relato por
Soledad Mariño

 

A

veces siento que Aloe me mira con una ternura impropia de un gato. Sus ojos, brillantes e inmensos, me vigilan como dos faros en la noche. No es indiscreción, sino complicidad. Jamás he intuido en ellos un atisbo de engaño o suspicacia. Yo la cuido, ella me cuida. Nos cuidamos.

Por la noche, sentadas frente al televisor, Aloe se acurruca en mi regazo para que la acaricie. Ronronea y, mimosa, estira su cuerpo menudo sobre el mío, venido a menos con la edad. Diría que llevamos siglos compartiendo la misma rutina y aún me sobresalto cuando sus uñas afiladas se me clavan sin intención, rompiendo la magia del momento y recordándome lo urgente de una manicura. Mi caricia se convierte en un manotazo suave e involuntario y ella se asusta por igual, pegando un brinco al extremo contrario de la sala, desde donde me mira fijamente implorando mi perdón. Yo la miro también. Nos perdonamos.

Cuando salgo a pasear, Aloe se sienta en el alféizar de la ventana esperando mi regreso. Sé que, en cuanto me ve, interrumpe momentáneamente su parsimonia gatuna y se apresura a calentar mis zapatillas. Yo se lo agradezco sirviéndole leche en su cuenco; ese que ocupa un rincón de la casa que ha hecho suyo ya.

Lleva tanto tiempo conmigo que a veces pienso que siempre ha estado ahí. Fue mi hija quien me la regaló unas Navidades con la idea obstinada de que necesitaba compañía. La misma que le puso Aloe —ignorando mi advertencia de que Aloe no es un nombre de gato— porque creyó que su pelaje suave resultaría como un bálsamo reparador para mis manos viejas y casi insensibles después de toda una vida de trabajo. Ahora sé que Aloe es mucho más que eso; que podría llamarla de mil maneras y ninguna de ellas sería un nombre de gato.

Esta tarde, al volver de la frutería, no he visto a Aloe en la ventana. Tampoco ha acudido en mi búsqueda cuando he atravesado la puerta de la calle; tan solo me aguardaban mis zapatillas, frías y solitarias, junto al mueble de la entrada. La he buscado en la cocina, luego en el salón, y finalmente la he encontrado acurrucada junto a mi cama, con sus enormes ojos inusitadamente apagados, como si de pronto hubieran perdido seis vidas y no les quedase más que una. «¿Qué te ocurre, Aloe?», le pregunto. Y no me responde.

El veterinario se ha mostrado optimista; cree que pronto abandonará su letargo y podremos retomar nuestra rutina, a excepción del cuenco de leche, previsiblemente el causante de su malestar. Me siento frente al televisor, buscando distracción, y la miro de reojo. Dormita. Me tranquiliza imaginarla inmersa en un sueño felino, plácido y reparador. Y me tranquiliza pensar que mañana volverá a ser la de siempre: la de los grandes ojos que me vigilan; la de las caricias suaves y el relajado ronroneo. Mi compañera. Aloe.

 


 

Soledad Mariño Pais: «Aunque no han visto la luz de momento —más allá de los relatos y poemas que he comenzado a publicar en forma de podcast en la web www.fivecast.es—, soy autora de dos poemarios infantiles (¿Por qué lloras, cocodrilo? y Anacleta percorre o mundo en avioneta, este último, en gallego) y narrativa infantil (Me llamo Arturo Chinchilla). A finales de 2022 la Editorial Amarante ha publicado mi novela, La Fragilidad».

Contactar con la autora: soledadmarino84[at]hotmail[punto]com
📓 La fragilidad se puede adquirir en: https://editorialamarante.es/libros/narrativa/la-fragilidad

🖼️ Ilustración: Foto de Juan Sauras [Pexels]

 

relato Aloe

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) · n.º 128 · mayo-junio de 2023

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