relato por Jesús Greus
A
imara, que en paz descanse, falleció a los noventa y tres años cumplidos en la casa familiar situada en un pueblo de Vizcaya. Mujer de espléndida salud, tuvo la fortuna de disfrutar de las cosas buenas de la vida hasta el final. Al menos, de lo que más le gustaba: el buen yantar y el buen beber, que no en vano era vasca de pura cepa. Buena como el pan, cuando le hastiaba la conversación de la gente a su alrededor, emprendía a canturrear mientras paladeaba un aromático tintorro de Rioja.
Fue el caso que su única hermana viva, Irune, tomó la resolución de arrojar las cenizas, asistida por un sobrino, al río que discurría por detrás de la casona, junto al cual se habían criado las dos hermanas, y por el que Aimara sentía predilección. Dicho y hecho, una vez tomado un café matinal, no tuvieron mejor ocurrencia que liarse un par de petardos y fumárselos en silencio, absorto cada cual en sus pensamientos. Mirando por la ventana, la hermana de la finada comprobó que el cielo estaba muy nublado y amenazaba con romper a llover. «Tanto mejor para nuestro proyecto», dijo para sí.
«Vamos allá», ordenó la mujer, y aferró la urna con las cenizas de su hermana, cubierta por una bolsa color pardo. Salieron ambos al jardín posterior, traspusieron una verja y, tras sortear varias casas, llegaron a orillas del regato. Siguieron en descenso, resbalando sobre el barro frente a una espesa vegetación que no permitía acceder al cauce. Debido a esto, pensaron que lo mejor sería cruzar el torrente y alcanzar el antiguo lavadero. Había, a este propósito, un badén realizado con piedras más o menos lisas. Mientras saltaban, poco después, de un pedrusco a otro, empezaron a caer unas gotas del cielo. Por mucho que quisieran, no podían ellos apresurarse, pues los pedruscos estaban resbaladizos. Habían alcanzado la mitad del recorrido, cuando descargó un chaparrón que los dejó calados, en segundos, hasta los huesos. ¡Mira que no habérseles ocurrido llevar consigo un paraguas! Decidieron volver sobre sus pasos. Irune, con la urna apretada contra un costado, procuraba no perder el equilibrio brincando de piedra en piedra. ¡Y vaya si pesaba el receptáculo! La mujer, más bien patosa, no confiaba demasiado en la resistencia de sus piernas en semejante situación. En efecto, a punto estuvo de caer de bruces al agua abrazada al vaso, aunque logró mantener el equilibrio en el último momento.
¡Qué alivio verse de vuelta en tierra firme! Dado el tiempo que hacía, lo más sensato hubiera sido ir a guarecerse en casa y esperar a mejor ocasión para llevar a cabo su plan. Pero, debido acaso a los vapores inhalados con antelación, tomaron la descabellada resolución de tirar río abajo, en busca de un lugar que ofreciese mejor acceso al arroyo. Siguieron, pues, a lo largo de la orilla cubierta de maleza y cañaverales, trastabillando en el barrizal. Dado el peso del recipiente, se lo pasaban de mano en mano cada cierto tiempo. Llegaron por fin a un puente medieval de piedra, de cinco arcos, con pendiente a ambos lados. Caminaron en silencio hasta la cima, sobre el arco más elevado. El pretil estaba recubierto de musgo y líquenes. Por mor del clima endiablado, no se veía a nadie por los alrededores, dato este alentador, pues ambos eran conscientes de estar a punto de cometer un acto ilegal por el que podría caerles una abultada sanción.
En la orilla opuesta se veían algunos caseríos, tras los que se alzaban los montes cubiertos por un apretado bosque de hayas, robles, acebos y coníferas. El riacho no era allí, por lo general, muy profundo, pero su caudal había crecido considerablemente con las últimas lluvias, de modo que debía de tener una profundidad suficiente como para arrojar allí a la llorada Aimara. Tía y sobrino se quedaron contemplando en suspenso, bajo la lluvia, las aguas que descendían atropelladas, en borbotones. No cesaba el fragor de la tormenta. Sobre sus cabezas, entre los plomizos nubarrones, retumbaban truenos ensordecedores. La escasa luz grisácea era esclarecida, de vez en cuando, por dorados relámpagos, que pusieron a tía y sobrino piel de gallina. No obstante lo cual, continuaron allí detenidos, como sin saber reaccionar. Ensimismados en la contemplación del boscoso paraje, colmó sus oídos el rumor de los rápidos allá abajo, la ventisca entre el espeso arbolado vecino, el estrépito de la lluvia. Casi hasta olvidaron el cometido que los llevó hasta allí.
—Éste el lugar más adecuado —opinó el sobrino.
Su tía, recobrando el sentido, y, tras cerciorarse de que nadie había en los alrededores, accedió:
—O ahora o nunca.
Dicho y hecho, extrajo la urna de su envoltorio. Tenía un color verde chillón. Ambos la aferraron a cuatro manos, como si de un sagrado cáliz se tratase, la asomaron por encima de la ajada baranda del puente y, sin más, la dejaron caer. Se hundió de inmediato en las aguas turbulentas, proyectando al aire un chorro de espuma en forma de hongo blanco. Ella, orientalista de toda la vida, cerró los ojos y pronunció, a modo de responso, una letanía sánscrita: Om Shanti Om.
Siguieron mirando embobados el anchuroso cauce, callados ambos ante un momento trascendental y simbólico, bajo la lluvia intensa. Habían cumplido con su deber. Aquello era lo que Aimara hubiera deseado.
Ah, pero he aquí que, a veces, las circunstancias se rebelan contra uno y resuelven seguir otro curso que el esperado. Así fue como, de repente, y para su mayor sorpresa, un gorgoteo gutural los extrajo de su arrobo. A continuación, la caja supuestamente biodegradable, de color esmeralda refulgente, salió a flote. Se miraron entre sí tía y sobrino con expresión de estupor. ¡Conque flotaba el condenado cachivache! La corriente no tardó en arrastrarlo. Se precipitaron a asomarse por la baranda opuesta del puente: allá iba el embarazoso envase, arroyo abajo, flotando cual barquichuela enloquecida.
—¡Hay que rescatarla! —ordenó la tía, hembra poco propensa a dejarse amilanar por contratiempos.
En efecto, descendieron la rampa del puente hacia la margen opuesta, y echaron a correr enloquecidos bajo la lluvia. A trechos la perdían de vista tras un muro de cañas, zarzas y enredaderas.
—Si alguien la encuentra —comentó el sobrino con evidente desazón—, estamos apañados.
—¡Calla y corre!
¡Vaya si apretaron el paso! Chorreando agua, pues la lluvia no daba tregua, trastabillaron sobre el herbazal y el barro de la orilla. Al llegar a un claro de la verdura, anunció el sobrino señalando río arriba: «¡Por ahí viene la tía Aimara!». En efecto, la nefasta barquichuela seguía navegando, brincando entre las olas, fuera de su alcance. Al cabo de pocos minutos, por suerte, la corriente fue desviando el bote flotante hacia la ribera derecha, donde terminó por encallar en unos ramajes. «¡Ésta es la nuestra!», exclamó la tía, y allá que se dirigió a toda prisa.
—Tendremos que meternos en el agua —comentó el sobrino con espanto. No era el día más adecuado para semejante inmersión. Aunque corría el mes de junio, ya se sabe lo que es el clima en esas latitudes septentrionales.
—¡Qué remedio! —le soltó ella mientras se descalzaba, se arremangaba los pantalones y, sin el menor reparo, se adentraba en las álgidas aguas.
Entretanto, el sobrino buscó por los alrededores un palo largo, con el que se aproximó a la orilla e intentó aferrar el siniestro chirimbolo flotador, sin lograr atraparlo. A la mujer, por mucho que intentara apresurarse, le costaba a su vez llegar hasta él. Entre el empuje de las olas, el pedregal del fondo y los tropiezos por lo inestable del fondo, no resultaba fácil alcanzar la ansiada vasija. Cuando ya estaba muy próxima a ésta, y alargaba el brazo, en un postrer intento por asirla, he aquí que la urna, empujada de repente por un alevoso remolino de aguas encrespadas, se escurrió por entre el ramaje que la retenía, y fue de nuevo arrastrada hacia el centro del cauce. Horrorizados, tía y sobrino la vieron evadirse de sus garras con indecible desaliento. ¡Por unos escasos centímetros!
—¡Maldita sea! —se le escapó a la mujer, normalmente de carácter sosegado y paciente. Y ordenó al sobrino—: ¡No la dejes escapar!
Lo cual obedeció él sin dilación, mientras Irune hacía lo posible por liberarse de aquellos procelosos lodos. Llegada a la orilla, y empapada como estaba, se calzó aprisa las sandalias y echó a andar en pos de su sobrino, orilla adelante, haciendo lo posible por no perder de vista, entre la fronda, el reluciente copón que bogaba cual diestra nave, con su graciosa cupulita sobresaliendo de las plateadas olas.
Un trecho más allá, tía y sobrino tuvieron la fortuna de que el recipiente quedara de nuevo encallado, esta vez entre unas rocas, cubiertas de musgo, que sobresalían del agua. Peñascos revestidos como de terciopelo color verdemar. Para desgracia de los sufridos parientes de Aimara, que acaso se estuviera riendo allá arriba por tanta travesura suya, el tarro quedaba fuera de su alcance. Difícil llegar hasta él. Desanimados, y agotados por la caminata, tía y sobrino se sentaron junto a la orilla, sobre unos pedruscos mojados.
No cesaba de llover con rabia. A ellos, este pormenor les traía sin cuidado. Ni se daban cuenta de que la ropa y los pelos les chorreaban. Fue entonces cuando el sobrino hizo un comentario bastante alarmante:
—Menos mal que, con la que está cayendo, se habrán borrado hasta las letras.
—¿Letras? —saltó la tía—. ¿Qué letras?
—Las de la urna con el nombre de la tía.
—¿Quée? —y se le quedó mirando pasmada.
Él añadió:
—Quizá no te fijaras en ese detalle. Yo, sí. El apellido también consta en la placa.
—¡Lo que nos faltaba! —exclamó ella—. Como comprenderás, en esos momentos no estaba yo de ánimos como para reparar en semejante minucia —y, tras pensarlo detenidamente, añadió—: Esto sí que es comprometedor. No debemos dejar que ese objeto delator escape sin rumbo. ¡Nos podemos meter en un verdadero lío!
Guardaron un apesadumbrado silencio. La tía indagó después si el muchacho recordaba cómo iba grabado el nombre. Si estaba escrito sobre cartulina, sin duda se habría ya borrado en contacto con el agua, y el nombre resultaría ilegible.
—No lo recuerdo —admitió él—. Puede que fuera troquelado.
—¡Ah, no! No es posible. No creo que el material biodegradable, sea lo que sea, admita un troquelado. Seguro que estaba escrito con tinta sobre cartón, o pintado sobre el mismo material. Dudo mucho que la pintura resista a la erosión prolongada del agua. Seguro que ya se ha desvaído.
—Si pudiéramos acercarnos para cerciorarnos.
—Pues habrá que nadar —dijo la tía con santa resignación. Luego recapacitó—: Que me perdone mi hermana, pero más vale que su nombre no figure en esa puñetera arca. Por nuestro bien, ¡que no se haga público! Tarde o temprano, estaremos en boca de todo el mundo, y la información no tardará en llegar a la comisaría.
En aquel instante, el sobrino observó que, en la orilla opuesta, se alzaban varias casitas rústicas adosadas, con fachadas de mampostería. Preocupados como estaban, ninguno de los dos había advertido aquella presencia cercana e inoportuna. Para colmo, el muchacho advirtió entonces que, a la puerta de una de las viviendas, estaba sentada una mujer que miraba llover mientras fumaba un cigarrillo. No tardó mucho en apercibirse de la inusitada presencia de aquellos dos insensatos que deambulaban por un bosque embarrado bajo una lluvia torrencial. Intrigada, no quitó ojo a tan peculiar escena.
El muchacho dio un codazo a su tía, apuntó con la cabeza hacia el lugar y comentó:
—Nos ha visto. Nos está mirando. Disimula. ¿Se habrá percatado de la urna?
Ésta relucía un poco más allá, en medio del tumultuoso cauce, con su bonito tono verde loro.
—No estamos haciendo nada malo —repuso la tía, que no deseaba ponerse nerviosa.
—¿Y qué narices hace esa mujer ahí sentada todo el día, en lugar de meterse en su casa con un día como éste?
La tía repuso pragmática:
—Querido, está en su perfecto derecho de hacer lo que le dé la gana en su propia casa. Los que estamos aquí fuera de lugar somos tú y yo.
Siguió un silencio entre ellos. La mujer de la casa fumaba y los escudriñaba con atención.
—¿Qué estará pensando? No conviene que nos relacione con el embalaje viajero. ¡Lleva el nombre de la tía Aimara impreso en letras doradas! Eso nos delatará. No tardarán en dar con nosotros. ¡Nos caerá la gorda!
Si acaso hubiera atisbado la mujer la extraña copa flotante, no dejaría de preguntarse qué narices contendría aquello. Rogó Irune, en su fuero interno, que no se le pasara por la cabeza la idea de que se trataba de una urna funeraria. Podría correr entonces al teléfono y llamar al cuartelillo. ¡La gente es tan entrometida! Pero, en lugar de decir nada de esto, procuró serenar al sobrino:
—¡Cálmate! Sobre todo, serenidad. Respira hondo. Lo peor es dejarse llevar por el pánico.
Después expresó ella que, con público o sin él, no estaba dispuesta a consentir que el cofre se les fugara una vez más. Pero, de momento, parecía más aconsejable aguardar a que la fisgona desapareciera de la vista. Y así lo hicieron. Permanecieron allí sentados, bajo el aguacero, sin apenas moverse. Como esperaban, la mujer terminó por cansarse de espiar tan insulsa escena, se desentendió del par de locos que paseaba en día de tormenta, y entró en la casa. Conque, a lo hecho, pecho. Antes de que se le ocurriera volver a asomarse a la mujer, tía y sobrino se pusieron en pie y caminaron un poco más abajo, donde tuvieron la suerte de hallar una gran zarzamora que cubría la vista de las casas vecinas. Parapetada tras ella, la tía empezó a arremangarse de nuevo los pantalones, e iba a descalzarse, cuando el sobrino propuso que era su turno de aventurarse en las aguas. Al fin y al cabo, era más joven, más fuerte, y acaso resistiría mejor la fuerza de la corriente. Y así se hizo. Se internó, pues, en el río, con el agua primero hasta los tobillos, aunque, según avanzó, no tardó en llegarle hasta las rodillas. Menos mal que el torrente no tenía allí mayor profundidad.
El muchacho proseguía penosamente a través de las plateadas y frías aguas. Resbalaba en las piedras del fondo, y a punto estuvo de hocicar y sumergirse hasta el cuello. ¡Caray, lo que costaba luchar contra la turbulenta torrentera! Más de lo que hubiera imaginado. A pesar de lo cual, logró aproximarse a las piedras que retenían el codiciado botín. La tía no dudó, animada por el progreso del chaval, en alentarle desde la orilla. Se hallaría él ahora tan solo a cosa de un metro de distancia de las piedras. Alargó el chico la mano, en un vano intento por hacerse con el jarro. Esforzándose un poco más, llegó a rozar éste con dedos ansiosos y trémulos. Se esforzó por estirar éstos, y tocó por fin su trofeo. Se arriesgó a dar un paso más sobre el suelo rocoso y resbaladizo. ¡Ya lo tenía a su alcance! Iba a aferrarlo con una mano cuando, para su sorpresa, así como para la de su tía, que seguía la escena desde la ribera, una ola retozona golpeó de frente el tarro. Éste dio un respingo, se liberó de la mano y de la presa pétrea que lo retenía y, contra todo pronóstico y animado por una endiablada inercia, escapó por el lado contrario adonde se hallaba su pretendido captor. ¡Aquello fue cosa de magia! El muchacho no podía creer su mala pata. ¡Había estado a un tris de capturar el preciado tesoro!
La urna, con su cimborrio verde reluciente sobresaliendo de las aguas, navegaba de nuevo, ahora bastante veloz. El muchacho, abatido e inmerso en el cauce hasta las rodillas, no cesó de proferir improperios. ¡Como para darle una alferecía! Su tía lo convenció de que regresara a la orilla, cosa que hizo él con cuidado y con cara de caballo.
—¡Me cago en la leche! —exclamó, tirándose de los pelos, al salir del agua a cuatro patas—. Ya casi la tenía en mis manos. ¡Joder!
Una vez reunidos tía y sobrino, y más sereno éste, miraron con desolación cómo se alejaba río abajo el arca que contenía las cenizas de su querida Aimara. No pronunciaron palabra. Al cabo de un par de minutos, ella pronunció:
—¡Se acabó! A esa no hay quien la pesque. Habrá que darse por vencidos.
Ajenos al clima nefasto, al retumbar de truenos y relámpagos, al estado de sus ropas y cabellos, observaron, atónitos y resignados, cómo el puchero verde se alejaba sin remedio. ¿Dónde concluiría su singladura? ¿Llegaría hasta el mar, o la pescaría antes quién sabe quién, un piragüista, un paseante o un pescador? Si llevaba impreso e indeleble el nombre de su hermana, apañados estaban. Mejor no darle vueltas.
—Confiemos —concluyó la tía en un susurro— en que el nombre de tu tía no estuviera troquelado. Si no, nuestro destino está sellado.
Antes de emprender el largo regreso a casa, echaron una última y desasosegada mirada a la cajita verde, que bogaba saltarina cauce adelante, hacia un incierto destino.
Jesús Greus. Nacido en Madrid, es escritor, licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Ha sido colaborador de los diarios ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc, de la revista digital española Narrativas y, actualmente, de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado como traductor para diversas editoriales españolas. Como conferenciante, ha sido invitado por el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid; la Universidad de Marrakech, etc.
Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech, ciudad donde reside actualmente. Es, asimismo, autor de los guiones cinematográficos Snapshots from Marrakech y The City of Flowers, ambos en proceso de preproducción. Es autor de:
–Ziryab (Editorial Swan 1988). Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Editorial Entrelibros, 2006.
–Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela.
–Así vivían en Al-Andalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009.
–Claro de luna. Obra poética.
–De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro.
–Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.
–Rebuscar entre las nubes. Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores. Ensayo. Huerga & Fierro, mayo 2015.
–Aquella noche en el mar de las Indias. Novela. Editorial Stella Maris. Mayo 2015.
🖥️ Web del autor: Espejismos (https://librocircular.wordpress.com/)
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Ilustración relato: Fotografía realizada mediante IA
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 130 · 👨💻 PmmC · septiembre-octubre de 2023
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