relato por
Jonathan Caicedo Girón

 

Ars longa, vita brevis.
(Hipócrates)

 

U

n libro más. Solo uno. Ernesto cerró su novelita de turno. Se había acostumbrado a leer desde pequeño, cuando su abuelo lo sentaba en su regazo y le declamaba: Aserrín Aserrán, los maderos de San Juan. Esas canciones habían dejado una huella imborrable en su memoria. Su sueño para cuando fuera grande era ser lector. Un oficio extraño e inusual.

De hecho, la señora Carlota había soñado con que Ernesto fuera un ingeniero civil, una carrera prestigiosa que era el boom de la época. Se imaginaba a su hijo tomando la Cámara de cuatro patas y proponiendo la pavimentación de La Estrella, el barrio añejo y destartalado de estrato uno donde vivían. Lo que no sabía la señora Carlota era que su hijo guardaba en lo más ennegrecido de su alma un odio por todo lo que oliera a números.

Ernesto sabía que Oswaldo, su profesor de álgebra, era un cínico de los bravos. Les enseñaba con desdén cómo resolver un trinomio cuadrado perfecto y cómo se delimitaba el plano cartesiano. Pura basura, esa mierda —se decía Ernesto—. Por lo menos la lectura me pone a volar el espíritu.

Al salir de la prisión, como solía llamar a la escuela, se encerraba en la segunda planta de su casa. Una aureola amarillenta entraba por la claraboya. Allí leía y releía los textos de las galerías que estaban prendidas a las paredes. Los ladridos de los perros y las canciones, como Mayonesa y el famoso Pirulino, que inmortalizó a Miguel Varoni, lo distraían de los paisajes más interesantes de las obras.

De repente, clavaba los ojos en las hojas amarillentas y se concentraba en una frase que subrayaba usando un bolígrafo rojo. El fragmento rezaba: Solo hay dos maneras de revisarse hacia adentro, la literatura y una endoscopia. Las sentencias existenciales le daban y le quitaban el sueño. Las vigilias eran sublimes. Le daba la bienvenida a la noche cuando el sol se ponía, cansado del trabajo. Miraba a la luna como un hombre lobo, quedo, meditabundo.

Se acostaba con los ojos hechos cuadritos, pero con la satisfacción que sienten las personas que se abrazan al arte, que lo sienten, lo sueñan, lo sufren y lo padecen. Poco le dirá un poema a una persona que jamás ha leído poesía. El gusto hay que cultivarlo. Estaba en desacuerdo con Gadamer, quien planteaba la muerte del autor. Para él sí era vital la vida del escritor sin apartarlo de la obra. ¿Cómo leer a Vallejo sin comprender que sus versos habían muerto de hambre un día en que Dios estuvo enfermo? ¿Cómo carajos no sentir la crueldad de las manos deshojadas en los sentidos manifiestos de Wilde? ¿Cómo no leer en el silencio que es la muerte el día en que Proust puso la palabra Fin en la búsqueda de su tiempo perdido?

En esos días, Ernesto revisó con urgencia a sus anteojos culo de botella. Estaban rayados, vueltos nada. Al posar los ojos sobre un poema que estaba escribiendo se dio cuenta de que no podía hacer una separación silábica eficiente. Las letras corrían de un lado para el otro. Así se perdía en los mares algodonados de las novelas en que navegaba. Se acabarían las noches plácidas de aquellos tiempos en los que gozaba de las letras. Nostálgico, evocó a Justino diciéndole al hijo del sargento: Diles que no me maten. El joven lector sentía una muerte en vida. ¿Para qué seguir viviendo si las gafas no le servían? No le quedaba luz en la vista ni siquiera para un capítulo más del Autobús mágico.

Ernesto se soñaba metiendo la nariz en la biografía de su poeta favorito: Silva. Sabía que en un billete de cinco mil pesos estaba la historia del supuesto incesto con Elvira. Su abuelo le había contado que con una lupa podría deleitarse con el poema que silenció al Coliseo Romano al ser declamado por una musa. Sabía que muchas parejas hacían el amor por un ladito de la tumba y que otros iban allá a emborracharse a punta de vino, mientras los celadores se quedaban cagados del miedo en sus garitas pensando que las almas del Cementerio Central les podían halar las patas.

Había llegado el día esperado para la familia Mendoza Vallejo. Su hijo, su única esperanza, su futuro ingeniero iría por el cambio de las culo de botella. Quedará 20/50 —dijo el padre, un viejo esqueleto que trabaja en la fábrica de Brahama haciendo de su vida una auténtica aventura—. Yo creo que eso queda 20/40 —dijo la señora Carlota—, pero con la ayuda de San Gregorio Hernández (quien lo había operado meses antes, mediante un ritual etéreo) y de la Madre Laura Montoya (a punto de convertirse en santa) quizá le suban un par de punticos más.

Mientras tanto, la vida cambiaba cruel y progresivamente para Ernesto. Ocho eran los días en los que no había leído. Ni una página, ni un párrafo. En conclusión, ni mierda. —Aliste el chalis gris de la primera comunión —dijo la madre—, deje bien finitos los prenses, lustre los bolicheros, planche bien el cuello de tortuga, y no se le olvide quitarle la mota a la chaqueta de pana. Mañana lo levanto temprano. Imagino que ya puso el reloj. De todas maneras, y por si las moscas, programé el VHS para que no nos vaya a coger el día.

Al día siguiente, mientras viajaban en un destartalado Expreso Bogotano, Ernesto miraba por la ventana. Veía cómo los árboles se repetían con desmesura. El olor del combustible lo hizo marear. Giró el rostro hacia su madre, que vio impávida tremenda catarata de guayaba. El hálito era insoportable.

—¡Baje a Julius, señora! —le reclamó alguien.

—¡Venga y me lo baja!, ¡perro hijueputa! —dijo con ahínco la mamá del cuatro ojos.

El pato del bus, tras los reclamos de los pasajeros decidió intervenir.

—Mi señora, tome sus setecientas gambas del pasaje y me baja al vomitín.

—Vea, muérgano desgalamido, ¡usted me toca al ingeniero y yo lo mato!

Satanás, como solían decirle los demás ayudantes debido a su cara de tomate con dos chichones en la frente, retrocedió como un zagalillo que espera el ataque del león hambriento. Se sentó al lado del chofer también silencioso. Nadie dijo nada más.

Ir al Centro de Bogotá era una verdadera tortura. No solo por el viaje, sino también por la plaga que se movía por allí. Vendedores de mango biche y de tres medias por mil pesos, habitantes de la calle olorosos a miaos, pregonadores que vendían su garganta al diablo, y putas sedientas de un billetico de Silva.

Ernesto soñaba montar en ascensor. Nunca lo habían llevado a una ciudad de hierro y no sabía qué era la adrenalina. Lo más cercano al mundo sensorial se lo habían otorgado las letras, que lo transportaban a los lugares más recónditos del planeta.

En la Calle 19, Carlota vio el anuncio.

Entraron ávidos.

—Mi señora Vallejo, ¡dichosos los ojos que la miran! —dijo el doctor Acosta—. El cielo debe estar de luto, porque se les fugó un angelito.

—Ya ve, mi doctor, al cielo también se les escapan sus angelitos empantanados. —rieron a carcajadas y hasta hubo tiempo para un golpecito de codo. Después, mirando al escuincle amarillo le dijo:

—Siéntese, mi amiguito. Parece que se me fuera a desmayar.

El doctor Acosta era un viejo prostático y casi empírico que dedicó su vida a la medicina de los ojos. Un viejo zorro de la visión. Tenía un consultorio hacía más de veinte años y, por supuesto, era el oftalmólogo de cabecera de la familia. —Quítese esos culos de botella y póngalos en esta mesa, mi viejo —dijo el doctor, frunciendo el entrecejo.

—Listo, doctor —dijo el niño.

—Ernes, hermano, usted está ciego, no ve absolutamente nada —dijo el doctor. Vea, le prohíbo la televisión, ¿cuál es su programa favorito?

—El lobo del aire.

—Ojalá lo tenga bien pintado en la mente, hermanito, porque no lo volverá a ver más. La retina de ambos ojos está en el punto del desprendimiento.

La señora Carlota lloraba suavemente. Sabía que la ausencia de los programas televisivos no era lo que más afectaría a su unigénito, tenía claro que era un ávido lector. Se secó con parsimonia los ojos e interceptó al médico.

—Doctor, tengo una pregunta de vida o muerte.

—¿Qué bicho le picó, mi señora Vallejo?

—Mire, doctor, la retina no se le puede desprender al niño. Él ama leer, a pesar de que será ingeniero, por ahora se inclina más por las novelas. Pero todos en la casa sabemos que eso es un pasatiempo. No puede decirle esto, no ahora.

Afuera del consultorio, Ernesto pensaba cómo carajos tatuarse en la mente a su helicóptero onírico. Mientras tanto, en el consultorio continuaba la agitada charla.

—¡No!, doña Vallejo. Seré claro con usted, como siempre, nada de novelitas de mierda, ni de telenovelas, ni nada, quieto, a duras penas puede mirar las zucáritas del desayuno. Si fuera por mí, hasta le prohibiría ver a este tigre con pinta de marica que aparece en los empaques.

La sentencia había sido diáfana. Sin pelos en la lengua, como osaba hablar el oftalmólogo.

Cuando salieron a la Calle Séptima, Ernesto preguntó:

—¿Qué te dijo el viejito mala clase, mamá?

—Nada, mijo. Nada importante.

—¿Y mis gafas, jefa?

—Ah, los lentes están en el laboratorio. Están más rayados que un cuaderno de primaria de esos amarillos que yo usaba. Prometió hacerlas llegar la próxima semana. Pero antes que eso, debo hablar contigo, hijo. Es una cuestión muy importante para tu bienestar y para el porvenir del barrio.

Se sentaron en una cafetería cerca de la Mariposa. Todavía les quedaba la odisea de vuelta y, seguramente, el cebollero se echaría unas tres horas de regreso. Entonces, había que ser breve, pero con tacto para acusar la sentencia de muerte. Hacer de verdugo no era el mejor rol para Carlota Vallejo, pero se sentía arrinconada.

—Regáleme una Fanta de uva, veci, y dos panes rollo —solicitó al mozo que recibió el pedido.

—Ahora sí, mamá, cuénteme qué le dijo el doctor, porque a pesar de que no te veo bien, puedo percibir tus ademanes.

—Sí, mijo. Usted me conoce y prefiero ser honesta contigo. El doctor dice que en cualquier momento sumercé puede quedar cieguito y para mí es muy duro, porque sé bien que ama leer sus güevonadas, pero grave la vaina, hijo. No más literatura, no más libros, no más periódicos, nada, nada.

—Pero mamá, cómo me va a decir eso, si yo soy muy joven y mi sueño es llegar a ser un lector reconocido.

—Pues, mijo, le cuento que las cosas no son fáciles. Su enfermedad es grave, mucho. Lo siento. La retina se le puede desprender y el Seguro Social no lo puede operar. Según ellos porque es una cuestión estética. Usted sabe cómo es la salud en Colombia: un circo en el que los pobres somos los animales maltratados. Eso jamás va a cambiar. Aunque hay una pequeña esperanza de que llamen a la casa y nos asignen una cita, con la tutela que pienso presentar.

Carlota lloraba. No podía concebir que su hijo se quedara ciego. No tenía dinero para una cirugía costosa y el ingrato de José Gregorio Hernández le había quedado mal con la operación. —Tranquila, mamá. Yo la entiendo. Si usted me dice que no hay más televisión y, mucho menos, lectura, yo le hago caso. Además, si pierdo la vista del todo ¿quién carajos va a pavimentar el barrio?

La escena era una postal de la melancolía. Los cuellos hacia abajo, como retratados por Modigliani. Afuera, los parlantes baratos se conmovían y las palomas enlazaban una fila de trigos ¿Quién tendría el corazón y los pantalones bien puestos, para decirle a la señora Carlota que la ceguera de su hijo era indefectible? Viajaron en silencio. Las lágrimas laceraban los pómulos de barro. Encharcados los rostros se miraban de soslayo. Él solo veía el bulto que era la cara de su madre. Ella no se detenía a mirarlo. Su garganta estaba inundada por algodones sanguinolentos.

Al entrar a casa, nadie dijo nada. Los ademanes del cuerpo eran muy dicientes. La noticia era, evidentemente, mala. Ernesto subió a la claridad de su cuarto y se acostó. No supo del mundo. Se soñó atrapado en los interminables laberintos que en adelante serían su vida.

Era tan grave su patología que optaron por recomendarle parches. ¡Pirata!, ¡El tuerto Willy! y todos los sobrenombres habidos y por haber cayeron como una maldición sobre él. Abandonó la escuela. No sin antes mentarle la madre el profesor Oswaldo.

Las mañanas se repetían sin cesar. En cambio, por las tardes la rutina cambiaba. El walkman agitaba sus ondas tenuemente y la voz melodiosa se escurría entre los oídos de alambre: ¿Sufre de dolores fuertes? Síiii señor. El dolor le tiene miedo a Dolorán. Frotando, frotando, el dolor se va acabando. Dolorán se frota y el dolor se marcha. La voz del comercial le hizo pensar que ni siquiera la pomada maravillosa menguaría el dolor mortal de su alma.

Cuando caía la noche, encendía la linterna y, debajo de las cobijas, abría un libro. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. Qué fragmentos más sublimes, se decía entre la niebla de los ojos.

Cada vez leía más de noche. La familia estaba embelesada con el comportamiento tan normal de Ernesto. Según ellos, se cuidaba de maravilla. Luego empezaron a ver cómo se tropezaba contra los muebles de la casa. Las gafas nuevas que le fabricó el doctor Acosta no sirvieron de mucho. Las insistentes llamadas al Seguro Social tampoco brindaron los réditos esperados. La salud en este país, es una mierda, repetía con amargura la mamá del ingeniero.

Llegó la noche y se fue, trajo consigo el día que también fue vencido, alumbró nuevamente una luna blanca y así transcurrieron los días de espera. La ilusión mantiene viva a la humanidad, se decía Ernesto, la ilusión de leer un libro más. Noche tras noche volvía a las letras, una y otra vez. La linterna cada vez le servía de menos. Sus ojos se nublaron, pero alcanzó a leer los siguientes versos:

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos…

¿Quizá al autor de esos versos también se le habrán desprendido las retinas?, pensó Ernesto. Recostó la cabeza contra una almohada de trapos viejos. Ya no pudo ver la luz de la linterna. Solo una mancha grisácea. Se levantó, palpó el interruptor de la luz. La encendió, no vio nada. Supo que era la metamorfosis de los últimos versos que el destino le había permitido divisar.

 


 

Jonathan Caicedo Girón

Jonathan Caicedo Girón. Bogotá (1989). Es un narrador y poeta suachuno. Licenciado en Humanidades y Lengua Castellana. Magíster en Estudios Literarios. Autor del poemario Mediaciones de la locura (2020) y coautor del libro de cuentos Los días sucios (2021). Ha publicado diversos poemas y relatos en revistas latinoamericanas y nacionales. Ha sido jurado en distintas oportunidades del Concurso Nacional de cuento y concursos literarios locales. Invitado al primer Congreso Nacional de creadores literarios en San Luis Potosí, México, (2018). Autor del poemario (inédito) Más allá de las palabras. Ganador del concurso de poesía: «Somos palabra» (2019) organizado por la Universidad Santo Tomás. Docente de la universidad Santo Tomás CAU Facatativá y coordinador académico de la Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana de UNIMINUTO. Investigador académico en el ámbito de la literatura y de la pedagogía. Miembro de REDLEES.

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🖼️ Ilustración relato: Imagen por jenikmichal en Pixabay [public domain]

 

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Revista Almiarn.º 118 • septiembre-octubre de 2021MARGEN CERO

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