artículo por
Ricardo Rodríguez Boceta
S
eguro que conocen ese poema de Garcilaso En tanto que de rosa y azucena donde el poeta invita a una chica joven y preciosa a gozar de la vida cada segundo; si no es así, les invito a que luego lo busquen o lo refresquen.
Lo digo porque hace poco estuve trabajando este soneto, el veintitrés, en clase, y hoy ha pasado algo alucinante, irrepetible. Ha sido uno de esos días normales y corrientes en los que llegas a la última clase exhausto de las cinco clases anteriores, pensando si habrá valido la pena el esfuerzo de las horas precedentes, si podrás enseñar algo a alguien.
Cualquier experto en la materia diría que son malos tiempos para enseñar una asignatura como Literatura castellana en pleno siglo XXI. Parece una materia molesta en los planes de estudio actuales: todo es tecnología y ciencias exactas; o gamificación, simplificación y papilla. Pero yo no soy ningún experto y todavía no me he rendido.
Me sorprendo cuando mis alumnas de bachillerato empiezan a descubrir de qué va esta materia donde pasaremos cuatro horas a la semana. Este curso me ha tocado un grupo en el que a duras penas se lee o se piensa en otra cosa que no sean las redes sociales. Cualquiera que mirara a mis alumnas desde la mesa del profesor pensaría que esas chicas no tienen interés alguno que las motive en los planes académicos, y menos todavía en aprender quiénes eran Garcilaso, Góngora, Ronsard, Horacio.
Los padres, los profesores, los adultos sabrán de lo que hablo. Los testimonios descorazonadores copan los foros para profesores: ¡Estos chicos no tienen remedio! ¡No tienen ni idea de nada! Yo, a veces, también lo he pensado; pero la lección me la han dado hoy a mí, sin esperármelo siquiera y eso me hace plantearme si tengo idea de algo.
Había que analizar el Soneto XXIII de Garcilaso cuyo tema es el llamado carpe diem: «atrapa el día», «vive el momento», coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto. El poeta invita a una chica joven a disfrutar los goces de la vida antes de que lleguen la vejez y la muerte. El tiempo, el inexorable pasar de «la edad ligera», todo lo cambiará, por no cambiar, el muy malvado, de costumbre: pasaba en el Siglo de Oro y ahora.
Poco a poco, íbamos desgranando el significado de cada verso, de cada estrofa, sin perder de vista la unidad del poema en su conjunto. Paladeábamos la bella pronunciación de los endecasílabos: el viento mueve, esparce, desordena; buscábamos la rima con «azucena» y nos preguntábamos si aquella flor, junto con la rosa, tendrían algún significado oculto, alguna relación con el paso del tiempo, con los años fugaces.
El tiempo de la sesión se terminaba y nos hallábamos en pleno éxtasis místico-literario. Veía en las miradas de mis alumnas que aquellos versos se les estaban grabando en el corazón, sin ellas darse cuenta. Una vez vista la métrica, la rima, el tema y los símbolos, les pedí que escribieran para el próximo día una experiencia que a ellas les evocara el carpe diem. Es decir, un recuerdo o pensamiento que les recordara que había que vivir, aprovechar cada segundo. Les puse un ejemplo de mi experiencia personal. A mí me llaman mucho la atención las fotografías antiguas, en blanco y negro o en color sepia. Cuando en esas imágenes veo a niños o a jóvenes o a gente de mi edad, en la treintena, pienso en qué habrá sido de sus vidas, me asalta la idea de que esas personas no se imaginaban, en el momento que tomaban la foto (un baile, un acontecimiento, un día cualquiera), que yo las estaría mirando después de sesenta, setenta u ochenta años. Un día yo también seré un personaje de una foto así: un rostro quieto que grita ¡caarpe dieem… caarpe dieem! desde las lejanías del espacio-tiempo.
Sonó el timbre y cada cual siguió con sus ocupaciones. Los problemas diarios me hicieron olvidar a Garcilaso y sus consejos hasta la siguiente clase de literatura, que ha tenido lugar hoy mismo. A última hora de un martes, hemos sacado los apuntes y hemos explicado lo que es el hiato, la sinéresis, la diéresis, los tipos de rima y el arte mayor y menor de los versos. Una de esas clases que lo dejan a uno exhausto. Quince minutos antes de que se terminara la hora, las alumnas me han recordado que teníamos que hablar del carpe diem. Y es ahí donde me han dado la clase de literatura a mí.
La primera alumna habló de su abuela. «Ella siempre me dice eso, que tengo que vivir cada momento, aprovechar la vida. Y a mí me da mucha tristeza cuando hablo con ella, pensando que un día no la tendré». Yo le dije que eso no era exactamente tristeza, pues era un sentimiento triste, sí, pero muy bonito. Además, su abuela tenía toda la razón.
El clima de la clase cambió y se sentía una calidez muy íntima, bucólica. Otra alumna habló de su país, Ecuador, pensaba en el carpe diem cuando recordaba a su familia, que estaba allí en su mayoría y hacía muchos años que no veía, a pesar del amor. Debía haber disfrutado de cada momento cuando estuvo con ellos, sin duda lo hará al volver a verlos de nuevo, si es que eso es posible, porque los días van pasando.
Alguien dijo que estaba a punto de llorar, ¿pero eso es malo? Otra habló de su padre, que ya no está. «Pienso en el tiempo que pasé con él». No dije gran cosa, solo la escuchamos. Ella sentía que había que valorar cada momento, porque no sabes cuándo todo se va a terminar, cuándo dejaremos de estar con las personas que más amamos.
Íbamos llegando al final, a punto de que el timbre rompiera la burbuja de ese momento único, sutil, como cuando entra una mariposa por la ventana. «Mi caso es un poco fuerte. Yo pienso en el carpe diem porque tuve un problema de salud muy grave». Le dije si era una enfermedad larga y contestó con esa palabra tabú que da tanto miedo. «Estaba en el hospital y veía que la vida se me podía escapar». Y, en esos momentos, ¿qué era para ti lo más importante?, preguntaba yo. «Las risas con mi familia, los buenos momentos en el hospital, la gente que conocí allí: con eso te quedas». Ostras, vaya clase de literatura. A pesar de haber leído hasta la saciedad a Garcilaso, a Góngora, a Ronsard, a Horacio, he salido del aula en una nube, oyendo una voz honda que decía: ¡Carpe diem!
Y quizá haya esperanza para la Literatura castellana en estos tiempos aciagos para casi cualquier cosa. Al final, las personas estamos hechas de sentimientos, no de microchips.
Contactar con el autor de la reseña: ricardorodriguezboceta [at] gmail [dot] com
👁 Otros textos de este autor (en Almiar): Un paseo literario hasta Peter Handke · Aristóteles · Ordesa
Ilustración artículo: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar · n.º 119 · noviembre-diciembre de 2021 · MARGEN CERO™
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