Diciembre


Carabanchel se abre bajo nuestra mirada. Natalia y yo nos quedamos parados en la barandilla y nos abrazamos. Es una tarde de domingo y a veces nos queremos. Estamos junto al Palacio Real y cuando no nos paramos para besarnos, paseamos de la mano murmurando alguna canción. Natalia lleva una pequeña cazadora marrón de cuero con la cremallera hasta arriba y unos vaqueros azules. El pelo, muy largo, incómodo a veces, le cae por la cara tapándole los ojos y le abraza los hombros.

Estamos en un sitio en el que hemos estado muchas veces antes. La mayoría, supongo, con otras parejas, con otros chicos y otras chicas a las que creíamos que nunca dejaríamos de querer. Ahora mismo nuestro objetivo es empezar, sólo eso. ¿O es el mío? A veces cuando la miro veo unos ojos sombríos y no sé como reaccionar. Intento hacerle reír, pero no siempre lo consigo. A veces son mis ojos azules los que se bajan para mirar el suelo y Natalia sabe en lo que pienso. Me dice: «No estés triste, Guillermo, no te quiero ver triste». No somos dos críos, aunque lo intentemos, y en el ambiente flota de vez en cuando la sensación de que nos estamos jugando mucho, todo lo que podemos apostar.

No sé cuándo nos conocimos pero no fue hace tanto, algún día de agosto en la oficina, a los pocos días de entrar los dos a trabajar. No, no es verdad: fue el viernes, con su cabeza sobre mi hombro en las escaleras de un salón en fiesta. Su pequeño cuerpo enroscado en mí mientras me murmuraba al oído. Luego nos fuimos juntos a casa. A mi casa. Atravesamos de la mano el barrio de Huertas y acabó dormida en mi cama, sin quitarse la ropa, completamente vencida por el cansancio y las dudas. La tapé con una manta que bastaba para cubrirla entera y sonrió. Por un momento me pareció que era feliz.

Los semáforos con Natalia son una fiesta... las farolas, los bancos, las estaciones de metro, de autobús, cualquier excusa es buena para besarla y aunque ella no es tan efusiva como yo —nadie lo es—, por lo menos se deja besar y besa y se deja abrazar y abraza, y me aprieta fuerte para que sepa que está ahí, que por lo menos hoy está ahí conmigo, en ningún otro lado con ningún otro chico.

Natalia quiere tomarse un vino y nos metemos en un sitio vacío en el que nos quedamos mirándonos cada uno desde nuestro lado de la mesa. Acaricio su mano mientras pienso en decir algo, cuando repara en lo que los dos ya sabemos: «Todavía hay una tercera persona», y aunque intento aparentar que me da igual y que estoy convencido de que me quiere (porque me quiere), se me apaga un poco la sonrisa y de repente al mirarla a los ojos —verdes, miopes, cansados— me parece que la tercera persona en esta historia soy yo.

Pero no quiero. No quiero perderla, aunque sea tan poco lo que tengo de ella, no quiero dejarme vencer o por lo menos que ella no lo vea, y hablamos de todo: de libros, de películas, de nuestros amigos, de nuestro futuro en Lisboa, en Londres, donde sea. Nuestro futuro. El futuro es una cosa complicada porque muchas veces se confunde con el presente, y ella, aunque sabe que quiere irse conmigo, y aunque sabe que no se irá, se queda callada y no dice nada más que «ya veremos», y al final adonde vamos es a la calle, donde un grupo de treintañeros con gorros de Papá Noel se lanzan nieve en frasco y donde un petardo casi hace llorar a un niño.

Hace frío y Natalia quiere irse a casa porque está cansada. Pero se queda. Se queda y cenamos juntos en un sitio donde «por una vez y sin que sirva de precedente» me deja elegir por ella lo que cenar. Y está contenta. Más contenta que nunca. Y cuando nos vamos en metro para casa, poco antes de que llegue su estación y salga corriendo a coger el autobús que la lleva a la Alameda de Osuna, le vuelvo a decir que se venga conmigo y ella en un principio dice que se lo pensará y luego dice que sí, que sí, y yo casi lloro en medio de un vagón vacío y ella se marcha corriendo con una gran sonrisa en la boca.

Y en eso queda todo, y cuando pasan los días y Natalia no vuelve a llamar y tampoco responde a las llamadas y sólo diez días después manda un mensaje que dice «lo siento», me doy cuenta de que en el fondo es mejor, que este tipo de locuras no me corresponden y que, de alguna manera, algún día acabaré olvidando lo que nunca pasó. Así podré rescribirlo como me dé la gana. Y procuro no pasear más por el Palacio Real y dejarme de romanticismos y si alguien me pregunta con qué sueño respondo que con francotiradores que sólo aceptan pequeños objetivos.

_____________________
TEXTO: GUILLERMO ORTIZ
sobrecito schnier26@hotmail.com
FOTOGRAFÍA: PEDRO M. MARTÍNEZ
© 2005


Los meses:

ENE   ·   FEB   ·   MAR   ·   ABR   ·   MAY   ·   JUN
JUL   ·   AGO   ·   SEP   ·   OCT   ·   NOV   ·   DIC

LITERATURA - FOTOGRAFÍA - PINTURA - MÚSICA - ARTÍCULOS - PÁG. PRINCIPAL
REVISTA ALMIAR - MARGEN CERO™ (2005) - Aviso legal