relato por
Blanca Caballero
Hay que destejer (…) las frases más simples para averiguar qué es lo que
encierran (…) y de qué y cómo están hechas (…) Destejer
el tejido verbal: la realidad aparecerá. (…) Quizás las cosas no son cosas
sino palabras: metáforas, palabras de otras cosas. (…) Ciertas realidades
no se pueden enunciar pero (…) son aquello que se muestra en el lenguaje
sin que el lenguaje lo enuncie.
Octavio Paz, El mono gramático
U
n día lluvioso, con relámpagos y truenos, llevé mi novela a que la valoraran. En el camino tropecé y caí en un charco. Toda mojada, y con la novela aún escurriendo agua, llegué a la editorial.
Total, el viaje fue en vano, me la devolvieron con el mismo argumento que en otras ocasiones. El revisor dijo: —Tienes que trabajar más la redacción.
Desilusionada regresé a casa. Al llegar revisé mi obra y me puse a buscar los defectos que, según el revisor, tenía. Lo hice con calma, leyendo lentamente y repitiendo dos o más veces cada oración; luego me quedaba un buen rato analizando los fonemas, oyendo cómo sonaban y comprobando si su sonido era agradable al oído.
Así pasé varias horas. Repasé cada palabra, cada oración, cada párrafo. Me desalenté mucho porque no encontré los errores que según el revisor había cometido. ¡Qué mal me sentí! Defraudada, impotente… Pensé durante largo tiempo qué hacer para rehacerla. Finalmente, surgió una idea que consideré efectiva.
Al otro día me levanté temprano y tomé los papeles de la trama. Los sacudí con violencia, no una vez, sino varias. Al sacudirlos las palabras más pesadas cayeron al suelo, las que tenían más letras o las más difíciles de leer. Yo las recogía cuidadosamente y las colocaba en una caja que, previamente, había preparado para ellas.
Sacudí la novela una y otra vez. Los vocablos cayeron de forma sucesiva. Caían según su peso: primero cayeron los más complicados, luego los de mediana complicación y los que no eran tan largos pero cuya ortografía los hacía irritantes o conflictivos; por último, los artículos y las palabras cortas y fáciles de escribir. Aún quedaron palabras adheridas al papel. Para desprenderlas tuve que auxiliarme de una espátula y removerlas una a una. Iba clasificando los grupos de palabras en cajas separadas.
Ya con las cajas llenas, determiné ir insertando palabras de manera sucesiva. Las cogí y desenredé hasta hacerlas un hilo. Resultó un hilo zigzagueante, enmarañado, con muchas curvas. En esa labor pasé gran parte de la noche, trabajé hasta que caí desfallecida por el esfuerzo realizado.
A la mañana siguiente tomé una plancha. Comencé a sacar los hilos de palabras de las cajas, labor que me dio trabajo, pues estaban totalmente enredados y curveados. Luego los planché uno a uno. Al pasarles la plancha se podía ver cómo las palabras salían lisas, derechas, sin ningún tipo de desviación.
Enrollé los hilos de palabras e hice una gran bola con ellos. Busqué agujas de tejer y comencé a conformar el libro. Empecé con dos agujas, los puntos salían perfectos, iguales, con una uniformidad que impresionaba. Tejía y tejía dándole forma a lo hecho. Hacia oraciones con figuras de mariposas, de gatos, de perros, de aves, de todo lo que se me ocurría.
Las figuras de palabras salían perfectas, equilibradas, con mucha belleza y armonía. Luego pasé a utilizar la agujeta de crochet. Empleé el mismo procedimiento, en este caso hacía adornos con forma de prendedores. Así se podían colgar en la ropa.
Después, con parte de la bola del hilo de palabras, comencé a bordar. Hice prendas bellas; una manta con la cual podía cubrirme de noche, la bordé con palabras suaves y cálidas; también un lindo abrigo, con el cual podría ir al trabajo los días de frío.
Algunas palabras eran perfectas para tejer, otras no tanto; no obstante, con paciencia lograba domesticarlas, hasta adaptarlas al fin deseado.
En esa tarea estuve hasta la medianoche. Cuando terminé con los tejidos me decidí llevarlos de nuevo al revisor. Quería que viera el resultado de mi labor, la gran obra que había realizado, mi nueva novela.
Todo lo había hecho con destreza y habilidad increíbles. Me sentía orgullosa, profundamente complacida conmigo misma. Consideraba que había logrado una novela perfecta. Incluso pensé que podría ganarme un premio por la belleza y originalidad.
Experimenté tantas sensaciones agradables que llegué a sentirme en éxtasis. Sentía que mis pies no tocaban la tierra, que volaba. Luego de tantas frustraciones, acumuladas durante mi peregrinar por distintas editoriales y lidiar con tantos correctores engreídos, retornaría al último visitado para que finalmente comprendiera mis cualidades literarias. Ahora sí me sentía segura y llena de confianza.
A la mañana siguiente me vestí adecuado para la ocasión. Como hacía frío, me puse el lindo abrigo de palabras. Al hacerlo sentí una sensación agradable, estaba cómoda y bien abrigada. Las partes de la novela que no había empleado para vestirme las coloqué en un maletín.
Me presenté en la editorial muy temprano. Entré y me senté. Mientras esperaba me entretuve mirando el ajetreo de las personas que entraban y salían de la oficina del revisor. Algunos entraban con el semblante lleno de esperanza y alegría, pero cuando salían, el disgusto y la desilusión los llevaban retratados en el rostro. Otros entraban tímidos e inseguros, tanto, que ni siquiera fueron capaces de contestar el saludo cortés que les dirigí al pasar frente a mí; me miraban con ojos vacíos y seguían adelante.
Estuve esperando mucho tiempo. Al fin, la secretaria se encaminó hacia mí y me dijo que había llegado mi turno. Me aclaró que tenía que ser escueta porque el editor tenía muchas cosas que hacer.
Entré con mucha alegría. El editor estaba sentado, leyendo. Cuando levantó la cabeza y me vio, su boca se crispó de contrariedad. Habíamos tenido tantas discusiones por las críticas que le había hecho a mi obra anterior. Se repuso, me miró con mejor talante y preguntó por el objeto de mi visita.
Excitada puse en el escritorio el maletín con la novela. La manta la coloqué cuidadosamente delante de sus ojos y le pedí que viera mi recién terminada obra.
El hombre se limitó a arquear las cejas y me dirigió una mirada de interrogación, al mismo tiempo que decía: —¿Ahora vende ropa? Lo dijo con una sonrisa indulgente.
La rabia me dominó. ¿Cómo era posible que ese señor engreído no se percatara de la obra maestra que había colocado frente a él?
La ira inundó mi raciocinio y, con ademán desesperado, busqué dentro del maletín la bufanda que había tejido con todas las palabras de odio, maldad, miseria y otras de naturaleza semejante. La saqué y la coloqué encima de su mesa. La expresión de su rostro cambió. De sus ojos salían llamas.
Reflejando toda la acumulación de ira que mi bufanda desprendía, me dijo que me largara, que no quería verme nunca más. Salí del local, no sin antes recoger mí maletín y la novela en él; pero dejé la bufanda sobre su mesa.
Iba muy enfadada, no entendía cómo ese señor no se percató de la excelsitud de mi obra. Caminaba con la cabeza baja, sin levantar los ojos del suelo. Meditaba y sentía desprecio hacia revisores y editoriales.
Me preguntaba cómo podía recuperarme de desilusión tan grande: mi obra maestra había sido rechazada después de tan gigantesco esfuerzo, y de haber depositado en ella mis esperanzas e ilusiones.
Yendo por la acera me crucé con una mujer que venía llorando. Le pregunté qué le había pasado. Me contó que a su hijo enfermo no le daban ninguna esperanza de recuperación. Me conmovió.
Sentí una imperativa necesidad de ayudar de algún modo a aquella pobre mujer. ¿Qué hacer? ¿Qué podía darle? Entonces metí mi mano en el maletín y agarré un lazo rojo, pequeño y brillante, que había tejido con las palabras esperanza, ilusión, confianza, promesa y creencia, y se lo di, pidiéndole que se lo pusiera como prendedor. Ella, conmovida por mi gesto y confiada en que la ayudaría, se lo colocó de inmediato.
De repente su semblante cambió. Su rostro se iluminó por la esperanza y esparcía señales de entusiasmo. Se alejó, de pronto se detuvo, se volvió hacia mí y gritó: —Le pondré el lazo a mi hijo cuando llegue al hospital. Sonreí de alegría porque había logrado ayudarla.
Quedé meditando hasta que, finalmente, comprendí cuál era mi misión en la vida. Tejería prendas con palabras lindas para aliviar el dolor, la desolación y la tristeza que muchos en este mundo sufren. Tejería prendas con palabras suaves y dulces para apaciguar a los desesperados e impacientes. Tejería prendas con palabras firmes y decididas para apuntalar a los débiles y flacos de espíritu.
Sería la obra perfecta que siempre quise hacer.
Blanca Caballero Pacheco ha sido profesora de Ciencias Naturales y Matemática en varios países. Tiene los libros de narraciones: El jardín de las delicias y de las desquicias (Llanura), Crónica de una sonrisa (Publicaciones entre líneas), La princesita y sus amigos animales (Tregolam). También tiene el poemario Palabras fugaces, palabras perennes (Llanura). Es cubana americana con residencia en Miami, USA.
📩 blancaridad [at] yahoo.com
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Ilustración: Fotografía por MIH83 en Pixabay [Public domain]
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 124 · septiembre-octubre de 2022
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Me ha gustado mucho la imaginación de la autora y su identidad con los problemas humanos q nos aquejan a diario solo que no los podemos resolver con dicha identificación de la autora Felicidades
Héctor Rodríguez
Un relato muy novedoso que combina hilaridad, ingenio y profundidad filosófica.
Me encantó.