relato por
Jesús Greus

E

l viejito Francisco trabajaba limpiando carros en el ángulo de la calle Humboldt y calle O, en el límite este del Vedado, en La Habana. Era menudo, flaco, mulato y con nariz torcida. No era, que se diga, un dechado de belleza. Tras una verja oxidada, que protegía una puerta cegada y blanca, guardaba él bajo llave los pertrechos de su oficio: un viejo cubo de plástico, bayetas, jabón en polvo y trapos viejos.

Francisco llegaba cada mañana hacia las nueve, abría la verja y se sentaba a esperar. Venía en guagua desde allá por Ciénaga. Hacía muchos años que lo conocían todos los vecinos del barrio. Unos y otros, al salir hacia sus trabajos, le daban los buenos días y seguían su camino. «¿Qué volá, acere?», saludaba uno. «Ahí —respondía Francisco—. Aguardando pajaritos». Era su manera chistosa de llamar a los carros que le traían para que los lavara a mano.

Aquella esquina, en lo hondo de calles en pendiente, tenía algo de siniestro. Era como un pozo encajonado entre mamotretos de altos edificios: el Hotel Vedado, una delegación del Ministerio de Trabajo y el Hotel Saint-John. Como telón de fondo de la calle Humboldt se alcanzaban a ver el Malecón y el mar. En el primer edificio a la derecha, con fachada pintada de color verde clarito, vivía una señora, con el pelo teñido de rojo, amante obsesiva de los gatos. Cada mañana, la mujer, cubierta por un raído batilongo, sacaba a los gatos algunas sobras de la noche anterior, que repartía en dos cuencos de plástico. Una caterva de lo menos quince mininos, grandes y pequeños, aguardaba ansiosa su pitanza. La verdad era que aquel rincón apestaba y tenía un aspecto repugnante, pues la señora en cuestión jamás se ocupaba de barrerlo ni de fregarlo. Esparcidos por la acera se acumulaban restos de arroz, frijoles y otros manjares, a más de manchas de grasa. Esto daba lugar a agrias disputas con el vecindario. Ella alegaba que aquellos animalitos desvalidos los libraban de las ratas. «¡Ja! —soltaba una vecina pizpireta—. Pero si esos bichos están tan gordos, que son incapaces de cazar un ratón». A la pelirroja le traía sin cuidado. Era una singada, se quejaba la gente, pero no había más remedio que aguantarse.

A eso de las diez de la mañana, del portal vecino a la casa verde emergía, renqueante y prudente, una viejita llamada Ana. Iba cargada con una taza de café con leche y dos o tres galleticas, o, en su defecto, una rebanada de pan tostado. Ponía mucha atención en no verter el café, pues su pulso no era firme. Aquel parco desayuno lo preparaba ella misma cada mañana para el viejito Francisco. Este le daba los buenos días, se interesaba por su salud, y agradecía la atención del cafetito caliente, que, dicha sea la verdad, era un pésimo sucedáneo. Porque, lo que se dice café de verdad, en Cuba no se hallaba desde los tiempos de abundancia de los rusos. «Para caldear los huesos, compadre» —decía ella entregándole la achicoria—. «Que este relente matinal es muy dañino».

Claro, ella siempre estaba destemplada, a pesar del bochorno usual en La Habana, por mucho y que fuera diciembre. Tenía ochenta años la mujer. Vestía pantalones amplios. Jamás gastaba faldas, por comodidad. Era muy pulcra, y, a pesar de su edad y de no contar con ayuda de nadie, tenía su pisito muy aseado.

Aquel ritual se repetía cada soleada mañana: el cafetito caliente y alguna galleta de mantequilla o un pan de bola que pudiera rebañar la mujer de sus escasas vituallas. «Eres un cielo, corazón —agradecía Francisco el desayuno—. ¡Qué sería de mí sin tu ayuda!». Ana alegaba con voz triste: «Ya quisiera yo traerte café de verdad, hermano. Pero ya tú sabes…».

Francisco aseguraba que le hacía el mismo bien que si fuera el mejor café del mundo. Luego no podía evitar caer en la tentación de lisonjearla. «Cada día estás más linda, Ana». La viejita se hacía la escandalizada, pero reía halagada y se contoneaba con veleidad. Y entonces, sin venir a cuento, le recordaba que, en su día, fue profesora diplomada de inglés, y le lanzaba un extemporáneo goodbye, que Francisco no entendía. Ya pasaría luego a recoger la taza, añadía, y retornaba a su portal con sus andares menuditos, como de geisha jubilada.

Al terminar Francisco su parco desayuno, con suerte parqueaba un primer carro ante él. Podía tratarse de un viejo Lada de un taxista ilegal, o bien de un almendrón descolorido y derrengado. El conductor, conocido de Francisco, le entregaba las llaves y anunciaba que regresaría en cosa de hora y media. Francisco, satisfecho, se aplicaba sin dilación a la tarea. Había un grifo en la esquina del edificio, donde el hombre llenaba de agua el cubo morroñoso. Hora y media enterita se estaba afanado Francisco en la labor, hasta dejar el carro reluciente como una patena. Bueno, esto era un decir, pues la pintura de la carrocería estaba tan desgastada, que ya no había quien le sacara brillo, por mucho que el bueno de Francisco la frotara con trapos más o menos limpios.

Concluida la faena, Francisco cobraba unos pocos pesos, y, fatigado, iba a sentarse con su botín a su recodo, que ya le pesaban los años. A eso de media mañana, uno de los guardas del parqueo cercano, vecino al Hotel Vedado, un prieto grueso y guasón, se sentaba a charlar con él. Le invitaba a un cigarrillo y hablaban de naderías. El negro contaba algún chiste verde, reían un rato.

Con suerte, Francisco lavaba un par de carros por la mañana. Almorzaba algo, acaso un entrepán o una cajita de arroz congrí con hilachas de pollo, que le llevaba un camarero del hotel vecino. Todo el mundo lo quería y lo respetaba en el barrio. Sentado en su esquina de la calle, a refugio del sol inclemente, Francisco sesteaba un rato, a menos que cayera a esas horas por allí un cliente inesperado pidiendo que le lavara el carro.

Invariablemente, hacia las cuatro y media de la tarde, la viejita Ana emergía de su escondrijo, so pretexto de ir a hacer mandados. Estrujada en una mano llevaba una java de tela. Se detenía ante Francisco, éste aprovechaba para lanzarle un par de endechas de enamorado contumaz. Reían ambos y se enzarzaban en una conversación que tenía su deje de flirteo, hasta que ella se despedía quejándose de lo que tenía una que batallar para proveerse de cuatro víveres. Francisco, convencido revolucionario, estimaba: «Lo que tú quieras, hermana, pero, al menos, la Revolución nos dio dignidad. A los pobres digo». «Pero no nos sacó de pobres —protestaba ella—. No sé qué prefiero, hermano: hambre con dignidad o un buen pollo sin dignidad». Francisco le afeaba el comentario bajando la voz: «Que no te oigan por ahí decir eso, mamita». Ana respondía con deje señorial: «Yo digo lo que me viene en gana. Que una fue quien fue».

¿Y quién narices fue?, se decía Francisco con conmiseración: una simple profesora de inglés que nunca llevó en el bolsillo más de un puñado de pesos. Pero no podía evitar volver a lisonjearla y, como ella respondiera con un gruñido, alegaba él que para el amor no hay edad. Reía ella. ¡Qué ocurrencia! ¡Campanillas a su edad!

Sin darse por aludida de los piropos, Ana aducía que se le hacía tarde, y enfilaba, pasito a pasito, la cuesta de la calle O hacia un agromercado en la calzada Infanta. Por miedo a hocicar en aquellas aceras destripadas, caminaba poniendo sumo cuidado en donde pisaba.

*          *          *

«¡Hermano, hoy sacaron huevos por la libreta! —anunció la viejita Ana parándose ante Francisco—. Corrí temprano a la bodega, hice lo menos una hora de cola, doliéndome todos los huesos de mi cuerpo, y resolví mi lote. Compadre, acá te traigo de almuerzo dos huevos con yuca hervida». Francisco repuso con dignidad: «No puedo aceptarlos, Ana. Sería un latrocinio, casi un robo a mano armada. No puedo privarte de tu única pitanza». «Pero…». «Nada de peros. Y conste que te lo agradezco en el alma».

Ana quedó parada en la acera como derrotada, sosteniendo en las manos el atadijo que cubría el plato caliente. Ganas tuvo de arrojarlo al suelo, por despecho, por tristeza, por desasosiego de aquella lamentable pobreza. ¡Sempiterna inanición! «¿Es que nunca saldremos de pobres?», se quejó con deje consternado. «¡Ay, hermana! No digas eso —corrigió él—. Acá no hay pobreza. Solo escasez por culpa del ignominioso bloqueo americano». Ana se reveló contra ese manido pretexto: «¡Ja! El bloqueo, hermano, es el de nuestro propio gobierno, que incauta mercancías y sueldos del pueblo». Escandalizado, Francisco la acalló, mirando a derecha e izquierda: «¡Sshhh!». Rebelde, la viejita Ana anunció: «Yo no tengo pelos en la lengua». Él, en un susurro, aconsejó: «Pues más te valdría tenerlos, mami».

*          *          *

Francisco reflexionó que debía corresponder al magro desayuno que Ana le llevaba cada mañana. Por escueto que fuera aquel, cuanto suponga contribuir a la pitanza tiene en la isla un valor incalculable. Consideró que debía hacerle algún regalo. El problema era de dónde iba a sacar él plata para regalitos. Con lo que ganaba lavando carros apenas tenía para mal comer, aparte los escasos alimentos que recibía en la bodega por la libreta estatal. Pero no estaba todo perdido. Cavilando, Francisco ideó un sistema para proveerse de minucias. Tenía el don de encontrar a menudo por la calle cosas que la gente dejaba caer: un bolígrafo, una cinta, una lata de refresco o un pomo vacío. Y los guardaba, porque, en un mundo de pobres, todo tiene su utilidad. A partir de entonces, Francisco puso especial atención camino de la guagua para regresar a su casa. Debía ascender, que lo suyo le costaba al hombre, la empinada cuesta de la calle 25 hasta la calle L, donde una montonera de gentes aguardaba cada tarde junto a la parada de la guagua próxima al hotel Habana Libre.

Una mañana, al llevarle Ana la consabida taza de achicoria acompañada de un par de galleticas, Francisco la sorprendió. Muy circunspecto, abrió una java de tela gastada y de color indefinido que siempre llevaba encima y extrajo de ella un peine grande, de plástico color hueso, algo desdentado. Por supuesto, lo había lavado a conciencia. «Para ti, Ana —anunció ofreciéndoselo—, para que te atuses esos cabellos tan lindos tuyos». Ana se quedó sin habla. No sabía si debía aceptar o no el presente. «Aún conservo intacto el tocador de mi mamá», reveló, pero decidió que no sería de buena educación rechazar el obsequio. Al fin y al cabo, ella fue criada de niña como una señorita. Se deshizo en agradecimientos y, un poco confusa, regresó despacito a su vecino portal con el peine remellado en una mano.

Otra mañana, Francisco la volvió a asombrar con un nuevo presentito. Esta vez se trataba de un llavero de latón que representaba un pescadito. «Pa las llaves de tu casa, mi amol», anunció el viejito.  Ana dijo que no hacía falta que le llevara nada, que estaba bien pertrechada de lo más necesario. Francisco expresó su deseo de compensarle por el desayuno cotidiano. Conque, a partir de entonces, cada dos o tres días aparecía con un regalito: dos horquillas para el pelo, un bolsito de piel gastada, un monedero, unos espejuelos de sol con un cristal rayado, un descuajaringado librito de recetas culinarias, un reloj de mujer, de plástico, que atrasaba, una estampita de la Virgen de Regla, patrona de La Habana, un cinturón de cadenilla pasado de moda, un pendiente desparejado de calamina, un dije de vidrio que figuraba un moscardón, un ajado collar de pedruscos deslucidos, una muñeca de trapo, por cierto manca, y hasta una barra de labios, usada, color fucsia. Divertida, Ana le soltó: «¿Y ahora qué quieres, que me pinte los morros pa ir a la bodega?». Estaba empezando a almacenar una colección de fruslerías que no sabía dónde meter. Su casa empezaba a asemejarse a la cueva de Alí Babá, salvo que de chucherías.

Una mañana se quejó por fin: «¡Ay, ya está bueno, Francisco! Me estás llenando la casa de trastos. ¿Cómo te haré entender que no preciso nada? Si ya no voy a ningún lado, ni siquiera al teatro, compadre. Ni sé la de años que hace que no piso un cine o no asisto a un espectáculo de danza, con lo que me gustaban. Porque yo, aquí donde me ves, recorría de joven todos los teatros de La Habana. Sí, asistía a los estrenos. Y vestidita que iba entonces, no vayas a creer, que al cinematógrafo no iba una hecha un adefesio». E insistió en que, a partir de aquel día, no aceptaría más obsequios, por muy delicados que fueran, y no es que no apreciara el esfuerzo que él hacía.

El pobre Francisco quedó azorado. «Lo hago con todo mi amor, mi cielo», susurró bajando la vista. Ana sintió pena, y repuso: «Lo sé, papi, y te lo agradezco en el alma. Pero ya está bien de traerme cositas. Ya no sé dónde meterlas. ¿Te crees que mi casa es un palacio? ¡A partir de hoy no quiero más nada! ¿Entendido?». Francisco, contristado, asintió con la cabeza. Pasó el resto de la jornada solo y cabizbajo. Si ella no se hacía cargo del amor que le inspiraba, ¿cómo podía hacérselo entender? Debía idear otra estrategia para conquistarla. Así, varios días después, se presentó ante la puerta de Ana, a eso de las nueve de la mañana, con un ramo de pequeños girasoles en la mano. Le habían costado una platita que falta le hacía para comer. Pero todo fuera en aras del amor, se dijo con resignación. Ana quedó estupefacta al ver el ramo de flores amarillas. Atufada, descargó: «Ay, mi amol, eso son flores de santería, y yo no soy santera, te lo he dicho mil veces, compadre». Francisco quedó ahí parado, frente a la puerta del bajo C, sin saber dónde meter aquellos estúpidos floripondios radiantes como soles, que ocultó a su espalda. Pasó la tarde sumido en catastróficas reflexiones: ¿Cómo se le habría metido una idea tan disparatada en la cabeza? Había que estar singao para hacer semejante presente a una mujer cabal como Ana. Como tonto no era, Francisco se dedicó a ofrecer la mercancía a cuantos pasaron por delante, ahí sentadito en su esquina de la calle Humboldt. Caía ya el sol tras los inmensos edificios circundantes cuando pasó una vecina, que sí era santera y devota de Oshún, a quien logró vender los cinco malditos girasoles, aunque por menos de lo que había pagado por ellos. Al menos recuperó parte de la inversión.

*          *          *

Y un día sucedió el milagro. Fue una tarde del mes de diciembre, ya cayendo el crepúsculo a eso de las cinco y media. Hacía fresco, por mor del invierno. Claro que acá, habituados al calor incesante todo el año, a cualquier cosa la llamaban frío. Una ventisca friolenta, en fin, arrasaba la calle procedente del mar. Allá abajo, en el vecino Malecón, grandes olas saltaban por encima del muro desportillado e invadían estrepitosas la avenida. Francisco tuvo un escalofrío, y se dijo que era hora de recoger los pertrechos del oficio y tirar para su casa. Mientras se aplicaba a la tarea surgió, como de la nada, la viejita Ana. Vestía pantalones anchos, gris marengo, bajo una abrigada blusa marrón. Del cuello le colgaba el collar de pedruscos avejentados que él le regaló hacía quince días. Francisco se fijó en seguida en el pormenor, porque nunca perdía detalle respecto a su aspecto. ¿Se habría compuesto así para él?, se preguntó con un sobresalto del corazón. No, se dijo, seguro que va a casa de su hija. «Oye, compadre —empezó Anita—, creo que ya es hora de que tú y yo compartamos un momentico. No está bien que dos personas educadas hablen así, siempre de paso en mitad de la calle, como dos perros sin hogar». Francisco la escuchó boquiabierto, aún con una bayeta mugrienta en una mano, paralizado. «Así que, si no tienes prisa por volver allá por Ciénaga, te invito a un trago». En ésas reparó Francisco en una talega de paño marrón que portaba la mujer, apretada contra el pecho. Le vino a los labios una pregunta estúpida: «Ah, pero ¿tú tomas tragos?». Ana lo miró como si fuera un necio. «Ay, mi amol, en Cuba todo el mundo toma sus traguitos. Lo llevamos en la sangre, ¿o no? Ahora, no vayas a creer que tomo todos los días; solo de vez en cuando». Francisco tragó saliva: «No, si yo…». Entonces presentó el reparo de que debería ser él quien invitara. Era lo correcto, si bien sabía que los pesitos que llevaba en el bolsillo no le alcanzarían. Tendría que pedir prestado al prieto del parqueo vecino. Ya se las apañaría para devolverle mañana la plata. Muy ufana, Ana rehusó con rotundidad. «Déjate de monsergas, compadre —alegó—. ¿No eres revolucionario? Pues las mujeres también podemos invitar, para que te enteres. Para eso somos independientes». Y explicó que su hija acababa de entregarle, aquella misma tarde, una platita para contribuir a su sustento. «¿En qué mejor gastarla que en un pomo de ron, compadre? —expuso—. Total, para un plato de arroz y frijoles, ya tengo. La vida está hecha de momentos. Y, si son buenos, mejor». Cuestión zanjada. Acto seguido, extrajo del talego un pequeño pomo de ron dorado y dos vasitos de cristal, traídos a propósito de su casa.

Francisco, muy circunspecto, limpió con un trapo el poyo donde se sentaba y lo cubrió con una teluja más o menos limpia. Había espacio para dos. Terminó de guardar sus cachivaches de limpieza tras la verja, cerró ésta con llave y ofreció el asiento a Ana. Ella ocupó un extremo del poyo, dispuso los vasos entre ellos dos, destapó el pomo de licor barato, vertió un trago en cada uno y ofreció a su compañero. Brindaron y degustaron con deleite. «¡Ah! —exclamó Francisco, con los ojos en el cielo—. ¡Esto quita el hambre y cura todos los pesares del alma!». «Y que lo digas, papi», concedió Ana.

Bebieron callados, allí sentaditos uno junto al otro, en el ángulo de la calle, sin saber qué decirse mientras paladeaban el brebaje perfumado de aromas a cañaverales, frutas y caramelo. En torno a ellos, sobre los altos y mugrientos edificios vecinos, se precipitaba una noche azul marino con un hedor a algas putrefactas. Por romper el silencio, Ana exclamó: «Hace frialdad, papi». Francisco asintió mientras dejaba que el sabroso elixir le abrasara las vacías entrañas. Fue consciente de que aquella inesperada escena suponía el inicio de algo.

 


 

Jesús Greus

Jesús Greus. Nacido en Madrid, es escritor, licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Ha sido colaborador de los diarios ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc, de la revista digital española Narrativas y, actualmente, de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado como traductor para diversas editoriales españolas. Como conferenciante, ha sido invitado por el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid; la Universidad de Marrakech, etc.
Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech, ciudad donde reside actualmente. Es, asimismo, autor de los guiones cinematográficos Snapshots from Marrakech y The City of Flowers, ambos en proceso de preproducción. Es autor de:
Ziryab (Editorial Swan 1988). Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Editorial Entrelibros, 2006.
Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela.
Así vivían en Al-Andalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009.
Claro de luna. Obra poética.
De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro.
Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.
Rebuscar entre las nubes. Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores. Ensayo. Huerga & Fierro, mayo 2015.
Aquella noche en el mar de las Indias. Novela. Editorial Stella Maris. Mayo 2015.


🖥️ Web del autor: Espejismos (https://librocircular.wordpress.com/)

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Los jimaguas (cuento cubano)Ad Camorritensis EpistolaUn tranvía llamado Placeres (artículo) El bobo y la yuma 

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez Corada ©

 

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 126 · enero-febrero de 2023

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