relato por
Juan Luis Henares

 

-C

ontame querida cuál es el punto exacto en que te duele —me dice la kinesióloga, a la vez que hace presión con las yemas de sus dedos en mi cintura. Acostada boca abajo en la camilla, aguanto la respiración para lograr ubicar la zona en la que, desde hace varios días, siento una puntada.

—Ahí es donde sufro el dolor —le respondo.

—Tal como diagnosticó la traumatóloga, es el nervio ciático —sentencia entretanto toma un pote atestado de un espeso líquido blanco—. Empezaré con masajes; relájate, son placenteros.

Mientras la especialista comienza con los suaves movimientos, intento superar la rigidez de mi cuerpo y me entrego a la agradable sensación de las fricciones sobre ese lugar que me ha hecho sufrir mucho. Trato de olvidar la molestia que me causó la inyección de diclofenaco mezclado con otro calmante —no recuerdo el nombre, lo ordenó la doctora— que me colocaron en el Centro de Salud; también el moretón que descubrí al mirarme la cola en el espejo del baño horas después. Seguro que el baboso del enfermero se excitó mirándomela y no prestó atención al introducir la aguja.

El dolor, sucede siempre de esa manera, se presentó sin previo aviso. Regresaba de hacer las compras en el supermercado y al llegar a casa me agaché a dejar las bolsas en el suelo y sacar la llave para abrir la puerta. En ese momento lo sentí, penetraba y me quemaba el sector izquierdo de la cintura. Costó enderezarme; entré, dejé todo en la mesa y fui derecho a la cama. Al levantarme al día siguiente se repitió, llamé al trabajo y avisé que no iría. A la tarde el taxi me llevó al consultorio de la traumatóloga; inyecciones, pastillas, reposo, bolsa de agua caliente, dejar caer el agua de la ducha en el sitio y siete sesiones de kinesiología. Aquí estoy en la primera.

Es mágico, me provoca placer; nunca pensé que podría disfrutar tanto el contacto con las manos de una mujer. El cosquilleo me hace fantasear, ojalá desde la cintura descendiera y me tocara más abajo. Me excito, espero que no lo note; cierro los ojos y veo inquietas estrellas de colores que danzan en un fondo negro. Respiro profundo y censuro los gemidos que buscan salir de mi boca; se detiene, ¿se habrá dado cuenta? La miro, sonríe, aprieta el tubo y el calor de hace instantes se transforma en frío, debido a la renovada crema vertida en mi espalda. Me avergüenzo al pensar que pudo notar el orgasmo contenido. Mejor no me preocupo, cierro los ojos y disfruto del momento, de la paz interior que me regalan estas caricias de ensueño.

Caigo de la camilla y golpeo mi boca; descubro que no es el piso del consultorio, sino la raíz de un árbol con la cual tropecé. Escucho gritos, me levanto y prosigo mi carrera; llovizna, lo suficiente para que el pasto esté resbaladizo. Son dos los que me persiguen, sus voces afluyen nítidas. El sendero se interna en el bosque, creo que la espesa vegetación me ayudará a escapar; no obstante son más rápidos que yo, conocen el área. Trastabillo y sigo, aparto las ramas que lastiman mis ojos. ¿A dónde voy? El sonido de sus pasos es claro, me alcanzarán, debo ocultarme. Pero, ¿dónde? Encuentro un gran árbol caído diez metros a la izquierda del camino, oculto entre las enredaderas. Me desvío y zambullo en el hueco que está en el extremo, al ingresar lo cubro con hojas sueltas; hago silencio, casi no respiro, trato de camuflarme con la vegetación y hacerme invisible. Los oigo, pasan a toda velocidad; a los pocos segundos retorna la calma. ¿Estaré a salvo de mis secuestradores? Aún no comprendo cómo me dejaron sin esposas encerrada en el sótano. Se confiaron en que no podría salir, no tomaron en cuenta que al montar la silla sobre la mesa alcanzaría la pequeña ventana —cuyas oxidadas rejas me resultó sencillo romper— en el techo de la habitación, la que da directo al piso en la parte trasera de la cabaña. Decido que será conveniente quedarme en la guarida, esperar la noche y salir amparada en la oscuridad. Alerta, percibo que algo se arrastra afuera, ¿será una serpiente? Si ingresa al improvisado refugio deberé salir a la carrera. De pronto el rostro sonriente de uno de mis captores aparece ante mí.

Levanto mi cabeza sobresaltada.

—Tranquila, te aflojaste con los masajes y quedaste dormida. Apuesto a que tuviste pesadillas. Lástima, creí que los disfrutabas —comenta la kinesióloga y no dejo de ruborizarme.

—Claro que los disfruté, si me acabé —¿Por qué lo confesé? De inmediato me arrepiento de mis palabras—; luego tuve una visión espantosa.

Me mira con sonrisa cómplice; supongo que debe estar acostumbrada al placer que genera en los cuerpos. Explica que me realizará electroestimulación muscular, lo que recupera y fortalece las fibras y tendones.

—Te va a gustar, si bien menos que mis manos —acota picarona—. Avisame cuando corte, sonará una pequeña alarma.

Sale del pequeño box, cerrado con cortinas azules, y me deja sola en la camilla. Toc-toc-piii. Toc-toc-piii. Me acompaña el sonido que emite el aparato, a la distancia otra paciente dialoga vaya a saber con quién. Me gusta el tratamiento; lo mejor es que recién es la primera de las siete sesiones. ¿Cómo actuaré la próxima ocasión que recorra mi espalda? Puede que al conocer los efectos me encuentre tensa, o que venga estimulada y me entregue a las ficciones que seguro deambularán en mi mente. No imagino hasta dónde puedo llegar; es probable que me decida y viva uno de mis deseos más anhelados y reprimidos.

Me duelen las muñecas; las cadenas se introducen en mi piel y la sangre tiñe su color plateado. No es lo único: tengo la cara hinchada y el salado gusto del rojo fluido en mi boca. Estoy en este húmedo sótano al que me han traído mis captores después de arrastrarme desde el bosque. Ellos arrancaron mis ropas, y con mirada libidinosa me observan de pie junto a la cama a la que me han atado. Se ríen y comentan, como si yo no los escuchara, las cosas que piensan hacerme. Comienzan a desnudarse. Al tener las piernas libres pataleo para evitar que se acerquen, pero no puedo defenderme de los dos. Lanzo una patada hacia mi derecha, atrapan mi pierna y me dicen:

—Querida, ¡soñaste otra vez! —la voz de la kinesióloga me devuelve a la realidad—. Comenzó a sonar la alarma que indica el fin del trabajo con los electrodos, así que logré frenar tu angustia.

Es verdad, al toc-toc-piii lo reemplazó un sonido continuo. No digo nada, advierto mi agitación. Ella lo nota, y me pregunta si cené algo pesado anoche, ya que las alucinaciones parecen ser demasiado reales. Me toma de la cintura, pide que gire y me coloque boca arriba. En esta oportunidad no me excito; el sueño es tan real que no deja lugar al placer. Pone debajo de mi cintura la manta térmica, acota que ayudará a distender mis músculos. Se va, no sin antes avisarme que volverá en diez minutos. No cierro los ojos, busco eludir la pesadilla. Mis párpados parecen más pesados que nunca; lucho por mantenerlos abiertos aunque presiento que ganarán la partida. Uno mantiene mis piernas abiertas, el otro me coloca la bombacha en la boca. Ante mis ahogados alaridos, sacudo la cabeza e intento despertar. Acuden imágenes vertiginosas: el ruido del equipo eléctrico, el golpe en mi rostro, el calor de la manta que arriba a mi cintura, los captores que intercambian su puesto para violarme, el techo con manchas de humedad en la sala de kinesiología, el óxido de las rejas rotas en la ventana del sótano. Decís que masajearás de nuevo mi cintura y percibo la suavidad de tus dedos que llegan a mi entrepierna; sin embargo no disfruto, siento estas garras que me lastiman. Grito, en un esfuerzo por salir y retornar a vos, mas no volvés, me doy cuenta de que sos el sueño. Desesperada cierro los ojos, deseo sentir tus caricias pero ya no puedo, es imposible regresar a la bella fantasía. La realidad, es el filo de la navaja que en manos de mis captores se acerca a mi lacerado cuerpo.

 


 

Juan Luis Henares

Juan Luis Henares nació en 1963 en Paraná, Argentina. Profesor en Ciencias Sociales. En 2004, Primer Premio en el Concurso Universitario de Ensayos Memoria y Dictadura. En 2019, Primer Premio en el 6.° Certamen Literario Red por la Igualdad de Género Enredadas Vicálvaro de Madrid y ganador en el rubro Letras de los Premios Escenario del Diario UNO de Entre Ríos. Sus cuentos han sido premiados o publicados en Argentina, México, Uruguay, Cuba, Chile, Perú, Venezuela, Colombia, Guatemala, Bolivia, España, Alemania, Canadá y Estados Unidos. Libros: Lápiz clandestino (2018) y Crónicas subterráneas (2021).

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Ilustración relato: Fotografía por Tumisu [Pixabay]. Dominio público.

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 122 · mayo-junio de 2022

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