relato por
Guillermo Antuña Martínez

 

D

esde algún rincón alejado de su mundo entendió que simplemente nada había sucedido, por eso no pudo avisarte primero ni después y tal vez por eso nunca más vuelvas a verle. No grites, por favor, no debes preocuparte: estará bien o ya no estará o estará en ninguna parte. Él nunca quiso que te enteraras, pero supongo que todo se le fue un poco de las manos. Al final creyó que sería mejor para todos hacerlo así. Era temprano por la mañana y en el diario salía gente que moría y gente que gritaba y entonces me llamó para contármelo todo. Sinceramente no supe qué responder, pero tampoco él llegó a preguntarme. Esperé en silencio, casi escondido, y justo colgó el teléfono cuando fui a decir alguna tontería. Aún hoy se lo agradezco. Las persianas del piso estuvieron bajadas todo el día aunque hace tiempo ya que por aquí no es verano. Todo cambia a ritmos diferentes en este lugar, todo tal vez menos nosotros. Más viejos y más alegres, o menos preocupados. No creo que a nadie le importe. Sé lo de las persianas porque desde la ventana de mi casa puedo ver su edificio, y a veces pongo el brazo a contraluz para intentar adivinarlo más allá de mis venas. Me gusta hacer eso cuando me ven porque se ríen mucho, luego siempre hay alguno que hace chistes de agujeros. Sabía que no saldría a la calle con luz así que esperé a que atardeciera y me senté en la cama con las zapatillas abrochadas, hasta verle salir. Lo seguí hasta cuatro calles más abajo, compró un paquete de tabaco y dos cervezas y seguimos un rato más hasta el parque. Se giró para ofrecerme una y nos sentamos en un banco, en silencio, bebiendo y fumando un rato, le dije que lo entendía, me dijo que no hacía falta y seguimos allí hasta que se puso demasiado frío para estar al descubierto. Durante los días siguientes no vino a buscarme pero yo podía verle salir siempre a la misma hora y lo seguía hasta que él se cansaba de llevarme detrás y entonces nos quedábamos en silencio en algún lado sabiendo muy bien que eso era todo lo que había que decir. No, no te creas que dejé de verle sin más y ya está, él me había avisado. Yo ya lo suponía pero un día me dijo que la cosa se había puesto muy complicada y se tenía que largar, podía decirme a dónde tenía pensado ir pero no creía que fuese seguro contármelo. No tuve que insistirle mucho y hasta el lugar era previsible. Nunca fue un tío con grandes ideas y por lo que parece el pobre no sabía ni esconderse. Así que me contó sus planes y cuando le dije que me parecían una mierda me dijo que qué iba a hacer, que ya lo sabía. «No sé si hay algo más absurdo que montar un bar, pero no es beber en él», es lo que el tío me respondió, con lo que Dios quiera que eso signifique. El día que se fue lo acompañé hasta la gasolinera, no sé muy bien por qué aquella tarde sí que hablamos. El día anterior yo había estado esperando como de costumbre sentado en la cama cuando sonó el timbre de la puerta y me pidió si por favor podría acompañarlo, que debía ser al amanecer siguiente. Cargamos dos mochilas y cuatro bolsas en su furgoneta y después de empujarla calle abajo nos saltamos el primer semáforo y cogimos hacia la carretera de la costa. Cómo le gustaba aquel disco de Dylan al cabrón, y decía que venía muy a cuenta mientras ponía su canción una y otra vez, dos diferentes y vuelta a empezar. Estaba contento, hasta dijo que me daría dinero para el autobús de vuelta y una cerveza, por las molestias, le había cogido un poco a su tía cuando fue a despedirse. Se acordó un par de veces de ti, no sabría decirte si con miedo o con tristeza. Iba cantando a voz en grito, siempre los mismos versos, los únicos que se sabía, y al cruzar un pueblo bajaba la ventanilla para que la gente se jodiera, como cuando éramos jóvenes, ¿verdad? Paramos diez minutos después de la salida de uno de ellos, en una desviación a la derecha hacia un área de servicio porque tenía que mear y debía hacer más de diez minutos que no nos cruzábamos con otro coche así que cuando estaba de espaldas pude acercarme tranquilamente para rajarle el cuello y registré muy rápido sus bolsillos, cogí el dinero que me correspondía de la cerveza y el autobús junto con las llaves de la furgoneta y conduje de vuelta a la ciudad. La furgoneta está a la entrada, junto al apeadero, por la parte de atrás. Ya era de día cuando paré en una de las esquinas y después en otra un poco más allá hasta gastármelo todo. Al volver a casa, miré por la ventana su edificio a contraluz pero esta vez nadie hizo ningún chiste de agujeros, todos estaban ahí muy amontonaditos y en silencio. Vamos, ahora no grites tú, y deja ese cuchillo en el suelo por el amor de Dios, si voy a morirme yo solo de todas formas. Me cago en vuestra puta madre.

 


 

Guillermo Antuña

Guillermo Antuña Martínez. Nacido en El Entrego (Asturias) en 1995 y de padres periodistas, el gusto de Guillermo por la literatura viene desde muy pequeño, cuando se pasaba las mañanas de colegio leyendo a Boris Vian por debajo del pupitre. Hace varios años que vive en Madrid, donde termina sus estudios de Publicidad y Relaciones Públicas y Filología Hispánica.

 Contactar con el autor: antunamartinezg[at]gmail.com

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 Ilustración relato: Fotografía por 250432 / Pixabay [public domain]

 

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