relato por
Adriana Tuffo
I
L
a habitación da al jardín, quitaron la reja de la ventana para que no piense que está presa. Entra una luz moteada a través de la cortina, Matilde mira sus manos deformadas por la artritis. Al despertar, la rigidez la mantiene sujeta a la cama unos minutos, le duelen las articulaciones.
El lugar huele a orines, oye lamentos, ruidos y voces detrás de las paredes. Todo eso le repugna. No hay música. Cuando le lleven el piano, volverá a ser feliz. Los viejos deambulan arrastrando los pies. Cuenta compases en el aire rancio. Viejos descarnados, perdidos, tristes. No puede admitir que ella también ha envejecido y está impedida. Ha pasado una semana como sonámbula. Por las noches sale al jardín sin acompañante. Duerme mejor cuando camina descalza sobre el pasto. Va y viene como si algo le marcara el pulso.
Ahora huele la lluvia antes de que llegue. Se está armando la tormenta. Le duelen las articulaciones. Repasa mentalmente la pieza que toca en el piano antes de dormir, Nocturno de Chopin. Esta noche parece igual a las anteriores. La enfermera le acerca sus medicamentos, espera que los tome y se retira. Ella abre la ventana para sentir el aire fresco, nota algo extraño, un malestar nuevo. Sacude la cabeza. Es pasajero.
Se quita los zapatos y sale. Será esto ser vieja, resignarse. No molestar. Lo ha perdido todo. Recuerda los conciertos, los aplausos, los premios. La familia reunida, sus sobrinos. El fogonazo de un relámpago la despabila. El tiempo es fugaz. Por un momento olvida donde está. Truena. Ella se va escurriendo al andar.
Abre la puerta del jardín sin dificultad y está en la calle, en la ciudad, más oscura que otras veces por la tormenta de verano. Ella es invisible, no hay un alma por la calle. Cruza el puente apenas iluminado. Abajo el río está en espera. Agua barrosa que de golpe el viento revuelve. Ella siente el cuerpo estremecido como ajeno.
Camina resuelta. Óscar le había dicho: «Tía, deje esa costumbre de andar descalza se puede lastimar», «tía, ya no puede vivir sola en esta casa tan grande… la llevaremos al hogar es lo mejor para usted». Y ella aceptó. No quiso molestar. La arrancaron como a una planta inservible, como a yuyo malo. En esta noche amarga verá la casa iluminada y mirará a su familia desde afuera.
Camina sin dudar. Se detiene, no quiere que sus sobrinos la vean. Están felices. De algún modo se alegra por ellos, pero le duele. Comprende que ha perdido todo. Nace en ella un sentimiento nuevo, desconocido. ¿Se puede odiar y amar al mismo tiempo? No tiene caso volver. Comprende de golpe, como fulminada por un rayo, que no podrá volver. ¿Quiénes son esos extraños? ¿Cómo le han hecho eso a ella que los ama? No puede ser, algo no está bien.
Camina con rabia. Ella había sido disciplinada, rigurosa en sus estudios musicales, brillante en cada uno de sus conciertos, aunque sumisa en casa.
Cuando Matilde abre la puerta del jardín que da a las cocheras, los chicos la ven y corren, la abrazan. Están los tres, Toto estira sus brazos, hoy cumple tres años. Entran alborotados al estudio de Matilde que ahora es un depósito donde se amontonan cajas, lámparas, muñecas de porcelana, trofeos, placas, polvo, más polvo. Pasa sus manos sobre el piano, toca unos compases, quiere volver a tocar, se limpia las manos en el vestido. No soporta la tierra, el polvo sobre las cosas. Quiere llorar, gritar. Se contiene.
—Tía Matilde, ¿por qué te fuiste? —le pregunta Matías, el mayor de los tres chicos. ¿Te vas a ir otra vez?
—No, no me voy a ir, me quedo para siempre. ¿Y si jugamos? ¿y si vamos al parque?
No le digamos a nadie… Y salen por la puerta de atrás entre las quintas. Cruzan la calle, más tenebrosa por la tormenta.
—Juguemos a la escondida. Yo los busco.
—Tía Matilde, tengo frio.
—Soy la bruja… uuuuh…
Tienen pocas ganas de correr, es tarde y están cansados. Cae un rayo cerca y suena un crujido fuerte. Los chicos gritan. Los árboles se agitan amenazantes y todos corren a buscar refugio. El puente viejo está próximo. Llegan al terraplén, la mujer sigue a los niños que se sacan las zapatillas para no embarrarlas.
La noche es un lugar misterioso, los árboles son gigantes a los ocho años, pero Matías se hace fuerte por sus hermanos. Toto tiene miedo y llora, se aprieta contra el cuerpo de la tía y le pide que lo levante, ella lo rechaza con indiferencia. La tormenta está dentro de su cabeza.
Llueve, apenas pueden verse por la cortina de agua. Matías llama a sus hermanos, se agrupan hasta tocarse, se abrazan. Vuelven a caminar tomados de las manos. Toto sigue llorando sin consuelo. Matías le pide a la anciana que regresen, mientras trata de calmar al chico. Ella no le hace caso. Finge ser otra persona.
—Soy la bruja del bosque que los comerá —dice—. Uuuuh —los chicos corren espantados. Ya no quieren jugar.
En la orilla hay piedras, barro, ella resbala y cae. Puede ver el agua del río por el reflejo pálido de las luces de la calle. Las gotas castigan las cabezas y los brazos desnudos, un relámpago ilumina el sendero abierto por otros pasos. Los chicos corren. Se apartan del camino para resguardarse.
Matilde regresa a la residencia cansada, sucia. No sabe qué pasó. No está el sereno. Mejor, ella quiere acostarse. Es muy tarde, aunque perdió la noción del tiempo sabe que la enfermera no hizo la ronda, porque encuentra la ventana abierta del dormitorio y el piso mojado por la lluvia.
Repasa las últimas horas, no estuvo en la fiesta con sus sobrinos, no saludó a Carmen, la empleada de toda la vida. Carmen querida. Los recuerdos inmediatos son vagos. No sabe qué le ocurre, un dolor le oprime el pecho. Auxilio. Llama a Carmen. La imagen de los niños va y viene. Corren hacia el puente. El agua turbia, los relámpagos, el agua fría de la lluvia. Los gritos y el llanto de Toto. Le duelen las manos, las rodillas, los pies. Se acomoda en la cama. Ayuda, los chicos piden ayuda. Estira un brazo para alcanzar el vaso de agua y oye el ruido de la silla contra el piso. Los gritos. Está mojada temblando. Los tres chicos ya no están. Se escondieron. ¡Vamos a jugar a la escondida, soy la bruja y los busco! ¡No vale salir antes! La lluvia cambió el juego. Los chicos no responden. No salen del escondite. Se incorpora para colocar la silla en su lugar y se desploma como una cosa vieja. La vida se le va en un quejido.
II
Nunca se investigó la relación entre los dos hechos.
Una desgracia, pobrecita señorita, era muy buena. Siempre fue buena conmigo. Dijeron que el mundo de la música había perdido a una figura ilustre, la señorita era pianista. Se llamaba Matilde Astudillo. Tenía 78 años, estaba en el Hogar San Patricio. La señorita apareció muerta en su dormitorio a la semana de estar allí. Yo le serví muchos años a ella. Pobrecita.
El hecho se tapó porque los chicos se perdieron esa noche. Tres. Eran tres. Los hijos del sobrino mayor, Óscar. Yo trabajé ese día en la casa. Había una fiesta, el cumpleaños del más chiquito. Fue unos días antes de jubilarme.
Los tres se fueron solos. Creen. La casa es muy grande. Jugaban sin que los cuiden, no tenían niñera. No les duraba ninguna. Cuando se dieron cuenta, llamaron a la policía. Vinieron, hablaron con todos, hasta conmigo y nos dijeron que tenían que registrar la casa. La señora Marga y el señor Óscar estaban desesperados. Eran nuevos en el barrio. Igual, los vecinos solamente miraron de lejos. Vio cómo es, nadie ve nada. Hacía poco que vivían en la casa de la señorita Matilde. A ella la llevaron al geriátrico y se mudaron.
A mí la policía me preguntó una y otra vez si escuché a alguien hablar con los chicos, si vi algo. No les dije nada, por no mentir, cómo iba a culpar a la señorita Matilde si no la vi. Pero creo que ella estuvo esa noche en la casa, porque la escuché tocar el piano, esa musiquita que siempre tocaba antes de dormirse. Tantos años escuché el piano. El piano está en el estudio, ahora ahí pusieron todas las porquerías. Las cosas viejas, los recuerdos que tanto cuidó.
A ella no la habían invitado a la fiesta. Estaba en el asilo, nadie la quiso atender enferma. Pobre vieja, con todo lo que les dio a los sobrinos, la dejaron tirada como a un perro. Vio cómo son esos lugares, yo pienso que para los viejos no hay como la familia.
¿Usted quiere saber qué pasó? Yo creo que fue así:
Los sobrinos internaron a la señorita Marian un día lunes. Totito cumplía los años al otro lunes. La señorita quería quedarse para estar en la fiesta, pero ya tenían todo arreglado y la llevaron de prepo, como quien dice. Llegó el día, la fiesta se hizo en la casa, pero no la trajeron. Esa noche se escapó del hogar, habrá querido estar con el nene. Nadie la vio salir. Imagínese el cuidado que tienen, amontonan a los viejos y les cobran bien caro. Para mí que estuvo en la casa con los chicos y se los llevó. Entró sin que la viéramos. Claro, ella sabe que la puerta de atrás no tiene llave desde que se rompió hace un año por lo menos. Le dijo una y otra vez a Oscarcito, al señor Óscar, que le mandara un cerrajero. Bueno, seguro que entró por ahí. Y se llevó a los chicos, por qué no sé, nunca hizo algo así. Los tres la querían mucho, ella era muy buena, siempre jugaban en el parque. No era de esas viejas ricas y odiosas, al contrario.
No sé qué habrán hecho, ni por qué, pero las zapatillas de los tres aparecieron en el parque costero, el lugar da al río y tiene muchas hectáreas. Nadie vio nada.
Los buscaron esa noche en el río, en la costa. Durante semanas. Había llovido mucho. Se le habrán escapado. Se habrán caído al agua. ¿Quién sabe? A ella nadie la vio por el barrio y si la vieron, no lo dicen.
¿Y ella qué habrá hecho? Debe haber vuelto caminando y se descompuso del disgusto, una desgracia.
Se volvió loca, que dios me perdone, cómo saca de la casa a los chicos una noche así, sin avisar. Ella los quería tanto, aunque los sobrinos la traicionaron. Dejarla sola, con lo buena que fue cuando la madre se les murió. Cría cuervos dicen. No los puso en un hogar, se ocupó como una madre. El padre, el hermano de la señorita, era un tiro al aire que en paz descanse. Así le pagaron. Se quedaron con todo. Todo. Le hicieron firmar antes de llevarla allá. Y la señorita firmó. No era estúpida, solamente estaba enferma. Lo que no me explico es cómo pudo caminar tanto.
La enfermera fue a la mañana siguiente y la encontró muerta. Tenía los pies y la ropa sucia con barro. Por eso revisaron las cámaras de seguridad y la vieron llegar a la madrugada, mojada y descalza.
Usted se preguntará por los chicos. No, no los encontraron. Es raro. Nadie pensó que ella se los había llevado. Yo creo que sí, que se los llevó. Si no hubiera escuchado el piano… Igual, no hablé con nadie del asunto, ella ya no estaba para explicar lo que había pasado.
Adriana Tuffo. Nació en Argentina y se ha dedicado a la enseñanza de la lengua y la literatura. Es autora y directora de la obra de teatro Los Nuestros. Homenaje al Grito de Alcorta y en 2016 publicó el libro de relatos El juego de contar historias.
👀 Lee otros relatos de esta autora (en Almiar): Primer Amor ▪ Adiós
🔗 Web de la autora: La insoportable levedad
(http://adrianatuffo.blogspot.com.es/)
📸 Ilustración relato: Imagen ad hoc basada en una fotografía de Dezaldy Irfan (en Unsplash)
❕ TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)
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Revista Almiar · n.º 136 · septiembre-octubre de 2024 · 👨💻 PmmC · MARGEN CERO™
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