relato por
Agustín García Aguado

N

o me gustaba que anduvieses por casa como un galápago milenario. Te miraba a los ojos, y veía una esfinge de humo que se confundía con el tufo de mi propio corazón. Eras esa mujer atrófica que vale igual para un roto que para un descosido, algo aburrida a la hora del amor, y tan previsible como la lluvia en una mañana de abril en Manchester. Siempre terminabas ¿recuerdas?, durmiéndote sobre mi hombro como un ratón que sospecha el zarpazo desgarrador de un minino.  Ahora ya ves, descanso de tantos íntimos alborotos y me alegra saber que nuestro matrimonio solo fue en realidad un asunto puramente digestivo —nos comimos el uno al otro, madamita—, y de aquellas degluciones, estas caquitas, o como se diga. Mis tres primeras horas de viudedad, si te soy sincero, han pasado volando, quizá porque no he hecho otra cosa que lagrimear como una mascota capada. Los próximos mil años me gustaría lamer la tierra que te guarda.

Vistes la mortaja que te hará desfilar por el infierno como una top model buscando asiento en el regazo de un príncipe miope, y me río con desbordamiento de sensaciones, casi podría decirte que es fácil descojonarse si la expresión no tuviera su parte de vulgaridad y culpa. Con suerte, podrás ocupar una sillita al lado de Pedro Botero y ejercerás, sí, lo harás, como secretaria personal para servirle el cafelito de las diez y tenderle la prensa diaria. Siempre fuiste muy servicial, recuérdalo. Te gustaba ponerte a cuatro patas cuando nos sorprendían los domingos con una brújula buscando las coordenadas de nuestras vidas, ladrabas a la luna como un coyote que ha llegado tarde a una cita de amor, y este juglar se desvivía con la métrica de los sonetos para hacerte inmortal. Ahora que no estás entre nosotros, descansa, amor mío, y trata de huir de esos tipos vulgares del noveno círculo infernal cuando te miren con rijosidad y quieran darse un revolcón contigo. Veo tu luminosidad asalmonada tras los cristales, tu cuerpo entre cirios llorones y flores blancas, y me parece estar viendo un colibrí que quiere colarse en mi bragueta para castigarme por tantas noches colgado de la lámpara del salón para huir de ti.  Querida, se me vienen encima un millón de remembranzas (¿se dice así?, qué pedantería) que ahora me pesan como piedras, aunque si te soy sincero solo soy capaz de evocar nuestro primer polvo playero en aquella hamaca con publicidad de Nivea. A partir de ahora, y aun en tu estado de muerta pasmada, evitaré hablarte en pretérito imperfecto. Será mejor que tu diosito Boy Scouts nos contemple desde su cielo nimbado mientras desgrana pétalos de margaritas como un gurú con rastas. Qué dolor perderte el mismo día de la final de copa: tenía una entrada de palco vip, y me apetecía gritar como un poseso para sacudirme la abulia, pero supongo que son cosas que pasan en la vida. Justo cuando uno desea algo fervientemente, se te inunda el piso o se te muere la esposa, y así no hay quien pueda sentir dicha en este valle de lágrimas. No te lo quise decir anoche, porque, conociendo los mecanismos de tu carácter, podrías haber decidido salir disparada de tu cascarón de muerta para perseguirme por los pasillos del hospital como alma en pena y, además, preferí que me cedieses tu última mirada antes de decirme bye, bye y arrojar tu mano derecha al suelo como quien tira una colilla y espera que arda el mundo. No te lo quise decir: desde hace dos semanas vivo preocupado porque la bruja de tu mami ha decidido coleccionarme poco a poco en su cajita de nácar, pero lo hace por partes, no creas, y eso es decir mucho y mal de tu señora madre. A día de hoy, me falta el meñique de la mano izquierda, dos uñitas del pie derecho, y empiezo a creer que la oreja que me queda sana es un agujero negro gravitando sobre mi cabeza con gran riesgo para mi salud. Mañana te quemaremos para siempre, amor, y habremos completado con éxito el círculo. Acuérdate, si no, con qué candidez me hablabas de fundirnos con la tierra en perfecto panteísmo. Tú bebías pisco sour como quien prueba un elixir dental y decide tragarse el mar de Alborán para evitar el mal aliento, y me decías con esa tonta afectación que te hizo célebre en mis pesadillas, que tan solo éramos segmentos cruzados dentro de una circunferencia. Yo no entendía tu triste matemática para explicarme el mundo, y, por esa razón, escapaba de ti, prendía fuego en todos los portales de la calle, y me sentaba a mirar cómo ardía la ciudad.  Pues esa hora de las intersecciones con la eternidad, ha llegado, amor. Conservaré tu cinerario junto a mis discos de vinilo (es mi mejor homenaje). Quizá llegues a cantarme un blues con tu guitarra acústica una noche de noviembre en que me sienta bien fraccionado, pero no sé si para entonces mantendré alguna oreja pegada a mi sien para escuchar tus gorjeos. Tu madre, bien lo sabes, hace su taumaturgia mientras agita la cucharilla en el café, y así no hay quien viva tranquilo.

Te quise, pero no; o no te quise más que a mi perro de lanas, no sé, y juro que, si salgo indemne de los ataques biliosos de la bruja, me encerraré en casa bajo doble fac, leeré a Ángel González mientras me como con melancolía las cortinas de cretona del salón y, quizá, volvamos a asomar nuestras narices por las puertas del desvarío.

Te dejo durmiendo en tu cajita de pino, amor. Creo que ahora iré a casa, si logro sortear, claro, ese ejército ordenado de gilipollas que me tiende la mano con fingida tristeza, y puede que le pida un pellizco de sal a la vecinita del tercero. ¿Recuerdas?, la de mirada glacial y batita de geisha, la misma que me miraba con ternura desde su ventana del patio cuando me daba por hacer esgrima imaginaria en calzoncillos. Nunca se sabe, los vecinos de todos los pisos del mundo son esos tipos capaces de abrirse en canal para lucir tipito y parecer inmortales, y yo hoy necesito sentirme vampiro transilvánico. Será que me hago mayor.

Toda la mañana he estado con las manos metidas en los bolsillos, dando tobas con el dedo índice a mi oscilante polla que parece querer decirme chao, nos vemos en la próxima matiné de cine. Tu madre me mira y me habla desde su silencio de mujeruca apesadumbrada, es como si quisiera comunicarme que lo siguiente en la cadena de desmontaje será mi pobre y lacio atributo varonil. No pienso renunciar a esa parte delicada de mi espíritu, no, y aunque tenga sobrados motivos para seccionarme el miembro por no haberle dado un nieto mofletudo, creo que lo mejor será tomar las de Villadiego antes de entrar a firmar el maldito parte de defunción que me hará estrenar estado civil. No pienso pasearme por Madrid como un costalero, con tu alma de madera quemada y haciendo paradas en todos los bares, amor, así que discúlpame si me abro como el villano de las pelis malas y me escondo entre los muslos hospitalarios de alguna meretriz que merezca mi canto luminoso de trovador, al fin y al cabo, soy un hombre libre, seccionado en partes muy concretas por una suegra maléfica, pero con la voluntad del zapador cuando rasca la tierra con sus uñas para extraer un tesoro. Me piro, que ese Dios tuyo de los cementerios tiene un aire a policía municipal que echa para atrás, y no quisiera infringir ninguna ley de buen ciudadano.

Seis hamburguesas con doble de queso llevo entre pecho y espalda, tres raciones de patatas congeladas, cuatro Coca Colas Zero y, además, un puñadito de tristuras para aderezar la larga tarde que me espera. No, todavía no sé qué haré con mi vida, cariño. Puede que incendie ahora mismo este establecimiento que huele a neumático recauchutado. Solo tengo que arrojar una cerilla sobre el contenedor de las bandejas, guiñarle el ojo a la encargada que parece un clown de circo provincial con esa gorra tan ridícula de colorines y, después, salir tan pancho, llamar a mi madre al cielo a cobro revertido y decirle que todavía mojo la cama por las noches. Ella ignora, querida muerta mía, que su hijo se ha hecho todo un hombrecito, que ahora galopa sobre el mundo como un alazán desbocado, etc, y que por fin ha sentado la cabeza, aunque sea de un modo un tanto cómico. Tampoco es tan raro, digo yo, posar la testa sobre una bosta de caballo, sentir el milagro de las transfiguraciones, y relinchar. Yo tenía una novia sin dientes que trabajaba en el Corte Inglés, yes, y cuando me besaba, mi lengua se tragaba, oh yeahNo me escuches si no quieres, amor, será que el estilo country que te dedico es propio de rufianes y gentes de aluvión. Descansa en el infierno, y mañana nos vemos donde el bar de Charli. Yo me comeré una tostada con su pringá, y tú, si quieres, puedes mirarme. Dicen que los muertos bizquean cuando sienten hambre y no pueden llevarse nada a la boca. Ya me lo confirmarás.

Hace tres noches que te siento instalada entre mis intestinos, amor. Debe ser de necios, no entender que eres como las tenias que te devoran por dentro mientras sueltan sus larvas y sientes retortijones. Quizá tú ya sabes… Esa madre trepadora como hiedra de todos los jardines municipales… Su ciencia infusa para hacer de mi cuerpo una figurita recortable… Soy papiroflexia en sus manos, y por esa razón, me gustaría que me arrojase por la ventana como un avión de papel. Aterrizaría igual que un fokker bihélice entre los muslos de quien bien te imaginas, y la cosa se pondría interesante. Anoche quien te imaginas hizo un din dong algo incómodo. Yo me andaba frotando la espalda y otros órganos del espíritu en el baño con piedra pómez y repasando la geografía alpina de una modelo brasileña del Penthouse, y ahí apareció, como una urraca en el umbral de una iglesia de aldea, vestida con un pichi negro y tocada con un sombrerito de rafia. Me dijo cuánto lo siento, cuánto lo siento, estas desgracias, no por esperadas son menos dolorosas, blablablá. La besé en la mejilla con emoción contenida, y olí el pecado mortal en su cuerpo, pero reculé como un alacrán ante la mirada de un niño esmirriado, y me despedí hasta una nueva ocasión. ¿Sabes? Quizá algún día coincidamos esa mujer y yo en el descansillo, y juntos quizá descubramos que en el hueco del ascensor hay un puto Aleph que nos espera para prestarnos la visión poliédrica de los dioses más soberbios. Un viudo tiene sus privilegios, ya sabes. Ah, por cierto, tu madre me ha llamado al móvil. Creo que viene con sus tijeritas de podar, pero la espero sin miedo, alzado treinta centímetros sobre el taburete del baño y con una soga de luz anudada al cuello. ¡Es tan hermoso vivir para siempre fuera de los límites imaginables!

 



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Ilustración relato: Imagen por junko en Pixabay [dominio público]

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Revista Almiar n.º 126 / enero-febrero de 2023MARGEN CERO™

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