relato por
José Luis Cubillo

 

C

orría desde siempre. El primer recuerdo que tengo de mi vida es corriendo muy pequeño por los alrededores de la casa de mis padres en las afueras de la ciudad. Eran huertas dispersas, un gran descampado, terraplenes con regatos serpenteantes entre las cárcavas de su fondo, cuevas horadadas en las pendientes que no se sabía dónde iban a dar, antiguas canalizaciones de agua de varios kilómetros, abandonadas por entonces, enormes y fragmentadas, que permanecían en los altozanos del campo como vientres de ballenas varadas, parajes llenos de misterio donde la aventura podía surgir en cualquier momento. Corría por ellos sin cansarme nunca y cada vez más lejos y más rápido, impulsado por una irresistible necesidad que me venía de dentro de divertirme y de conocerlo todo.

Nunca le di ninguna importancia al hecho de correr. Cuando fui al colegio, en la clase de gimnasia, era el que más corría. A veces, con motivo de alguna fiesta escolar, se hacían competiciones entre los distintos cursos y siempre ganaba. Tenía mi propia estrategia. Al principio me colocaba en el tercer o cuarto puesto y dejaba al primero que se fuera cansando. Luego, poco a poco, me aproximaba a él y me mantenía casi pegado durante un buen trecho. El primero entonces pretendía separarse y realizaba un esfuerzo aún mayor que le agotaba más. Cuando ya estábamos cerca de la meta y sentía que apenas le quedaban fuerzas de reserva, aceleraba de sopetón y le rebasaba con tanto ímpetu que ni siquiera intentaba seguirme y se abandonaba a ocupar el segundo puesto.

Así fui creándome sin darme cuenta fama de buen corredor. Entre los compañeros crecían los comentarios sobre mí hasta que no tardaron en llegar a mis oídos. Me di cuenta entonces que mi capacidad para correr era apreciada por los demás, envidiada incluso. Tenía unas cualidades distintas al resto de los chicos y eso hacía que me sintiera importante. A mi paso me miraban y cuchicheaban entre sí sobre lo bueno que era. Muchos trataban de ganarse mi amistad solo porque siempre ganaba.

El profesor de gimnasia era entrenador de un club de atletismo y me propuso que participara con ellos en carreras fuera del colegio. La primera a la que acudí fue a un cross. Era en otoño, fuera de la ciudad, en medio de un bosque y hacía un frío helador. Nunca llegué a pensar que se pudiera reunir tanta gente como la que había allí para correr. Salí alejado de las primeras posiciones, pues con tantos como éramos resultaba casi imposible ocupar las primeras plazas, y por más que corrí siempre me encontraba a otros por delante. Llegué el cincuenta y luego me enteré que habíamos participado unos trescientos, con lo que no me pareció una mala posición para ser mi primera carrera. En la segunda quedé también el cincuenta, pero solo de cien. En la tercera quedé el cuarenta y tres, pero de cincuenta. No entendía qué ocurría. Mi entrenador me dijo que no me preocupara. Cada una de esas carreras había sido más importante que la anterior y por tanto más elitista. Los corredores que participaban en ellas estaban más seleccionados y se entrenaban duramente. Yo también debería entrenarme si quería estar a su altura. En poco tiempo, con mis condiciones naturales, les superaría. Y comencé a prepararme con la gente del club.

Íbamos a un polideportivo con pistas de tartán, como las que veía en la tele. Corríamos dos o tres días a la semana. Teníamos incluso un médico que nos controlaba el estado físico. Era una experiencia nueva y sorprendente. Estaba encantado. Cada dos o tres semanas acudíamos a alguna competición. Conocí un sinnúmero de lugares, certámenes y corredores. Pero los resultados no acompañaban. No hice jamás un puesto destacable. Muy al contrario, solía quedarme en las peores posiciones. Por más que me entrenaba, y me esforzaba todo lo que podía, siempre entraba en meta de los últimos.

Con el paso del tiempo y el transcurrir de las pruebas me di cuenta de que una cosa eran las carreras del colegio y otra muy distinta aquellas competiciones oficiales. Corría bastante, tenía cualidades y una buena forma física, pero había otros muchos, montones de personas, que me superaban. Las competiciones en estas condiciones se hacían muy duras. Llegabas a los sitios y veías a tus contrincantes que te superaban en altura —tenían unas piernas kilométricas, cualquiera de sus zancadas equivalía a dos y media la tuya—, te superaban en esbeltez —eran delgados y altos como aves zancudas—, te superaban en energía y resistencia, te superaban en cualquier aspecto con el que te compararas. Veías en sus ojos el ansia de quedar primeros casi con una agresividad animal. Solo ponerte en la primera línea de salida suponía estar dispuesto a recibir empujones, codazos y pisotones. Se hacían hueco a base de marrullerías aprendidas en muchos años de carreras. Y luego durante la competición soportar que te adelantaran como máquinas mientras ibas al límite de tus fuerzas era humillante, demoledor.

Un día participábamos en un certamen en pista. Estábamos en la última prueba y mi club solo necesitaba un punto para no descender de categoría. Lo podía conseguir si entraba como peor posición el penúltimo… pero había un problema, y es que iba el último. Apenas quedaban doscientos metros para acabar la carrera. No sé qué me pasaba, si era el calor, el exceso de entrenamiento, la desmoralización, pero el caso es que no podía con mi cuerpo. Delante de mí corría un muchacho no más alto que yo y quizá algo más grueso. Su estilo era de verdad lamentable. No me podía creer que un ser como aquel pudiera ganarme. Me dije que debía hacer un esfuerzo supremo y adelantarle, primero por mí, por recuperar mi orgullo maltrecho y luego por darle una alegría, aunque solo fuera ésta, a mi entrenador y a mi club y evitar el descenso. Saqué entonces fuerzas de no sé dónde y fui poco a poco acortando la distancia hasta alcanzarle y de la alegría seguí corriendo cada vez más y más deprisa, como loco, desesperado, pero según me aproximaba a la meta ésta parecía alejarse. Cuando ya creía que iba a llegar el penúltimo me fui agarrotando, paralizando como si avanzara por un cenagal, la meta parecía alejarse el doble de lo que yo avanzaba, y el tipo aquel que tenía un estilo lamentable de correr y una cara de auténtico estúpido —en esto me fijé cuando le adelantaba, resollaba como una locomotora y nunca pensé que fuera capaz siquiera de acabar la carrera, más bien parecía que iba a derrumbarse de un momento a otro—, fue acortando distancias sobre mí y en los últimos metros me superó y entró antes que yo. Las últimas zancadas que tuve que dar para entrar en la meta se hicieron imposibles. Cuando llegué caí reventado.

Correr así no era divertido. Sufría. Y para sufrir no merecía la pena. Cada vez que iba a una competición me ponía enfermo. Debía admitirlo, había mucha gente mejor que yo. Por más que me entrené y lo intenté no llegué al nivel mínimo para mantenerme en competición. Así que pensé dejarlo. Mi futuro profesional no estaba allí y debía buscarlo por otro lado.

Fue una decepción profunda de la que tardé en recuperarme. Pasé varios años sumido en la confusión. Para ganarme la vida realicé infinidad de trabajos de todo tipo hasta que me coloqué de transportista y conseguí cierta estabilidad. Conocí a una mujer preciosa, me casé, me compré un piso modesto y tuve un hijo. Nada original. Durante estos años no dejé de correr nunca. Perdí la forma pero corría de cuando en cuando para mantener cierto tono. Lo necesitaba incluso. Las muchas horas que pasaba al volante, inmóvil, me entumecían y debía luego hacer un poco de ejercicio para recuperarme. En cuanto mi hijo tuvo fuerzas para correr me lo llevé conmigo. Era maravilloso contemplar cómo iba conociendo el mundo a través de las carreras, y a través de sus descubrimientos —del descubrimiento de la naturaleza, de su propio cuerpo, del esfuerzo—, yo revivía mi propio conocimiento del mundo con la perspectiva del tiempo. Era una experiencia fascinante.

Los años se me echaron encima sin sentirlos. De repente me di cuenta de que me había hecho mayor. Familiares y amigos comenzaban a desaparecer arrebatados por el aleatorio e implacable destino. Me sentía pesado, torpe, sin fuerzas ni resistencia. Paralelamente correr se puso de moda. Por todas partes veías a gente de cualquier condición corriendo como loca con un empeño digno de un atleta de alta competición: Gordos, fofos, congestionados, chorreando sudor como si salieran de la ducha. Te encontrabas a tantos por los más alejados parajes de los parques que llegaba a ser ridículo. Sentía como si me hubieran usurpado mi divertimento favorito.

También se pusieron de moda los maratones. Acabarlos suponía un esfuerzo titánico. Cuando corría de joven jamás se me ocurrió participar en ninguno. En cambio ahora de mayor me dije que por qué no intentarlo. Si los demás lo hacían, con menos experiencia y entrenamiento, por qué yo no lo iba a hacer que llevaba toda la vida corriendo. Sería quizá la última oportunidad en la vida de conseguir algo que me propusiera. Jamás había hecho nada destacable en ningún aspecto, ni para mí ni para los demás. Todas mis expectativas se habían frustrado, y por tanto una, aunque sólo fuera una como era acabar un maratón, debía conseguirla: Por mí, por mi propia autoestima. Además era la justificación ideal para volverme a sentir más ágil, más fuerte, más resistente, una manera de recuperar la juventud y combatir el deterioro físico que implicaba el paso del tiempo, una manera en definitiva de exorcizar el destino. Decidí entonces prepararme a conciencia.

Me impuse un férreo plan de entrenamiento. Salía a correr tres o cuatro días a la semana a un parque próximo a mi casa. Unas veces trotaba relajado, otras corría una distancia corta lo más rápido posible, la mayoría permanecía el mayor tiempo que podía corriendo aunque fuera despacio y hacía el mayor número de kilómetros que aguantara.

Suponía un gran sacrificio estar sometido a esa disciplina. Cuando estaba en casa relajado, viendo la tele o leyendo, o cuando llegaba a casa después de muchas horas conduciendo, me costaba un esfuerzo supremo calzarme las zapatillas y salir a entrenar. Lo peor era empezar. Desentumecer el cuerpo y «despertarlo», como decía yo, con el calentamiento, era lo que más me costaba. Se resentía de los anteriores entrenamientos —parecía increíble cómo mantenía la memoria del ejercicio— y había que hacer acopio de unas grandes dosis de energía. Luego era más fácil. Se dejaba llevar por la inercia del trabajo en una especie de sutil anestesia generada quizá por el propio esfuerzo que a veces había que controlar porque se emborrachaba de sí misma y esos esfuerzos exagerados luego pasaban una elevada factura de cansancio que te impedían entrenar con normalidad. A veces me preguntaba por qué tenía que respetar la disciplina que me había impuesto, pero me decía que la satisfacción cuando acabara el maratón compensaría con creces todo el trabajo.

Así fueron pasando los días y acumulé horas de carrera y kilómetros. Cada vez corría más distancia, era capaz de permanecer más tiempo sin detenerme y podía hacer un recorrido concreto en menor tiempo. También acumulé cansancio. El cuerpo me dolía. Tenía agujetas permanentes. Había veces que sentía las piernas como si me las asaetearan con miles de agujitas. Cuando me entrenaba intensamente no podía respirar. Por más esfuerzo que hiciera no me entraba el aire. Se me resecaba la boca y la garganta, y el pecho me quemaba como si tuviera dentro un horno. Había veces que las piernas no me respondían. Se me quedaban muertas, sin fuerzas. Parecía que no me fueran a sostener. Los latidos del corazón palpitaban furiosos en las sienes y la cabeza daba la sensación de que fuera a reventar. Quería correr más deprisa de lo que podía pero me daba cuenta de que el cuerpo no me respondía. Existía una disociación frustrante, de una gran impotencia, entre lo que mi cerebro quería hacer y lo que mi cuerpo me permitía. Cada uno de ellos parecían pertenecer a seres distintos. Quizá, después de todo, el paso del tiempo con su deterioro consecuente era inevitable por más que me entrenara. Nunca recuperaría lo que fui, ni volvería a correr como lo hacía de chiquillo por los descampados alrededor de la casa de mis padres

Faltaba poco para el maratón y debía afinar la puesta a punto. Llevaba unos días con un malestar extraño difícil de definir que achaqué al esfuerzo de los últimos entrenamientos. Una tarde que quizá debería haberme quedado en casa reposando porque me encontraba muy cansado salí a hacer un ligero calentamiento. El sol caía a plomo. Nada más empezar noté que se me dormía el brazo. Hice unos estiramientos y no le di más importancia. Pero unos momentos más tarde sentí un vivísimo dolor en el pecho como si me hubieran dado un tremendo puñetazo. Me quedé sin aire y la vista se me nubló. Tuve la sensación de que el suelo se me venía contra la cabeza pero cuando estaba a punto de impactar cesó todo con la misma fugacidad con la que había surgido. Y ya no sentí nada más. Quizá, muy sutilmente, voces de personas arremolinadas en torno a mí que no veía y esto solo al principio porque también desaparecieron en seguida. Después de unos instantes que no puedo precisar porque perdí la noción del tiempo comenzó a embargarme una sensación de bienestar. De repente la vida dejó de tener importancia. Me sentía descansado y liberado de una pesada carga. Después de una existencia en una permanente carrera de relevos de preocupación en preocupación por alcanzar metas vagas e imposibles ahora sentía por primera vez la paz. Era una paz gozosa, rebosante, absoluta. Y en ese estado continué corriendo. Ya no me dolía nada. No notaba ninguna parte de mi cuerpo y avanzaba ingrávido. Podía mover las piernas tan rápido como quisiera y por cuanto tiempo deseara que no me fatigaba ni necesitaba ningún esfuerzo. Y corrí, corrí sin parar, a toda velocidad, eternamente.

 


 

José Luis Cubillo

José Luis Cubillo. (Madrid, España, 1959). Diplomado en Cinematografía, especialidad de guion y dirección. Productor de cine y guionista. Entre sus numerosos trabajos citaremos el medio metraje Vuelta de página (2019) —seleccionado a competición en el Aasha International Film Festival de la India— y el largometraje Película al estilo Jafar Panahi (2013), seleccionado a competición en el VII Picknic Fil Festival 2015 (España). Su relato Caza ha sido publicado por El coloquio de los perros y Espacio Ulises. El relato aquí publicado pertenece a la colección ¿Y si no está aquí, dónde está?

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 114 · enero-febrero de 2021

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