Viaje a Lisboa

M.ª de los Ángeles Martín Ferrero

A Isabel María Madaleno

I

Acababa de levantarse, la gripe la había sumido durante quince días a un abandono total, su cuerpo —castigado por las medicinas— no podía sujetarse en pie, por todo ello, se comprometió con sus recuerdos, imbuyéndose en un pasado de dolor… No sabía cuándo había recibido la carta de la mesilla, quizás el cartero la había llevado el día anterior, no estaba claro… ni siquiera le había dado tiempo para poder ver el remite; sabía que el sello era de su ciudad, observó esos rasgos tan conocidos tiempo atrás —hace años— cuando se le había declarado.

Ahora todo era diferente, estaba postrada en la cama; él en otro hogar, con otra mujer, con la vida resuelta lejos de ella. Se preguntó muchas veces si se acordaría de aquellos momentos, si vibraría con sus pensamientos como le ocurría a ella cuando estaba sola en la penumbra… Se abrazaba en silencio, notaba su aliento penetrar en su cuello, rodear su cuerpo de las ramas del árbol que la protegían… Aquello la turbaba en sobremanera, de tal forma, que se sobrecogió con sus recuerdos. Una ráfaga de aire penetró en la habitación, su cuerpo se estremeció con el frío de la mañana, su piel se erizó, su muselina se levantó al contacto del aire…

Habían transcurrido cuatro años desde la última vez que se encontraron. Era un día nublado —en la Universidad— cuando un montón de estudiantes deambulaban por los pasillos de tantos años de historia y rodeados de vítores. Llegó a Salamanca un día que la luz no estaba todo lo espléndida que debiera, buscó el Departamento de Geografía… bajó las oscuras escaleras que la encaminaban a un largo y estrecho pasillo que estremecía sus pensamientos. Al final y a la derecha, el Departamento… con estanterías repletas de libros y revistas… fue buscando a un profesor… le esperó largo tiempo, hasta que llegó la hora de cerrar… Entonces… había subido lentamente las escaleras que le llevaban al patio de Anaya… observó una figura familiar que se acercó a saludarla y, desde ese momento, no le había vuelto a ver.

Volvió a la realidad con el sonido de las gotas de lluvia golpeando los cristales de la ventana. Recordó otro lugar lejano, un lugar donde el tranvía peina la ciudad, se remonta hacia lo alto de la colina, encaminándose al castillo de San Jorge, ciudad melancólica de luz y lluvia a sus pies. El río Tajo lamía sus cimientos —antaño zarandeados por un seísmo— y que hoy duermen en la cuna de la tierra.

Se encontraba aquella tarde paseando por la Plaza del Comercio, deambulando como cientos de turistas cada día, cuando se sintió mareada. La plaza le daba vueltas en la cabeza, el tranvía se acercaba lentamente, como espía que teme ser descubierto… ocultó el rostro entre las manos, rompió su serenidad con un temblor de manos y un laberinto de recuerdos.

Comenzó a andar hacia una avenida que bordeada el río, buscando entre los transeúntes un rostro amable, un testigo desconocido… Se introdujo en las venas de Alfama, dónde unas casas blancas, unas calles estrechas, y un fuerte olor a pescado la hicieron sobresaltar.

A cada lado de la estrecha calle, los puestos de pescado mostraban la mercancía, las gentes de la ciudad miraban y preguntaban los precios, ella se limitaba a observar.

Al fondo, una calle empinada y oscura, donde una vieja miraba desde la ventana el deambular del mundo. Aquel barrio que tenía fama de peligroso le había preocupado, pero era más la fuerza de atracción que el temor a ser robada.

Unos niños jugaban en el recodo de una plaza, las mujeres a esa hora, comentaban los últimos incidentes y otras —las más jóvenes— llevaban su ropa al lavadero comunitario, herencia de antepasados judíos. Hasta ese momento no se había preguntaba sobre sí misma, sobre su viaje en solitario, sobre sus sentimientos…

Una música lejana le atrajo poco a poco, era una música triste, como si un instrumento llorase de amor… Eran fados, homenajes supremos al amor y al desamor, al ímpetu y a la serenidad… un canto espiritual a la muerte del cisne.

La tarde comenzaba a caer en la ciudad, las sombras se iban adueñando de la noche, el silencio le cubría de luto… y sentada en una mesa del café, se debatía entre alcohol y fados. El frío mármol soportaba el peso de su cuerpo, el morado elemento del dios Baco —con catorce grados— le ascendía en un supersónico ascensor de imagen y sonido, dueño de la modernidad…


II

Amanecía en Lisboa. Sentada en la mesa de un café una mujer dormía serenamente. El mármol recorrió con su frialdad la piel de esa mujer, que perezosa y dulcemente se fue incorporando a ese mundo que vibraba de vida… era el despertar de Alfama. Nadie se había atrevido a llamarla, nadie quiso interrumpir su serenidad. Se levantó con una parsimonia meditada, como si quisiera sentir como sus músculos se despertaban, todo su interior despejándose del alcohol ingerido el día anterior. En un estrecho lavabo, desvencijado, se lavó y atusó sus cabellos, decidiendo en un segundo que debería salir a pasear.

Dio una vuelta por las callejuelas de Alfama, esos recodos que a cada paso parecían querer descubrir nuevas sorpresas a la mente de esta mujer. Subió a un funicular que hacía el trayecto hacia la parte baja de la ciudad, con la quietud que tiene alguien a quien la noche dejó envuelta en fados y recuerdos… El funicular se puso en marcha. Junto a ella, unas mujeres lisboetas miraban su dejadez, su pálido rostro, su mirada de ausencias… Ella se había limitado a ver los tejados de este barrio, los balcones donde la ropa daba señales de estar habitado, las fachadas —algunas desconchadas—… Los sonidos suaves de la emisora de la ciudad penetraban en su mundo envolviéndola. Cuando paró esta «máquina-guía de turismo», comenzó a deambular por esas plazuelas, calles rectas,… contrastando con Alfama.

Atrás quedaba en su caminar el barrio con sus ensortijadas calles, el castillo de San Jorge de torres cuadradas —ayer visigodo— y hoy mudo testigo del devenir de los tiempos. Desde él había podido ver la ciudad a sus pies, y a la izquierda, desde el mirador, la plaza del Comercio donde la gente parecía hormigas caminando al trabajo; y al fondo, los edificios con los que el arquitecto Tavoada daba su toque de modernidad.

Ahora estaba en la Lisboa señorial, cuyo plano parecía cortado por un tiralíneas que abría sus dedos a cantidad de plazas: del Comercio, del Rocío, Marqués de Pombal…

—La ciudad de Pessoa —musitó, cantando a su amada.

Volvió a la plaza del Comercio. La luz tenía una intensidad casi suprema, desde donde se adivinaba la imagen de Cristo Rey al otro lado del río, subido en una gran mole de hormigón, que con sus brazos extendidos parecía querer proteger a la ciudad. Para llegar allí, debía cruzar el puente de Salazar o del veinticinco de abril… puente colgante, que fue un día el mayor de Europa y, que con sus férreos brazos, unía Lisboa con la otra orilla. Bajo él multitud de fragatas y algún barco de recreo, le hacía recordar que estaba cerca del mar.

El mar… siempre se había sentido enamorada del mar. Cuando estaba en casa y en silencio, recordaba el mar, era como si quisiera fundirse a él eternamente, para no volver a despertar. Era una sensación especial la que producía su recuerdo… el sonido de una caracola, el despertar al sonido de la música de Debussi, que en su impresionismo, plasmaba toda la fuerza varonil del mar. El mar… la mar, amante suyo y de los marineros, varonil y femenino, repleto de sirenas y misterio. Infancia y futuro, vértigo y sosiego, tormenta y cadencia, virtud y pecado, muerte y sortilegio,… eso era para ella el mar.

Cuando era pequeña le gustaba pasear descalza por una playa desierta y, acercarse a las rocas que lamidas por las olas admiraban su majestuosidad. El agua salada iba horadando la piel de las rocas que habitaban el acantilado… se asomaba desde allí para ver la patria del dios Neptuno. Pensaba que quizás su carro fuese llevado por caballitos de mar, adornado de perlas que las humildes ostras —súbditas leales— le regalaban… siempre tenía el mismo sueño… sueño que le había perseguido durante su vida.

Ya de mayor, había querido imitar a una poetisa argentina hundiéndose poco a poco en el mar, rodeado de espuma, con una túnica de seda blanca, y una corona de orquídeas… ese era su más íntimo secreto.

El olor del mar la despertó de sus remembranzas. Por ello, decidió seguir en su vagar en la ciudad del recuerdo, marchando hacia la iglesia de los Jerónimos —ejemplo del arte manuelino— donde multitud de sogas forman un lazo de amistad. Frente al monasterio, unos jardines le daban la bienvenida y, un enorme monumento —homenaje a los descubridores— era el centro de su hoy. Al frente de la comitiva, Enrique el Navegante, como si la proa del barco no se balancease en medio de las olas. Su rosa de los vientos —a popa— era un enorme mosaico geométrico, todo ello la envolvía de una forma melancólica, rodeada de cartas marinas y un sextante. Era como meterse en un libro de historia en pleno siglo veinte.

No sabía cómo había llegado a una pequeña estación de ferrocarril. Preguntó los lugares a donde se dirigían los trenes, y oyó un nombre que le llenó plenamente, con una musicalidad absoluta… Cascais. Decidió subir a ese pequeño tren, una pareja de enamorados se sentaron frente a ella… su mente marchaba con el traqueteo de este tren de vía estrecha, era como encogerse en un mundo íntimo desde donde se podía observar el mar a su paso por Estoril. Un poco más allá, un castillo —salido de un cuento de hadas— le anunciaba su llegada a Casçais. Eran callejas multicolores, con algunos edificios modernos, cuyas puertas abrían unos ventanucos. Las estrechas calles del pueblo, se contradecían con la majestuosidad del Museo del Conde de Castro Guimaraes. Un puente de piedra, con un solo ojo, era la entrada que tenía el agua hacia el museo.

Siguió paseando buscando la Boca do Inferno, esa entrada del mar en la tierra, donde una enorme ola hace años, arrastró a una estudiante de Salamanca para hacerla novia de Neptuno. Las olas rompían su piel en las calizas del acantilado, en pleno lapiaz,… como si multitud de surcos de un arado erosivo sembrasen de sal un encuentro. Desde el mirador inferior, un grupo de personas admiraban el rugir del mar al introducirse en la Boca do Inferno, al romper su seda de espuma en la roca de un recuerdo… Casçais era un sonido de contrabajos en un atardecer de dorados reflejos marinos… un sentir de sirenas. Quizás la joven salmantina era una sirena, que con su canto, intentaba atrapar a los turistas que se asomaban al mirador.


III

Ya de vuelta a la melancólica ciudad del amor… se fue reencontrando con su pasado, con su morir de espejos donde aceros de nieblas horadan la noche de un jadear de olas, de un devenir en el tablero de ajedrez que a sus pies se extendía.

Eran las doce de la noche, hora en que la cenicienta debía regresar al hotel… A su paso, multitud de jóvenes —hombres y mujeres— vendían en las aceras su cuerpo al mejor postor. No sabría distinguir a veces algún travestí de una mujer. Eran los amantes de la noche en la avenida de la Libertad, cercana a la plaza Marqués de Pombal. Los negros cisnes de la avenida, dormían ajenos ante los vecinos nocturnos que se rifaban el espacio y apostaban por una noche de placer.


IV

La lluvia golpeó los cristales de las ventanas… volvió a la realidad del momento, se vio de nuevo envuelta en la fiebre que le hizo recordar su pasado viaje a Lisboa. Observó la habitación… la lluvia no cesaba… miró el reloj y, se dio cuenta que habían pasado tres horas desde que vio el sobre en la mesilla. La fiebre le iba bajando poco a poco… Decidió abrir la carta que dormía en la mesilla.

Con su mano izquierda, cogió el sobre que esperaba ser abierto desde hace tiempo. Lo miró temblorosa. No sabía si quería o no conocer el mensaje escrito. Su curiosidad era extrema y, decidió leer la carta…


Mi amor:

Cada momento que pasa no hago más que pensar en ti, aquellas tardes que juntos pasamos… momentos de amor, momentos irrepetibles que cada noche me hacen estremecer…

Iba mascullando las palabras una a una, leyó la carta varias veces, como queriendo introducirse en cada renglón. Siempre había pensado que le había olvidado, que no era para él más que un vago recuerdo. Ahora la realidad le indicaba que todo era falso, que el destino les había jugado una mala pasada, que sus mentes seguían unidas, aunque no sus cuerpos,… Pasaban las horas pensando uno en el otro, sintiendo su piel junto a la de su amor, acariciar su rostro el frío de la mañana…

Aquella carta le respondió a tantas preguntas hechas a la noche y a su soledad… Le dio alas para salir de la cama y volver a caminar por la ciudad en busca de su pasado en presente, a reencontrarse con sí misma y su hoy…



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M.ª de los Ángeles Martín Ferrero (Airma Selegna) nació un martes 13 de Agosto de 1957, en los Arribes del Duero, en el pueblo sayagués de Badilla de Sayago (Zamora). Su infancia transcurrió entre Rentería (Guipúzcoa) y Toro (Zamora). Licenciada en Geografía e Historia (sección Geografía) por la Universidad de Salamanca, Master en Ciencias Ambientales por la misma Universidad, realizando también en Salamanca los cursos de Doctorado en Geografía.

Publicó sus primeros poemas y relatos en El Correo de Zamora (1978-82), y más tarde en revistas como: El Negrillo, Torre del Reloj, Alborada, El Ateneo del Norte, La Mesa de Mármol, Albor, Proculto,… En 1982, con motivo del Día de la Poesía, la Dirección Provincial de Cultura de Zamora publicó una Antología de poetas zamoranos en la que aparecen algunos de sus poemas.

Ha recibido varios premios de poesía. Utiliza los pseudónimos de Airma Selegna y Amtarnina Sae entre otros. A lo largo de su vida ha asistido a varias tertulias en Zamora y Salamanca. En 1982 empieza a formar parte de la Tertulia que se realizaba en el pub River de Zamora, hasta que desaparece en 1986. En 1989 —ya en Salamanca— comienza a formar parte del Aula Poética de la Universidad de Salamanca, en 1991 lo hace en la Tertulia el Ateneo de Salamanca y, a la Tertulia de la Mesa de Mármol que edita una revista del mismo nombre. Igualmente asistió alguna vez a la Tertulia Papeles del Martes, en los dominicos de San Esteban de Salamanca.

Ha dado varios recitales colectivos en Toro, Zamora y Salamanca. El 8 de mayo de 1990, por primera vez da un recital individual en el Aula Unamuno de la Universidad de Salamanca. En mayo de 1992 participa en un homenaje al poeta Juan Ruiz Peña —con motivo de su muerte— en la Universidad de Salamanca. En 1993 participa en el homenaje al poeta cubano José Martí, en la Universidad Pontificia de Salamanca. En noviembre de 2005, da dos recitales individuales en los Viernes del Sarmiento en Valladolid, y en la Cátedra José Zorrilla en Valladolid. Y en el mismo año, participa en un homenaje al poeta Leopoldo de Luis, con motivo de su muerte, en los Viernes del Sarmiento en Valladolid. En 2006 participa en el recital poético Mis Poemas favoritos organizado en el Teatro Latorre, de Toro, por Proculto. Y el 8 de diciembre de 2007 participa en el recital poético Poetas en su Voz organizado por Proculto en el Teatro Latorre de Toro (Zamora),

Ha escrito varios poemarios a lo largo de su vida, aunque en la actualidad inéditos, que son los siguientes: Poemario en Silencio y una Elegía (1978-82), Requiebros (1985-87), En el Tiempo…(1986), Del Viento en la Orilla (1987-88), Palumbar (1988), Mirando mi Alma Desnuda (antología de versos sueltos), Quebradas Alas. Rapsodia (1988), Ocultas Sensaciones (1988), Rotos Silencios (1988-89), A Golpe de Piano (1990-91), Ábreme la Puerta del Mar (1991), Quisiera ser lluvia y noche (1986-91), Mujer de Sombra (1991), Ecos de la Noche (1991), Piel de Pétalos (1991-92), Cuna de Albahaca (1992-93) y Ángela (2005). En cuanto a la prosa tiene un conjunto de relatos bajo el nombre Atardecer (1978-90), y un cuento NANUMI (publicado en la revista Proculto n.º 3 en Toro, Zamora).


Contactar con la autora:
airmaselegna [at] hotmail [dot] com


ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por Pedro M. Martínez ©



Relato publicado en Revista Almiar, n. º 40, (junio-julio de 2008). Reeditado en octubre de 2020.

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