relato por
Eliana Sosa
El clamor del mar.
Es invierno. En un pequeño departamento en Helsinki, un estudiante toca el violín. Todo es cálido; mínimo; eficiente. Está a salvo. Hay, sin embargo, un dolor tensionado en las cuerdas. Lo esquiva con su cabello rubio. El arco inicia una lucha silenciosa por olvidar; por adentrarse; por comprender; por resistir. Y se espeja en sus ojos. Así nace la belleza.
Muy lejos de allí, al borde de las cosas, alguien toma una copa tras otra de vino rubí. La copa es de vidrio verde; el dorado de los bordes está saltado. Las compró la abuela hace mucho; ella soñaba, quizás, ser una duquesa de suburbio. Grandes manos fabriles. La máquina de coser. Galletitas de vainilla y chocolate con forma de espiral. Un cansancio triste en los ojos; la sonrisa dulce.
Había nevado; habíamos salido a ver. La primera nieve. Hacer bolas. Lanzarlas. No alcanzaba para un muñeco. Habíamos salido a tocar un momento nuevo y tierno, en el frío. A congelarlo en imágenes, que luego miraríamos en un álbum. Anoraks de colores en medio del gris de los muros. Y sobre el gris el blanco recién llegado, como una brisa.
Teníamos muchos geranios rojos en el balcón. Un helecho colgando. Macetas inteligentes que guardaban agua, para poder prescindir de los vecinos en vacaciones. Para enroscarnos más y más hacia adentro. Y crear mundos. Que no durarían.
El dolor es un vidrio resbaladizo donde ya no se puede asir nada. Dejar que las manos desaparezcan detrás de él. Saber que así está bien.
Muchos años después también aquí nevaría. La primera nieve en mucho tiempo. En Helsinki, en cambio, la nieve es algo tan cotidiano como las nubes. Nadie sale a fotografiarla. Nadie la recuerda.
¿Sabrá la ciudad de nuestros geranios, que ya no existen? ¿Sabrá dónde están nuestros vecinos, a los que escuchábamos, con los que no hablábamos? ¿Sabrá de aquellas vacaciones de invierno en que quise trabajar en una juguetería, pero no lo conseguí? Íbamos con mi mejor amigo a preguntar por el barrio; pero nos daba demasiada vergüenza. El primer trabajo. El primer cigarrillo fumado a escondidas en el balcón donde no alcanzaba a ver la luna.
Esa ciudad guarda mis pasos frágiles de bailarina. Y otras tantas historias que no fueron. No le importa. A fuerza de mirar, los ojos se gastan; los corazones se detienen. Ella es un puro reloj. Mide tiempo. En su tiempo de ahora, ya no estoy. No existo; no existimos. Aquel departamento donde vivimos, en la calle sin árboles, que daba al edificio de enfrente, a un sinfín de balcones como el nuestro, ya no nos recuerda. Ya se olvidó que lo habitamos; se olvidó de las siete de la mañana, y el colegio, y la fábrica, y el contestador automático que iba guardando las voces que ya no se escuchan. Se le olvidó todo eso. Ni siquiera se le ocurrió guardar un álbum con nuestras fotos, para recordarnos.
Quizás fue apenas un sueño que vivimos allí. Es cada vez más pequeño y delicado el recuerdo… podría llegar a desvanecerse en mi mano. Ahora, por piedad, lo alimento un rato. Para que no parezca que no existimos. Que no tuvimos una vida. Unos sueños. Para disimularlo un poco, al menos.
El clamor del mar.
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🖼️ Ilustración relato: Wallpaper de libre uso (en PxFuel), remitido por la autora.
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 133 • marzo-abril de 2024 • 👨💻 PmmC
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