relato por
Agustín García Aguado
C
uando Silvia me propuso asistir a aquellas jornadas de puertas abiertas para empleados de banca, nunca supuse que el asunto pudiese derivar en pequeña tragedia doméstica. Ya me extrañó de entrada la poca ropa que metió en la maleta, apenas un par de mudas y unos pijamas de nailon. No imaginaba que al llegar a aquel palacete suntuoso nos recibiría un hombretón casi desnudo y tocado con una gorra de los New York Mets. Y digo bien, llevaba solo un taparrabos a lo Tarzán que le cubría parcialmente las partes pudendas. No nos dio ni los buenos días, nos regaló una mueca de hastío y, después, nos condujo hasta nuestro dormitorio a paso lento. Debía ser un lacayo contratado para la ocasión por la entidad, porque no respondió a ninguna de nuestras preguntas. Silvia quiso saber a qué hora se almorzaba, pero el hombre parecía ignorarnos. Por fin, entramos en el edificio principal, decoración moderna, muebles minimalistas, y no sé por qué razón me pareció oler a jarabe de azúcar quemado. Seguimos caminando en silencio. Planta tercera, ala norte, si no recuerdo mal. Eché un vistazo en busca de un ascensor, pero al parecer había que subir aquellos treinta y seis escalones de mármol a patita. Cuando llegamos a la habitación 307, después de soltar la maleta, Silvia me desveló parte del programa para aquel fin de semana. Creí que estaba bromeando conmigo, pero no, Silvia no era de esas mujeres con dobleces que se andan por las ramas. Quítate la ropa, cari, toda la ropa, que nos esperan en el jardín de las glicinas para tomar el té de bienvenida. No entendí bien. Quizá mi mujer estaba siendo víctima de una súbita urgencia sexual o, peor aún, se había vuelto loca de remate. Se desnudó en un santiamén, abrió la puerta de par en par y salió al pasillo sin importarle que un tipo gordo con papada que acababa de llegar la mirase de arriba abajo mientras sonreía como un niño que acaba de ver las tetas a su madre. ¿Qué tal va todo, Julián?, soltó Silvia a modo de saludo. El hombre la palmeó en su nalga izquierda a modo de saludo, y se perdió por el pasillo. Después de unos segundos, Silvia me explicó con toda naturalidad que era el apoderado del banco, un hombre dedicado en cuerpo y alma a la expansión del banco de inversiones. No entendí nada, pero apremiado por sus gestos acepté quedarme en pelotas y bajar al jardín para ver qué clase de reunión nos esperaba.
En el vestíbulo había dos caniches gigantes y una anciana vestida solo con una bata de gasa transparente: kilómetros de pellejos recorrían sus delgadas piernas, eso pensé tratando de entender tan extraña escena. Pasados unos segundos, y mientras Silvia se registraba en la recepción, vi cómo un tipo atildado, desnudo de cintura para abajo, se acercaba a mi mujer y le estampaba un beso en la mejilla. Hola, tesoro, ¿ya habéis llegado? Sentíos cómodos, os esperamos en el jardín de las glicinas, a las doce y media, cari. Es el gran jefazo, me explicó Silvia, nunca lo verás sin su corbata y su expresión de hombre triste, pero no deja de ser un tipo adorable. Ya lo conocerás. Consulté el reloj de la entrada, las doce y veinte. Desnudos, y tras saludar a un ejército de compañeros de Silvia que la detenían para charlar, llegamos por fin al jardín. Horror, no esperaba repentina aquella traición de mi cuerpo, comprobé horrorizado que estaba siendo víctima de una maldita erección. Sabía que tal circunstancia me haría pasar por un tipo detestable ante los ojos de todos. Cogí con disimulo un mantel blanco, lo ceñí sobre mi cuerpo como si fuera un tribuno romano y confié en que no se notase mucho el asunto. Después, me sumé a un grupo de gente desnuda que trataba de sonreír sin parecer vulgar, y bebí mi primera copa de Moet.
Coleccioné toda clase de traseros en mi mente de hombre analítico: culos pequeños, algunos peludos y con la hendidura justa para ser considerados como verdaderos culos; nalgas blancas y excesivas de señoras que sostenían una taza de café y miraban hacia el cielo como si esperasen la llegada de un gigolo angelical; algunos traseros de hombre me parecieron tambores de guerra, pues mostraban sin complejo el tono cárdeno de las grandes batallas acaecidas en casas de lenocinio. Me sorprendió ver a la hija del subdirector, sin culo. Eso me pareció. Era muy guapa y delgada, el resto de su fisonomía presentaba una belleza escueta. Pecho sucinto como de sílfide griega con sus dos pezones igual que escarpias, ombligo cráter de pirañas y un monte de venus perfectamente depilado, pero ni rastro de sus posaderas. Me dio dos o tres veces la espalda, y solo observé como una sombra alejándose de mí. Se lo comenté a Silvia en voz baja: esa mujer no tiene culo, ¿te has fijado?, pero no me hizo mucho caso y siguió hablando con sus jefes como si nada. Después, observé con preocupación cómo el gerente territorial hablaba de balances con mi mujer mientras le acariciaba el pecho izquierdo. Me sentí como un cornudo educado en la corte de un faraón. Son tácticas de empresa, no te preocupes, vino a decirme luego para mitigar mi enfado, pero aquellos impulsos no cuadraban con mi idea de la economía liberal. Aburrido, y con la mano sobrepuesta en mis genitales para no pasar más apuros de los debidos, decidí darme un garbeo hasta el final del jardín. La chica sin culo parecía hablar de tú a tú con un pinsapo canadiense. Me sentí conmovido ante tamaña muestra de comunión con la tierra, pero aquel prodigio se desbarató cuando comprobé que enarbolaba un teléfono móvil en su mano derecha como un arma arrojadiza. Sonreí, y me alejé con prudencia, pero antes escuché unas palabras suyas: maldito seas, Tomás, llevo toda la mañana esperando a que aparezcas para largarme contigo a ese hotelito de mierda y me hablas de tu catarro mal curado…
En la cena de gala éramos cuarenta y siete. Hice un apresurado conteo mientras veía abrumado cómo tres camareros vestidos de romanos nos servían el vino blanco. Me tocó sentarme al lado de una alemana. La pobre no hablaba ni papa nuestro idioma, pero me entretuve viendo cómo atacaba el filete de un lenguado, cuchillo en mano. Spanischer Essensscheib , soltaba al aire de vez en cuando como una letanía. Traduje en Google: mierda de comida española. Le cedí gustosamente la espina de mi pescado a modo de propina, pero Silvia estaba al quite, me fulminó con la mirada y, después, siguió conversando con Julián, el hombre gordo con papada. No vi a mi nueva musa entre los comensales. Imaginé que se habría abierto las venas en el baño o estaría conduciendo hacia la casa de su amante. Esos itinerarios nocturnos suelen terminar mal, pero el corazón siempre dispone.
A las cuatro y media de la madrugada, cuando estaba durmiendo mi borrachera y soñaba con culos y tetas de todos los calibres, me despertó Silvia con un golpecito suave en la frente. Cariño, creo que es hora de que lo dejemos. Si te soy sincera, nunca te he querido mucho y ya no follamos como antes… Traté de sobreponerme, me levanté para ir al baño, oriné largamente mientras trataba de imaginar mi futuro del color de la acetona y, por supuesto, renuncié a mantener a esas alturas una conversación de tal calado, pero ella no dejó que escurriese el bulto, y continuó torturándome. El lunes me marcho de casa, no te aguanto ni un día más. Apesadumbrado y algo herido en mi amor propio, le respondí que si pensaba largarse vestida de Zara o como Dios la trajo al mundo. Ella me miró como quien desliza un cuchillo en la tripa de un tigre en plena selva, se apartó el pelo de la frente, y me obligó a salir de la habitación. Pasé el resto de la noche oculto entre dos contenedores de basura, y no lo voy a negar, mi corazón comenzó a menguar como un polo de vainilla abandonado sobre el columpio de un parque. Para mitigar la pena, recordé a la mujer del prójimo, aquella deliciosa beldad sin trasero que tenía ojos color avellana. Pero quizá estaría abrazada al cuerpo de un hombre en un hotelucho de mierda, y no iba a ser yo por desgracia quien la rescatase de sus propias miserias. Amaneció, sentí hambre y me dirigí a la carpa donde se había instalado el servicio de desayunos. Silvia estaba sentada junto a su jefe-corbata impecable sorbiendo un café macchiato y descubriendo la parte menos blanda de su alma. Pasé de largo y, después, saludé con un educado guten morgen a la mujer alemana. Ya han pasado tres años desde entonces, mil días con sus noches, y ahora solo busco liberarme de su generoso cuerpo para volver a ser el hombre de antaño.
Agustín García Aguado. Nació en Madrid en 1961. Cursó estudios de Filología y Sociología en la Universidad Complutense. Ha desarrollado su labor profesional en el sector de la logística y el transporte. Después de casi veinticinco años sin escribir, ha retomado la actividad literaria y ha obtenido diversos premios en relato y poesía, como el primer premio en el Certamen de Relatos «Tierra de Monegros» en 2018, el Primer Premio «Fundación Fomento Hispania en 2020 o el Primer premio de relatos «Ecoparque de Trasmiera», 2021. Asimismo, ha sido finalista en el Certamen de Poesía «Gerardo Diego Diputación de Soria» en 2020. Ha publicado tres libros de relato corto: La ternura de las bestias, Editorial ACEN (Castellón 2018); Los dioses cautivos, Editorial Platero CoolBooks (Sevilla 2021) y Los niños del abismo, premio de libros de cuentos «Caperucita Feroz», Editorial Ápeiron. Acaba de publicar su primera novela corta: Mi verdadero nombre es Marilyn, premio del 5.º certamen de novela corta de la asociación de Escritores Canarios.
Contactar con el autor: agustingarciaaguado[at]gmail.com
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🖼️ Ilustración relato: Fotografía por solas-ser [en Pixabay].
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 133 • marzo-abril de 2024 • 👨💻 PmmC
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