o que se solace en la sola experimentación formal. Pero, Higgins sigue atribuyendo a la poesía de Vallejo lo que a él se le antoja. Dice:

Sin embargo, se nota también en su poesía el anhelo de trascender la miseria de la condición humana, el anhelo de conseguir una existencia armoniosa y unificada. En sus primeras obras, Vallejo tiende a buscar una solución personal, individual, al problema de la existencia, a través del amor sexual o de un amor que reproduce el ambiente integrado del hogar en que vivía de niño. Pero, en general, fuera de algunos momentos de plenitud, estos anhelos quedan frustrados.

Aquí cabe preguntar, ¿para Vallejo la condición humana es solo miseria? Y ¿se puede decir que haya pensado eso para trascenderlo, en provecho propio, y conseguir una existencia armoniosa y unificada? Y son preguntas válidas en tanto, a punto seguido, afirma que «En sus primeras obras, Vallejo tiende a buscar una solución personal, individual, al problema de la existencia», y, bueno, sus primeras obras son Los heraldos negros y Trilce, pero, aunque en esas obras haya un peso significativo del yo lírico orientado a configurar un mundo imaginario en el que las vicisitudes personales gravitan de manera apodíctica, eso no quiere decir que el autor esté imponiendo a su voz poética una prédica solipsista. Todo lo contrario, porque como lo dice él mismo: «¿Es mejor decir “yo”? ¿O mejor decir “El hombre” como sujeto de la emoción lírica y épica? Desde luego, más profundo y poético, es decir “yo” —tomado naturalmente como símbolo de todos—». Contra el secreto profesional, p. 100). O sea que esas experiencias, aun cuando parte de las suyas, propias, no son excluyentes, porque sabe que todas las experiencias son humanas y si bien no son las mismas (idénticas) en todos los lectores, sí pueden hacer reflexionar a estos como de ser posibles de que les acaezcan a ellos, propiciando así la solidaridad no con el yo poético, sino con la humanidad toda: «… cuándo nos veremos con los demás, al borde / de una mañana eterna, desayunados todos!» («La cena miserable»).

Se tiene que convenir, además, que Vallejo sabía (no podía ser de otro modo) que con la poesía no se puede buscar «una solución personal, individual al problema de la existencia», aunque idealmente crea o considere posible proponer una salida a sus preocupaciones existenciales de las que hace copartícipe al lector. En tal sentido, el hecho mismo de que Vallejo proponga la búsqueda de un amor ideal, no es que lo haga como un objetivo fijo; porque en el mismo libro se convence de su imposible realización, que no equivale a frustración destructiva sino a comprensión realista. Y esto se demuestra analizando —del libro Los heraldos negros— el poema «Amor», título este con el que se ratifica su existencia como un tema —entre otros— del libro. Mas no debe obviarse que, como tal, adopta una doble faceta (que se ha ido destacando en poemas anteriores: el amor material y el amor ideal: oposición que se da en este poema. Igualmente, en el poema «Lluvia» (previo a este, en el libro) se presenta al final las imágenes de ataúd y de ahuesar, en un sentido del ser perecedero, o de muerte sucesiva, y, aquí, se toma al «Amor» como interlocutor para ratificar esa incompatibilidad del ser transitorio del locutor poético con el ser perenne del amor.

AMOR

Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos;
y cuál mi idealista corazón te llora.
Mis cálices todos aguardan abiertos
tus hostias de otoño y vinos de aurora.

Amor, no te quiero cuando estás distante
rifado en afeites de alegre bacante,
o en frágil y chata facción de mujer.

Amor, ven sin carne, de un icor que asombre;
y que yo, a manera de Dios, sea el hombre
que ama y engendra sin sensual placer!

En el primer cuarteto, nótese, en principio, que la tilde de la palabra «cuál» descarta que se la esté usando como nexo de comparación, sino como signo de exclamación, como si dijera: ‘y cuánto mi idealista corazón te llora’. Con esta expresión: «mi idealista corazón te llora», el locutor poético prefiere apelar a ese amor ideal antes que persistir en el otro (material) que, lo siente degradante, por eso alude a sus «ojos muertos». Y sus «cálices», del verso tercero, son sus deseos de contener en sí las «hostias» o elementos sagrados de purificación, que son «de otoño», aludiendo al apuro de tener mayor edad, en la que se supone hay un retraimiento frente a lo pasado, y un retorno a la pureza de los ideales juveniles (los «vinos de aurora»).

En el segundo cuarteto, siendo el «Amor, cruz divina» es placentero cargarla y, por su misma divinidad, puede tonificar los desiertos vividos, porque se piensa en la sangre de Cristo: «sangre de astros que sueña y que llora», porque es sangre celestial que «sueña» su retorno y que «llora» por el sufrimiento de sus fieles. El verso tercero de este cuarteto («Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos») repite la idea con que se inicia el primer cuarteto: y confronta la perennidad de ese amor ideal con lo transitorio de su amor carnal, que mira por sus «ojos muertos / que temen» por ser pecadores, «y ansían tu llanto de aurora», es decir, que reclaman la presencia de su salvador que ilumina.

El primer verso del primer terceto: «Amor, no te quiero cuando estás distante», hace recordar —por contraste— este otro de Pablo Neruda, referido a la amada: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente». Pero, en el caso de Vallejo, se refiere a ese amor ideal que lo siente lejano, y más aun cuando lo encuentra por suerte o «rifado» (de rifa) y cree tener al amor ideal en los brazos de una mujer de contrato o, incluso, en la presencia de un amor fortuito: «en afeites de alegre bacante, / o en frágil y chata facción de mujer». Y el poema se cierra con estos dos versos categóricos: «Amor, ven sin carne, de un icor que asombre; / y que yo, a manera de Dios, sea el hombre / que ama y engendra sin sensual placer!».

El reclamo de un amor sin carne, se explica porque el amor ideal suele confundirse con el amor material. Y ese amor sin carne solo puede provenir de los dioses. Pero no del dios de los cristianos, de ahí que recurra a la expresión «sangre de un icor que asombre», pues con la palabra icor se alude a la sangre inmortal que se agita en las venas de los dioses; pues ellos no comen del pan basto, ni beben del vino negro. Sin embargo, el locutor poético no se identifica plenamente con esa idea pagana de los dioses griegos, sino que, bajo el influjo de ese amor de Cristo, pide él que, a la manera de su divinidad, seguir siendo «el hombre que ama y engendra [pero] sin sensual placer».

Con este poema concluye el tema del amor sostenido en todo el libro (y ha sido uno de los pilares del mismo, junto con el tema de la muerte y, en menor medida, de la religión), llegando a un desenlace de hibridación, porque si bien queda la sensación de que el locutor poético le da mayor constancia al amor ideal, sin embargo, admite el reconocimiento del otro, aunque recusando su materialidad. Y esto es prueba de su asunción realista no solo de la poesía, sino de su concepción ideológica general. Porque en esta etapa de su vida, César Vallejo, no solo asume los postulados estéticos de un modernismo romántico, sino, además, los fundamentos de un idealismo supérstite, sobreviviente, con todo lo cual arribará a Europa, hasta derivar de la metafísica idealista a la dialéctica materialista.

Higgins, en su artículo, pretende seguir ese derrotero vallejiano, pero (sin haber aclarado el tema aquí analizado) sigue planteando situaciones poco menos que arbitrarias. Por ejemplo, dice:

Después, entre Trilce y Poemas humanos, hay una evolución en el pensamiento de Vallejo. Despierta a la situación de los otros, abre los ojos a la miseria de sus semejantes. Se da cuenta de que los demás también sufren, de que la sociedad también es una selva donde los poderosos oprimen y explotan a los débiles. Y, al mismo tiempo, se da cuenta de que no se puede pensar en términos individuales, puesto que su situación está ligada a la situación de todos los hombres.

Obviamente, en esta cita, Higgins insiste en sugerir (sin demostrarlo) que en Los heraldos negros y en Trilce no hay una visión ecuménica, pues dice que, recién, después de ellos, aparece «la situación de los otros» y «abre los ojos a la miseria de sus semejantes». Y, más bien, da la sensación de que Higgins no ha leído en Heraldos: «La araña», «Los arrieros», «Las piedras» y el ya citado «La cena miserable» o en Trilce: XLV, LXIV, LXX, LXXV. Todos estos poemas elegidos al azar. Pero hay más poemas que demuestran lo contrario a lo afirmado por Higgins. Es, pues, inexacto decir que recién cuando Vallejo llega a Europa (al año siguiente de publicado Trilce) «se da cuenta de que no se puede pensar en términos individuales, puesto que su situación está ligada a la situación de todos los hombres».

 


 

Julio Carmona. Ha publicado algunos libros de versos y un par de narrativa corta, igualmente, algunos textos de crítica literaria. En los últimos años (2020 y 2022) ha publicado dos libros de interpretación de la poesía de César Vallejo, correspondiente a Los heraldos negros y Trilce, respectivamente, bajo el título genérico de Vallejo para no iniciados I y II. Actualmente ejerce la docencia en la Facultad de Educación de la Universidad Nacional de Piura – Perú. Contactar con el autor: carmona.juliocesar [at] gmail [dot ]com.


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🖼️ Ilustración artículo: (Fotografía por Artie_Navarre (en Pixabay).

Artículo Criticando al crítico

Revista Almiarn.º 135 / julio-agosto de 2024MARGEN CERO™ – 👨‍💻  PmmC

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