relato por
Carlos Montuenga

 

P

adre sol, no permitas que mis actos puedan ser motivo de vergüenza para quienes confían en mí, ni que mis palabras ofendan a los más débiles. Infunde tu fuerza en mi espíritu antes de ocultarte tras las colinas lejanas derramando ríos de fuego sobre el horizonte. Haz que mis hijos crezcan sanos y aprendan a escuchar la voz del silencio, concédeles el valor que todo hombre necesita para seguir su camino y saber sacrificarse por quienes necesitan su ayuda; que jamás se rindan ante el miedo ni ante la ira, que ni el hambre ni el dolor ni el aliento de la muerte misma les impida comportarse con honor. Que mi pueblo siempre disponga de todo lo necesario y no se vea jamás obligado a mendigar, que no le falte agua de los manantiales durante la estación seca ni leña para calentarse cuando la tierra se adormece bajo el aliento helado del invierno. Haz que cada primavera la hierba crezca alta y el viento no delate nuestra presencia cuando nos acerquemos con sigilo a la caza, para que el venado no se espante y el bisonte siga paciendo tranquilo sin sentir el peligro. Y si hemos de cubrir nuestros cuerpos con los colores oscuros de la guerra envíanos, Padre, al águila dorada para que nos guíe al combate y que al volver, el fuego de cien hogueras se eleve hasta el cielo anunciando a todos nuestra victoria. Nunca he rehuido a mis enemigos, no temo a esos intrusos que se atreven a profanar la morada donde descansan nuestros antepasados. Sabíamos que alguna vez llegarían; muchos inviernos antes de yo nacer los ancianos ya lo profetizaron: «Hombres de ojos claros y corazón audaz vendrán desde el otro lado del abismo donde el mundo termina; los veréis aproximarse desde el horizonte, tan numerosos como las estrellas, y la tierra se estremecerá a su paso…».  Sea así, Padre, si ese tiempo ha llegado mi brazo no temblará cuando conduzca a mis hombres a la lucha, aunque sepa que muchos de ellos no volverán a escuchar la risa de sus hijos ni el rumor del agua en los torrentes; y mejor que mi enemigo sea poderoso, así no sentiré vergüenza si le venzo y podré contemplar, sin bajar los ojos, la pradera sembrada de cuerpos jóvenes a merced de los coyotes. Pero si la muerte me busca, si la siento acercarse cabalgando veloz a lomos del viento, no me esconderé de ella. Al cabo todo ha de regresar a su origen; si muero, el polvo de mis huesos se esparcirá entre la hierba y mi sangre alimentará el corazón de la Tierra. El gran círculo de la Vida permanece por siempre inalterable, eterno…

 

E

n estos momentos finales del día, mientras la luz del crepúsculo lo sumerge todo en un resplandor rojizo y apenas algún rumor velado, una voz o el tañido lejano de una campana arañan el silencio, me asalta a veces una sensación extraña; es como si al acercarse la noche el mundo empezara a dudar de su propia realidad y el tiempo mismo quedara en suspenso. Entonces solo existen los recuerdos, un sinfín de imágenes inquietas vuela en desorden de un lado para otro como aves que levantan el vuelo espantadas por el avance de las sombras: la casa familiar, el salón con los cuadros, los grandes espejos y el piano situado en una esquina; la primavera aún no se hace sentir y al otro lado de la ventana las ramas desnudas de los abedules se inclinan bajo el peso de la nieve; atravieso una habitación tras otra y al fin entro en el despacho de mi padre: el sol acaricia con timidez su mesa y los estantes donde se apilan cientos de libros; me veo a mí misma hojeándolos a hurtadillas, nadie puede verme, mamá le está diciendo algo a una criada y él ha tenido que salir temprano para atender sus negocios en la ciudad. Aquellos libros con sus bellas tapas de piel oscura… Durante mucho tiempo estuve convencida de que en sus páginas se ocultaba todo el saber imaginable, pero entonces ¿quién tenía la culpa de que millones de personas vivieran sumidas en la ignorancia? No habría yo cumplido aún trece años cuando Irina, la cocinera de nuestra casa, se acercó a mí una tarde y me suplicó que le leyera una carta arrugada, medio oculta bajo el mandil. Tras complacer su deseo sentí algo muy extraño, como una opresión que me ahogaba; sin pararme a pensar en lo que hacía cogí sus manos y le dije: «Irina Petrova, ¿quiere que la enseñe a leer?». Cómo olvidar la expresión de gratitud que iluminó su rostro… A veces cualquier hecho fortuito decide nuestro destino y tiempo después me hice maestra. Estuve primero en Novgorod y luego en la región de Domanivka, cerca de Odesa. Fue allí donde conocí a Siergei y a los demás. Muchos de ellos habían estado varias veces en la cárcel pero yo les veía siempre alegres y confiados como si nada pudiera hacer mella en su entusiasmo juvenil. En ocasiones nos reuníamos bien entrada la noche en la choza de Iegor Vasilievich, un hijo de campesinos que había dejado años atrás su aldea y se ganaba la vida trabajando en los oficios más dispares. Él solía quedarse junto a la entrada, apartado de la mesa donde nos sentábamos, y escuchaba con gesto huraño nuestras conversaciones. Una noche, finalizando ya el invierno, mientras hablábamos de los preparativos para la fiesta de los trabajadores que se iba a celebrar en mayo, se acercó con brusquedad a nosotros y tras dar un violento manotazo en la mesa dijo: «¿Y vosotros creéis que todo eso va a servir de algo? Todavía os queda mucho por aprender… Nada se conseguirá si no despiertan de su letargo las gentes humildes, los campesinos que arrastran su vida miserable con el espinazo doblado sobre una tierra que no les pertenece. Vosotros que leéis libros, que sabéis explicar bien las cosas, habéis de llevarles la verdad pero, ¡escuchadme bien!, tenéis que hacerlo de tal modo que la furia sacuda sus cabezas huecas y no teman enfrentarse a la muerte. ¡Eso es! Morir es fácil cuando existe una razón grande, verdadera». Nos quedamos todos en silencio, yo podía sentir los latidos de mi corazón martilleándome las sienes. Luego oí la voz cálida de Siergei: «No le falta razón a Iegor, pero no olvidemos cuál es nuestra verdadera misión, camaradas: Tenemos que abrir un camino que atraviese la inmundicia de esta vida, un camino que deje atrás la maldad y el odio para conducir a los oprimidos hacia un mundo nuevo donde reine la fraternidad…». En ese momento tuve la certeza de que ningún obstáculo sería ya capaz de detener aquella marea que iba a limpiar la Tierra de todo lo sucio y caduco. Antes o después quienes aún recelaban terminarían por comprenderlo, nuestras voces resonarían con fuerza en las ciudades y las aldeas, en las fábricas donde millares de hombres se dejaban la vida a cambio de nada. Sí, nuestras voces atronarían el aire como una sola voz y nadie podría acallarlas:

 

¡Levantaos hermanos, todos a la vez.

Desde el Dniéper al Mar Blanco.

Desde el Volga hasta los Urales!

 

Sentí que todo cobraba un nuevo sentido, como si en un instante mi vida se llenara de luz. Ningún esfuerzo, ningún sacrificio sería excesivo. Algo muy grande estaba a punto de nacer, ya nada volvería a ser como antes…

 

L

a luz, una vez más, dibuja signos de fuego entre el bosque de columnas; troncos esbeltos elevándose en la penumbra vuelan hacia lo alto como si una fuerza misteriosa los impulsara, se alejan unos de otros para volver a encontrarse en las bóvedas. El día está llegando a su fin; reflejos fantásticos oscilan en el aire, tiñen las arquerías, se deslizan por las baldosas como si las acariciaran. Colores tenues se entrelazan, vagan sin rumbo como acordes difusos de un órgano: notas graves —azules, púrpura, surcadas por relámpagos de oro— suben, giran, decaen y ya a punto de extinguirse se encienden una vez más en una llamarada final con los últimos resplandores del crepúsculo. Se diría que durante un breve instante la fría materia de las bóvedas se vuelve incandescente antes de desaparecer en la oscuridad. Encantamiento de la luz que evoca el término de nuestra búsqueda, ese momento final en el que la Naturaleza consiente en despojarse de su velo y nos permite contemplar los secretos que oculta. No tardará en anochecer, las sombras se van adueñando de las altas naves y algunas personas que permanecían en el templo se encaminan hacia la salida con indolencia; sucesión de rostros graves, vacíos… ¡Qué rara vez sorprendemos en una mirada ese brillo que delata a quienes ven más allá de las apariencias! Pero no sé de qué se asombra alguien como yo, alguien que ha pasado tantos años sumido en la confusión, buscando a tientas la salida del laberinto. Toda una vida de esfuerzo incansable ha sido precisa antes de llegar a vislumbrar ese instante en el que culmina nuestra Obra… Y sin embargo la clave de todo está muy cerca, a la vista de cualquiera, en la luz que el sol derrama continuamente sobre nosotros, en esa inmensa energía forjada en el corazón de las estrellas que tiene el poder de transformar la materia vulgar, elevándola hasta un grado inconcebible de perfección. Pero solo quien posee todas las llaves del Arte logrará despertar al dragón sin que su fuego le aniquile y cuántos esfuerzos no serán necesarios antes de conseguirlo, cuántos fracasos, cuántos años de estudio, de espera paciente, de fe inquebrantable, de trabajo agotador junto al horno mezclando los elementos más dispares, calcinando y disolviendo las mezclas cientos, millares de veces, hasta que, al fin, la aparición de un extraño cristal de simetría perfecta sobre la superficie radiante del metal le anuncie que está en el buen camino. Luego quedará aún por superar la fase más crítica, aquella que encierra los mayores riesgos y pone a prueba el temple del artífice… Tal vez yo no logre alcanzarla, la senda que conduce al despertar es larga y tortuosa; mis manos han perdido la firmeza de antes, mis ojos cansados apenas pueden ya tolerar la atmósfera viciada que envuelve el laboratorio. Pero aunque así fuera tengo la certeza de no haber consumido tantos años persiguiendo una quimera. He aprendido algo que bastaría por sí solo para que mi vida cobre pleno sentido: únicamente quien no teme perderse, quien renuncia a la seguridad que ofrecen el pensamiento al uso y el buen sentido, tiene alguna posibilidad de alcanzar el término de su búsqueda; podemos venerar el poder de la razón, envanecernos de nuestro saber, pero lo que creemos descubrir vive desde siempre en nosotros aunque muy rara vez seamos capaces de verlo. Nada existe por sí mismo, nada está aislado de lo demás. La charca más humilde es un espejo al que se asoman las estrellas…

 

«

Katherine, hoy te he llamado varias veces y siempre me salta el contestador. Imagino que no es un buen momento… ¿Qué tal por San Diego?, ¿cómo vais con el reportaje?  Espero que estés bien, no te llamaba por nada concreto, es solo que no hablamos desde hace días y, no sé, de repente he sentido la necesidad de oír tu voz, de sentirte cerca; en fin ya sabes cómo soy. Bueno, debes estar muy ocupada con tus cosas, ¿tienes ya vuelo de vuelta? Un beso, llámame cuando puedas…».

Soy un estúpido, salta a la vista que lo nuestro está en la cuerda floja pero sigo sin terminar de afrontarlo… No me atrevo a imaginar mi vida sin ti, daría cualquier cosa por que siguieras conmigo. Sí, Katy, ya lo ves, ¡un verdadero estúpido!, como si no supiera que estás harta de mis neuras. Tú no lo dices, claro, ¿y qué?, ¿crees que no te conozco?, te cuesta tomar una decisión pero en el fondo querrías perderme de vista para siempre. No, no vayas a pensar que te lo reprocho, tú no tienes ninguna culpa, no es culpa de nadie, tampoco mía. Te aseguro que yo también me siento a veces muy harto, harto de aguantarme, de que la vida me parezca una cosa tan vacía, tan sin sentido…  ¿Debería yo fingir, pretender que no es así?  No lo sé Katy, tal vez sí, ¿no es eso lo que hace todo el mundo?, convencerse de que creen en lo que hacen, en su trabajo, en sus ideas, ¿a quién puede interesarle alguien que duda de esas cosas? Sin embargo, llega un momento en que tu propia ficción se hace insoportable y entonces, ¿qué? Cada vez escribo menos, no sé si llegaré a terminar la novela… Cuando releo algunas páginas del borrador siempre escucho el mismo eco dentro de mí: «Lo que escribes es plano, vacío, falso, en el fondo no crees en todo eso que defiendes con tanto ardor, solo quieres ir con la corriente, sentirte reconocido, admirado». Así es, esa es la maldita verdad, una verdad que me he negado a admitir durante mucho tiempo: nada de lo que he hecho hasta ahora vale la pena; mis opiniones, mis ideas, ¿hay algo en ellas que brille por sí mismo, algo que sea realmente mío? No, solo por publicar libros y dar conferencias a las que asiste mucha gente no se convierte uno en un creador, ¿tan difícil es entenderlo?, a menudo llamamos creación a algo que no merece ese nombre en absoluto, las más de las veces no hacemos más que manosear verdades a medias que otros cocinaron en su momento y han terminado por parecernos incuestionables. Sí, sí, ya sé, todo eso suena muy radical, tú piensas que saco las cosas de quicio, ¿verdad?, como si me empeñara en mortificarme por el placer de hacerlo o, peor aún, como si quisiera dármelas de intelectual en crisis; bueno, hasta me has dicho en más de una ocasión que debería hacer una visita a ese doctor nosécuantos, el siquiatra que estuvo tratando a tu amiga Estela cuando perdió el trabajo y se ponía de Prozac hasta las cejas. Los siquiatras… Déjame que trate de imaginar la escena: «Pero querido amigo, se exige usted demasiado. Le convendría disfrutar más de la vida y no obsesionarse tanto con su trabajo, si sigue dándole tantas vueltas a todo puede acabar cayendo en una depresión grave; hágame caso, procure distraerse y sobre todo no olvide tomarse las pastillas: la alargada al acostarse y las otras dos por la mañana y a media tarde». ¿Sabes Katy?, a veces echo a andar por las calles sin un propósito definido, deambulo de un lado para otro en medio del trajinar incesante de la ciudad y todo me sorprende como… no sé, como si fuera un niño o un recién llegado: las tiendas lujosas, el bullicio de las avenidas, las manchas verdes de los parques rodeadas por gigantes de hormigón, las aglomeraciones en los grandes almacenes, la gente que sale de los cines, que sube y baja de los autobuses y llena los restaurantes. Me puedo quedar embobado mirando al vendedor de helados, a los músicos ambulantes, a una muchacha de rasgos orientales que sonríe mientras habla por el móvil, a esa mendiga recostada sobre cartones que todo el mundo parece ignorar. Busco sus miradas esperando descubrir, ¿el qué?, ¿un gesto de complicidad?, ¿una señal, tal vez?… No lo sé, dudo mucho de que alguien conozca la respuesta y acaso no tenga sentido buscarla, en el fondo es posible que todo sea mucho más sencillo de lo que nos figuramos, tan sencillo como respirar, como estar ahora aquí mientras la habitación va quedando en penumbra y sentir sencillamente que estoy vivo. Alguien habla en la casa de al lado, no entiendo lo que dice; ahora es el golpe seco de una puerta al cerrarse, luego solo un rumor lejano, semejante al latir de un corazón gigantesco. Al otro lado de la ventana las siluetas colosales de los rascacielos resplandecen con los últimos rayos de sol como si estuviesen revestidos de oro y poco a poco la inmensidad azul de la tarde va quedando sumida en esa quietud inexplicable que precede al crepúsculo…

 

C

ayó ya la noche y fría se presenta, el viento que desciende de las cumbres anuncia aguaceros; bien parece que quisiera adelantarse la otoñada… Más valdrá echar una o dos brazadas de ramaje seco al hogar para encandilar las brasas y atrancar luego la entrada de la choza antes de que el canto lúgubre de la lechuza vuelva a dejarse oír en el hayedo, anunciando la hora de las sombras. Quedó dormido al fin… Mejor dejarle descansar, la frente ya no le arde, hizo efecto la cocción de sauce que le di a beber, tiempo habrá de volver a curarle los cortes del brazo; o mucho me engaño o sanarán sin mayores cuidados. Cosa diferente es esa fea herida en el costado, aunque bastante más porfiada se mostraba ayer; gentil cuchillada te asestaron… Habré de restregársela otra vez con baba de caracol, no debe descartarse que la ponzoña del tejido muerto pudiera envenenar la sangre. Pero no despiertes, todo la haré muy despacio, con suavidad, para que no sientas el roce de mis manos y continúes envuelto en el manto protector del sueño; ya solo resta dejar que las horas pasen y confiar en que el amanecer ahuyente a las fuerzas de la noche. Ahora respiras tranquilo, tu rostro está sereno; no pareces el mismo que encontré entre los enebros, tendido junto al arroyo con la cota cubierta de barro y sangre. No me oíste llegar y el miedo hizo presa en ti al acercarme, vi tu mano crisparse sobre el puño dorado de una daga medio oculta bajo la túnica; pero cuando me senté a tu lado y te humedecí las sienes con el agua fría del torrente, tus ojos de muchacho me miraron con gratitud y, haciendo un gran esfuerzo, conseguiste articular algunas palabras. Entiendo mal tu lengua pero poco podías decirme que no imaginara con solo mirarte… Bien puedes creer que tuviste la fortuna de tu lado, si hubieras sido visto por gentes de las aldeas vecinas, no habrían dudado en darte muerte. Tiempos oscuros son éstos, tiempos de turbación y locura. La ambición ciega a los hombres, se creen con derecho a matar y sembrar el terror a su paso. Muchas aldeas de estos valles han sido arrasadas obligando a sus moradores a huir hacia las montañas; se saquearon villas y tierras de labor, la misma Iruñea fue incendiada por no doblegarse a los deseos de vuestro rey. Pero la violencia llama a la violencia y cuando emprendíais retirada hacia la Aquitania marchando tras el conde Roudaland y su séquito, os alcanzó el brazo del destino en el paso de Orreaga. Miles de hombres armados hasta los dientes, campesinos, pastores, gentes rudas llegadas de la selva de Irati, de Urtasun y de los montes de Luzaide os esperaban allí ocultos entre las quebradas del desfiladero y lanzaron a vuestro paso una lluvia tal de flechas y rocas que vuestro ejército quedó aniquilado. Los lobos no han dejado de aullar al alba desde entonces, muy pocos habréis logrado burlar a la muerte y encontrar refugio en estos bosques… Pero nada temas ya, no tengo por costumbre abandonar a su suerte a quien me necesita, así pueden decirlo las gentes de esta comarca y aun otros que de tanto en tanto llegan hasta mí desde lugares lejanos buscando alivio a sus males. Cierto que tampoco faltan quienes me miran con desconfianza, quienes recelan de Izar, la sanadora, la que tiene poder para curar el cuerpo y el espíritu, la que conoce remedios para las úlceras de los ojos y el mal de melancolía, para devolver el sosiego a los que sufrieron mordedura de culebra o mala influencia de la luna, para curar la impotencia del varón y expulsar los humores malignos que espesan la bilis y la sangre. A no pocos les llena de espanto que pueda anticipar sucesos funestos con solo contemplar el vuelo de las cornejas en el crepúsculo, que conozca mezclas de laurel y brezo que al ser arrojadas al fuego calman la tormenta y alejan los rayos. No se les alcanza entender que no es mío el poder sino de la Tierra, que mi saber es el de los bosques y las nubes, el del rocío y el viento. Pronto sanarán tus heridas y cuando vuelvas a sentir la plenitud de tu fuerza te mostraré lugares donde la brisa trae ecos de voces ancestrales y las libélulas extienden sus alas de plata sobre el murmullo de los arroyos. Aprenderás a dejarte guiar por el grito del águila, a evitar la sombra traicionera del nogal y buscar cobijo bajo las ramas apacibles de robles milenarios. Subiremos hasta un collado escondido donde los amantes saltan por encima de las llamas bajo el esplendor nocturno del solsticio y esperan al amanecer para ver al mismo sol danzar sobre la franja oscura del horizonte. Pero no ignoro que en el fondo de tu ser alienta la añoranza del hogar, que ansías sentir sobre ti el alto cielo de la Aquitania y volver a contemplar los campos dorados donde la mies madura. Nada se puede contra el hado; cuando el término se cumpla veré cómo te alejas de mí por el sendero hasta perderte en la lejanía de los montes. Después, día tras día, las hojas secas irán cubriendo el hayedo solitario y los recuerdos se quedarán dormidos en brazos del silencio…

 

Y

a solo les queda la esperanza, ella es quien les mantiene vivos, quien les da fuerzas para soportar el frío, el hambre, las penalidades. No se rinden, quieren creer que lograremos escapar de aquí. Al amainar la ventisca ha caído sobre nosotros una calma extraña, parece como si la cercanía de una presencia amenazadora agudizara más allá de todo límite mis sentidos embotados por el cansancio. Escucho el trajinar de los hombres en cubierta, algún comentario pronunciado a media voz, el temblor de las jarcias, el lamento de los mamparos bajo nuestros pies. La bruma que nos ha envuelto todo el día se deshace en jirones de vapor y los últimos rayos del sol trazan un sendero luminoso que se extiende desde el horizonte sobre la negrura de las aguas, donde navegan inmensas moles de hielo coronadas por un siniestro resplandor rojizo. Crepúsculo silencioso en un mundo helado, soledad infinita… No es posible imaginar desolación mayor. Miro las caras de los hombres: ellos todavía esperan un milagro; todos han de mantenerse ocupados, que cada cual tenga muy claro cuáles son sus obligaciones. Hay que organizar turnos para solucionar lo más urgente: afianzar las barras del cabestrante, lanzar al mar restos de arboladura que entorpecen las faenas en cubierta, reparar los daños causados en el timón por la violencia de los huracanes… ¡No he de ser yo quien les transmita desánimo mostrándome irresuelto a sus ojos! Que todos cumplan sin dudar las tareas que se les encomienden mientras les quede un resto de aliento, solo así podrán conservar hasta el fin el orgullo de los hombres de mar: no doblegarse ante nada, ni siquiera ante fuerzas que quebrantan nuestro apego a la vida. Pero tú y yo sabemos que todo es ya inútil, en vano trataré de encontrar un rumbo que nos permita escapar de la tiranía de tus corrientes. Semanas atrás, cuando el vigía avistó el farallón oscuro del cabo de Hornos recortándose en el horizonte, ya presentí que la muerte nos acechaba en aquella región lóbrega. Y después, al aproximarse el bergantín a ese lugar fatídico donde el encuentro de los dos océanos mayores de la Tierra origina remolinos de violencia inaudita, creí oír tu voz antigua elevándose sobre el rugido de las corrientes: un eco grave, cargado de amenazas, que me negué a escuchar. Me cegó una vez más la soberbia, un afán irresistible de humillarte y di orden de mantener rumbo oeste ignorando las ráfagas repentinas de viento que rolaban con brusquedad forzándonos de continuo a amainar velas. Tras superar los cincuenta y seis grados de latitud sur, cuando ya la noche caía sobre nosotros, empezó a soplar un fuerte viento del noroeste que se agigantó hasta convertirse en un huracán furioso sin apenas darnos tiempo para comprender el peligro que corríamos. Ordené sin tardanza  poner el Aquiles a la capa y así pasamos varias horas, sufriendo por el lado de proa los embates de olas enormes que arrancaron buena parte de las amuras, mientras el bergantín hacía mucha agua por la borda obligando a los hombres a achicarla sin descanso. Al amanecer del día siguiente, tras más de ocho horas luchando sin tregua contra la tempestad, vi con horror que la vela mayor del trinquete se estaba desgarrando y el navío comenzaba a desviarse a sotavento dejando un flanco completamente expuesto a la furia del oleaje. Hice entonces lo que cualquier hombre con muchos años de navegación a sus espaldas habría considerado como la única opción caso de verse en igual trance: hacer virar el bergantín y dejarle correr con el viento, ¿de qué otro modo habría yo podido evitar que el Aquiles quedara vencido de costado, arrastrándonos a todos a una muerte segura? De ese modo, nos vimos obligados a desviarnos durante días y semanas hacia el sur, más al sur de todo lo conocido, navegando a la deriva entre montañas de hielo bajo la palidez de los cielos australes, sufriendo fríos tan extremos que buena parte del aparejo quedó inutilizado y cualquier maniobra para izar o aferrar el velamen exigía esfuerzos titánicos a la tripulación. En el punto al que hemos llegado, la posibilidad de encontrar un paso hacia el septentrión es ya remota, las provisiones escasean y nuestras fuerzas están muy menguadas, la blancura helada del aire se va extendiendo sobre el navío como un sudario… Pero a qué lamentarse, solo un necio o un iluso podría ignorar las consecuencias de desafiar tu poder y no soy lo uno ni lo otro, siempre he sabido que a la postre no podía vencerte. Desde los días lejanos de mi juventud has ejercido sobre mí una atracción irresistible, has enturbiado mi razón con fantasías extrañas en las que trataría en vano de distinguir entre la fascinación y el espanto, entre el odio y la veneración. Durante muchos años te he surcado de una parte a otra del mundo, he sentido tu fuerza indomable oscilando bajo mis pies, he aprendido a conocer tu carácter imprevisible, a interpretar tus colores, tus infinitas apariencias; me ha seducido por igual la soledad ominosa de tus abismos y el esplendor del amanecer sobre el verde esmeralda  de  las  aguas  en  el  trópico,  he  vislumbrado —¿o fue acaso la bruma de un sueño?— criaturas de belleza indescriptible nadando veloces junto a la proa entre cortinas de espuma; jamás podré apartar de mi mente la blancura de sus cuerpos apenas iluminados por la luna ni el timbre casi humano de sus voces. Te he temido y te he odiado como solo se puede odiar aquello que nos atormenta por no doblegarse a nuestra razón; sin embargo, cuando contemplo tu inmensidad me invade una extraña añoranza y siento como si el murmullo monótono de las olas repitiera sin fin una llamada de las profundidades, que no puedo acallar: «Ven, descansa… Ven, descansa…».

 


 

Carlos Montuenga Barreira

Carlos Montuenga Barreira (Madrid, 1947). Es doctor en Ciencias y colabora, de forma habitual, con sus relatos y artículos en espacios literarios como Almiar (revista Margen Cero), Ariadna-RC (Revista cultural) y Revista Narrativas. Ha publicado también varios de sus trabajos en las revistas digitales El Fantasma de la Glorieta, Adamar, Palabras Diversas, Amalgama, Voces, Aledaños de la Literatura, Letralia (Venezuela), Remolinos (Perú) y en portales dedicados a la difusión de las humanidades y la filosofía, como A Parte Rey y La Caverna de Platón. Es miembro integrante del taller literario de El Comercial (Madrid), desde el año 2007, y su relato Tránsito fue seleccionado como finalista del XXVIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve El Decir Textual 2013 (Argentina). Ha publicado los libros de relatos Los confines del mundo (Editorial eBooks Literatúrame; 2013) y Cuentos de la otra orilla (Café Literario Editores; 2016). Ha participado en los libros, también de relatos, Inventarĭum (Margen Cero; 2013) y Martínez en tertulia (Café Literario Editores; 2014).

👁 Leer otros relatos de este autor (en Margen Cero):

Los confines del mundo ▫ Newton el magoMadre Tierra ▫ Aurora de fuego

 

 Ilustración: Fotografía por annca / Pixabay [public domain]

 

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Revista Almiar (Margen Cero™) n.º 98 mayo-junio de 2018

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