relato por
Viviana Sampedro
«L
uego de un par de años de ausencia, los hechos comenzaron a aclararse y tía Clara volvió a la casa de sus padres. Si algo de lo ocurrido en ese entonces llegó a los oídos de los más chicos, se debió a oscuros rumores que circulaban por los pasillos o a través de algunos cuchicheos de los comentarios entrecortados de los mayores. En esa época, los niños no acostumbraban a hacer preguntas acerca de contenidos que solo constituían parte del patrimonio atesorado por el mundo adulto. Por esta razón, la construcción de la realidad infantil se rodeaba de fantasías y de eclipsados personajes que vivían historias marginadas de todo conocimiento capaz de marcar una inscripción intergeneracional.
»Después del almuerzo, apoyada junto a la mesada de la cocina, la olla templada empezaba a enfriarse. En el comedor, los cortinados de brocato parecían recuperar densidad, cayendo espesos sobre los amplios ventanales de la casona de la calle Juncal. Los pasillos de la vivienda simulaban estrecharse, tal como si sus paredes buscaran cerrarse en un hermetismo capaz de ocultar un secreto, quizás alguna ausencia.
»No bien se retiraba de la mesa el último de los platos, el domingo se cargaba de un silencio pesado. El pulcro mantel almidonado, de hilo blanquecino, festoneado por la picardía de los rostros de los más chicos, se opacaba, mientras que la oscura madera de los pisos parecía endurecerse más, bajo la mirada rígida de Don Alfredo».
—No estaría de más aclararte que el almuerzo se servía puntualmente a la una y la comida terminaba a las dos y diez, ya que los abuelos tenían un tema con todo lo que implicaba algún tipo de «retraso» —le confesaría el mayor de los nietos, a la sencillez de su mantel de algodón con poliéster mientras le leía la historia. Y no contento con esta interrupción, le aclaró—: Porque no vayas a creer que, en esa casa, el mantel iba a permanecer sobre la mesa hasta la hora que se le antojara —entonces se decidió a cerrar el libro que acaba de empezar a leer y siguió contándole:
—Todos sabíamos que, después del almuerzo, el aburrimiento se iba a apoderar de nosotros y el mutismo correría por las habitaciones de la casa, cargando irremediablemente la atmósfera irrespirable de la sala, hasta el momento en que alguno de los mayores propusiera entretenernos con algún juego de mesa, intentando con ello abreviar el paso de las horas de la tarde de agosto. Sabíamos que luego de volcar las fichas blancas sobre el fieltro verde, alguien empezaría a mezclarlas, mientras que adentro el frío del invierno empañaba los vidrios; mientras que afuera, las persistentes gotas de lluvia golpeaban contundentes contra el techo de la galería del patio de atrás. Sabíamos que, de un momento a otro, ella iba a irrumpir en el salón quebrando la laxitud de la tarde de domingo. Sabíamos que antes de terminar el partido, la tía entraría al comedor y su corpulencia se pararía frente a nosotros, iniciando el despliegue del apasionado monólogo, capaz de aturdir nuestros oídos y hacer vibrar los lúgubres retratos estampados en las telas de los cuadros. Entonces, una vez más, la soberbia tía Clara nos dejaría boquiabiertos, con ese discurso a través del cual hablaría de sí misma, utilizando frases largas y complejas, escritas con letras mayúsculas de imprenta, para después pasar a referirse al resto de la humanidad, usando oraciones cortas tipiadas en minúsculas cursivas. Y era en ese último minuto, de máxima excitación, cuando su agitación cedía, frente a la mirada fija y penetrante del abuelo Alfredo, que frenaba la insensatez de su hija, que le exigía detenerse, en medio del temblor de la abuela, que con un movimiento casi imperceptible de cabeza, la invitaba a retirarse. Pero Clara era consciente de los límites de su histrionismo y tenía en cuenta los riesgos que correría en caso de salirse de sus carriles y desbocarse antes de terminar su presentación. Quizás por esto, algo turbada, su figura altiva vestida con el traje recto de corderoy marrón, se alejaba del humo de los leños antes de que se desatara la tormenta, capaz de resquebrajar la imagen de una estirpe, quebrando el tronco del árbol plantado por don Alfredo. En ese momento ella optaba por recluirse en su habitación, de la que ya no volvería a salir hasta después de finalizado el almuerzo del próximo domingo, en el que la escena, volvería a desplegarse ante los ojos de los allí presentes, interrumpiendo una vez más el juego familiar. Luego de que Alfredo falleciera como consecuencia de «un paro respiratorio no traumático», según consta en el certificado de defunción, porque su esposa consideró de mal gusto dar a conocer a sus relaciones detalles algo escabrosos de su ataque de apoplejía, ninguno de los familiares volvió a darse una vuelta por la bóveda del cementerio. Entonces Clara pensó que había transcurrido demasiado tiempo, que ya era hora de recuperar lo perdido y terminar con sus años de reclusión. Por eso ese día pensó: «Aún no es tan tarde», y, temprano, aquella mañana de domingo se lanzó a la calle. Se detuvo un buen rato frente a la puerta de la iglesia de Nuestra Señora del Socorro. Pero, «¿qué se quedó haciendo parada frente a la iglesia?», te preguntarás, sencillo mantel de algodón a cuadros. Y la verdad es que, hasta ahora, solo una persona lo ha podido contestar. Una vez más, Clara quiso hacerse escuchar por la Virgen. Entonces le pidió: «Señora si me ayudas a recuperar lo perdido, daré una misa en tu nombre». Y pensó que quizás esta vez la Virgen respondería a sus ruegos, porque ella pretendía llevárselo y para eso necesitaba acercarse a él, sin que éste sintiera miedo, sin que ella lo rechazara. A paso vivo, erguida como un tronco joven, caminó un par de cuadras por Juncal hasta doblar en Carlos Pellegrini, hasta detenerse en la puerta del cotolengo, hasta subir los peldaños, algo gastados, de la empinada escalera de mármol blanco, hasta bajarlos tomada del brazo del muchachito, que tenía un lunar oscuro en la palidez de su rostro; hasta detener su vista en el vacío de la pequeña plaza desolada, hasta atravesar el portón de la casa de Juncal. Y a la hora del almuerzo, sentada a la mesa, junto a la torpeza del jovencito, recordó brevemente a don Alfredo, con un par de oraciones simples, en su mayoría unimembres, en las que su tono de voz monocorde, pretendió dibujar un puñado de palabras minúsculas escritas en cursiva. Después del almuerzo, cuando se retiró el último plato, el comedor pareció ensancharse, por eso, nadie se propuso abreviar la tarde, ni quiso entrar en el juego, ni se volvieron a mezclar las fichas, le dijo al mantel.
Entonces, el nieto mayor sentado junto a la mesa, abrió el libro que había empezado a leer, y a la altura del epílogo, se detuvo en el último párrafo:
«Sus nietos, todavía hoy, recuerdan la sórdida expresión de su abuela quien pretendió hundir su vergüenza en el fondo de una copita de anís, dando por finalizado el encuentro. Aunque ninguno de ellos pudo precisar si la laxitud del domingo se rompió poco después de que la tormenta derribase el árbol, cuando paró de llover y las gotas dejaron de caer sobre el techo de la galería, o si la calma de la tarde se había quebrado mucho tiempo antes de que ellos corrieran la cortina de la ventana que daba al patio de atrás».
Después de leer en voz alta ese último párrafo, el mayor de los nietos le dijo al sencillo mantel a cuadros:
—Bueno, veamos si ahora te comportás de una manera más humilde, entendés lo que es una mancha y dejás de exigir que te lave, cuando apenas te salpicó una gota de café más pequeña que el lunar de la cara del abuelo Alfredo.
Viviana Sampedro nació en Argentina. Es licenciada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires y miembro de Autores Locales de Pilar.
Escribió cuentos y poesía en antologías publicadas por Editorial Dunken, el Bodegón Ediciones, Ediciones Afrodita, periódico Pilar a Diario. Colabora con las revistas literarias: Almiar (Margen Cero) y Katabasis.
Obtuvo el Tercer premio Poesía Integrarte, La Resistencia y la Medalla de Oro de Poesía en los Torneos Bonaerenses.
📩 sampedrovivi [at] yahoo.com [dot] ar
👀 Leer otro relato de esta autora (en Almiar): A oscuras
Ilustración: Foto por Jessica Lewis Creative [Pexels], dominio público
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 123 · julio-agosto de 2022
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