Voy, vengo, y luego vuelvo a ir pero todavía no ha llegado, así que decido quedarme ahí esperando en vez de seguir dando vueltas. Es uno de esos días bochornosos de septiembre. En la hierba no hay casi nadie por culpa de los exámenes, sólo un grupo de chicas sentadas junto al camino y mirando de refilón a otro grupo de chicos —tres o cuatro, no veo bien de lejos—, que a su vez las mira de refilón a ellas. Ríen. Está nublado. Parece probable que llueva esta tarde. Enciendo un cigarrillo, cojo la libreta, con las páginas todavía algo pegajosas y agrietadas por el agua del otro día y empiezo a escribir: «Cuando llueve en Cantoblanco, Patricia parece un poco más sirena y menos sardina, y el pelo se le moja, acaba cayéndole sobre la cara, y vuelve a sonreír, con sus ojos verdes mirándome como si estuviera aún más confusa que yo...».

A mi lado se sienta una pareja; se dan un beso corto; luego se quedan mirando un buen rato hasta que él sonríe, la chica también sonríe y se van a besar otra vez cuando ella dice: «Creo que va a llover, a lo mejor no fue buena idea venir aquí» y él hace un gesto de resignación, «si quieres, nos vamos», y se besan otra vez, pero no se van sino que siguen mirándose y besándose a intervalos. Decido volver a la cafetería porque es verdad que probablemente llueva y además no creo que Patricia llegue hasta y media; pido otra cerveza y me vuelvo a sentar en la misma mesa de antes desde la que puedo ver si llega o no. Miro el reloj: son las seis y veinte, si el examen empezó a las cuatro no creo que pueda tardar mucho más. Intento relajarme sin éxito con la idea de que si no viniera tampoco pasaría nada, me termino rápidamente la cerveza y vuelvo a salir al césped.

A los cinco minutos aparece, con una carpeta bajo el brazo y la mochila colgando, me sonríe y me da un beso en la mejilla. Dice:

—¿Llevas mucho tiempo esperando?

—No, acabo de llegar, venía de echar un vistazo en la cafetería. Por si estabas ahí.

—¿No me preguntas por mi examen?

—No hace falta, ¿no? si te hubiera salido mal, habrías acabado antes y estarías aquí esperando.

Contesto con una sonrisa a su sonrisa viniendo a demostrar que no pretendo estirar más el tema, mientras ella responde algo sorprendida: Ya sólo queda que Bayón también suponga y no me lo corrija. Vuelvo a sonreír tímidamente, intentando no parecer muy superado por la situación, y le pregunto qué tal llegó a casa el otro día. Patricia hace un gesto raro con la boca y me doy cuenta de que he sacado el tema demasiado pronto, así que trato de buscar rápidamente otra conversación y voy a decir algo sobre la fiesta de Derecho cuando ella contesta: Bien. Fue un gesto por tu parte no acompañarme, pero lo dice sonriendo, con lo que supongo que no está enfadada, y si lo está no quiere demostrarme que realmente le importó; por si acaso le explico que no me encontraba muy bien y que había bebido demasiado, aunque eso ella ya lo sabe.

Se hace un intenso silencio durante el que me doy cuenta de que ya se ha ido todo el mundo menos los chicos de la librería, que están empezando a cerrar porque no parece quedar nadie dentro de la facultad. Aquella noche fue muy rara, es lo único que acierto a decir y suena un poco a justificación. Me siento incómodo: el jueves me besó, sí, pero eso, ahora, en el césped de Cantoblanco, con las nubes negras sobre nosotros y las hojas de los árboles moviéndose en estruendo por el viento, no parece querer decir nada, y no es que me sienta triste por ello, es que casi quiero llorar.

Intento comentar algo de mi examen de cuántica pero ella cambia de tema y dice, algo más seria: creo que va a llover, quizás hubiera sido mejor no haber quedado aquí, al aire libre, sobre todo después de la que nos cayó el otro día, yo me encojo de hombros en un gesto de resignación y le digo: Si quieres, nos vamos; no sé por qué esperando que me diga que no y que sigamos ahí sin mirarnos pero el uno al lado del otro. Sin embargo, ella asiente y recoge su mochila y se levanta y me doy cuenta de que las cosas ya seguro que no van a salir demasiado bien, y mientras andamos hacia el autobús de vuelta a Madrid, justo a la altura del siempre desierto y encharcado campo de arena, empieza a llover, y el pelo de Patricia se moja y le cae suavemente sobre la frente mientras sus ojos verdes me miran como esperando una señal que me siento incapaz de hacer, y nos quedamos callados casi todo el camino de vuelta hasta que llegamos a Plaza de Castilla y se monta en otro autobús para ir a su casa y yo me quedo fuera gritándole:«TE–QUIE–RO, TE–QUIE–RO», moviendo los labios lo suficiente como para que se dé cuenta, pero hace como que mira a otro lado y sólo cuando el conductor enciende el motor y el autobús empieza a moverse, Patricia se decide a mirarme y me sonríe moviendo la mano en forma de saludo.

Es tarde, pero aún de día. Frente a mí queda el Paseo de la Castellana casi vacío de coches en esta prolongación hostil del verano. Decido volver andando a casa aunque me moje por ir siempre sin paraguas, y mientras intento concentrarme en un montón de cosas absurdas que veo por el camino decido que pase lo que pase a partir de ahora no volveré a dejar que me pase a mí.

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TEXTO: GUILLERMO ORTIZ
sobrecito schnier26@hotmail.com
FOTOGRAFÍA: PEDRO M. MARTÍNEZ
© 2005


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