Las veletas
de Zentra
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Claudio Rizo
Irguió la mirada a lo
lejos en espera de la señal.
La noche se extendía
como un manto pesado que todo lo cubría, aplacando las pocas luces
que distraídamente quedaban en pie. Unos sonidos imperceptibles caían
desde las alturas de los abrigados árboles, a derecha e izquierda,
a ritmos desacompasados pero constantes, y el miedo, de nuevo, volvía
al rostro de Jan que, sin embargo, agazapado tras unos arbustos, afrontaba
la soledad y el frío con el único propósito de ver y vencer, por primera
vez, a esos misteriosos pobladores cuya leyenda corría de boca en
boca en todos los habitantes de Zentra.
De niño, Jan había oído
decir en el pueblo que, en tiempos de navidad, una bandada de pájaros
alocados y angustiosamente feos circundaba las propiedades en espera
de un descuido. Entonces, si niños jugaban por el parque ajenos a
la vigilancia de sus padres o si ancianos quedaban en soledad aprovechando
los benéficos rayos del sol que contrarrestaban las gélidas temperaturas,
eran prendidos a velocidad de vértigo por las garras de estos terribles
animales y llevados a tierras en donde jamás se volvía a saber de
ellos. Había ocurrido así, al menos, en tres ocasiones. Las desapariciones
fueron causadas justo antes de la Noche Buena, en señal, indudablemente,
del carácter perverso que impulsaba la acción de estas aves ultramundanas.
Nadie, sin embargo, atinaba a ofrecer una descripción física razonable
y coincidente en cuanto a envergadura o color de las mismas. Unos
decían que eran aves de unos cinco metros, delgadas como filamentos
y de un especto parduzco que facilitaba su camuflaje en plena noche.
Otros, en cambio, afirmaban haber visto en las alturas moverse cuerpos
de anchura importante, recubiertos de abundante pelo y con garras
de acero en sus cuatro largas extremidades. Fuera como fuese, estaba
vigente en Zentra el pánico, que cada día se hacía más cerval y de
origen más desconocido.
Diciembre se desperezaba
con un sonido aflautado que producía el temblequear de las hojas,
atoradas ya por el rampante frío que empezaba a cubrir Zentra. Las
tardes ya mostraban su gris, su marrón y algo de su azul, moteados
de ese negro intenso que forma lagos en la extensión de los cielos.
Era, pues, el aviso de que pronto regresarían al pueblo las plegarias
y piedades tan al uso. Pero Jan estaba convencido de que aquel año
todo iba a mostrar un signo diferente.
Durante la primavera
había entablado una fluida amistad con el mejor fabricante de veletas
de todos los pueblos colindantes. Jan ignoraba el poder de disuasión
que estas herramientas, tan fáciles como cómodas de construir, tenían.
Hasta entonces pensaba que su única virtualidad era la de indicar
el indeciso y azaroso baile de los vientos, señalar su dirección y,
en el mejor de los casos, vaticinar, no sin un prudente margen de
error, la llegada de alguna tormenta de entidad. Pero lo que le contó
aquel fabricante de veletas a Jan, le dejó completamente sorprendido.
—No sólo, Jan, las veletas
que fabrico indican hacia dónde escapa el viento, ni siquiera son
meros vaticinadores de riadas o ciclones: tienen alma, Jan, un alma
adherida en su interior, por supuesto no diseñada ni fabricada por
mí, pero que tiene el misterioso don de conjurar males, no sólo naturales,
sino, y esto es lo más importante, sobrenaturales o provenientes de
naturalezas ignotas.
—¿Cómo estás tan seguro
de esto último? —increpó con cierto desdén conminatorio el joven Jan,
que a los ojos del fabricante no era más que el lógico gesto de un
hombre mínimamente previsor.
—El año pasado, miles,
millones de insectos diminutos fueron colándose por los maderos que
sostenían las casas hasta llegar a su interior. Una vez dentro, daban
pequeños mordiscos a sus moradores que, en un principio, sólo provocaban
insignificantes irrupciones en la piel, pero que, en pocos meses,
la infección inoculada mutaba y su efecto se extendía y multiplicaba
por todo el cuerpo. Murieron cerca de cincuenta o sesenta personas.
Cuando esto ocurrió, marqué todo el perímetro del pueblo con mis veletas,
unas doscientas, dispuestas sobre palos de metro y medio, y, desde
entonces, las casas están abiertas y los niños juegan tranquilos en
los parques. No me preguntes por qué, pero sólo te cuento lo que pasó,
sin quitar ni añadir nada mi imaginación a los sucesos.
La Navidad y todo su
río de brujería y superchería se habían instalado en Zentra. Jan había
obtenido permiso gubernativo para «fortificar» la periferia del pueblo
con incontables veletas, cada una de un color, cada una de una altura,
pero todas para indicar, como en acompasado desfile militar, la dirección
del viento. Era un espectáculo grandioso, bellísimo, ese que debería
simular un baile nupcial en el que todos los invitados participan
al unísono de la misma alegría.
Irguió la mirada a lo
lejos en espera de la señal.
Y llegó.
Un sonido indefinible
emergió tenue desde la lejanía. Fue ganando intensidad. Jan empezó
a divisar formas contrahechas de animales que habitaban las alturas
y que descendía casi en vertical como en un intento por colonizar
aquellas tierras. A Jan las piernas se le quedaron petrificadas, sin
saber si era por el frío o por el efecto narcótico de aquel miedo
que jamás había sentido de esa manera en su interior. Escondido tras
un gigantesco árbol y su ramaje, sólo disponía de sus veletas como
parapeto físico, y, por supuesto, de su supuesto don disuasorio de
males del que con tanta firmeza le había hablado su amigo el fabricante.
La noche, sin embargo,
fría pero calma, no propiciaba la elevación de las veletas. Parecía,
pues, un indudable gesto de derrota anticipada, pues Jan había oído
decir al fabricante que para que de aquellos artilugios fluyeran todos
sus poderes, era preciso que la fuerza de los vientos dejara enhiesta
y en horizontal la flecha o la punta de las veletas. El descenso de
las aves sobrevenía cada vez a mayor velocidad. Las más de quinientas
veletas persistían en su posición de inútiles observadores, como chicos
perezosos que no desean más que regodearse en el lento ritual de la
mañana arrebujados en las mantas mullidas y cálidas. Pero a medida
que se aproximaban a ellas las extrañas figuras caídas de los cielos,
el mismo empuje, la propia inercia despedida por la bandada, fue izando,
poco a poco, todas y cada una de las veletas. Las puntas señalaron
que los vientos, aunque inexistentes en ese momento por causas naturales,
circulaban con iracundia feroz y creciente. La veletas irguieron su
cuello; los bastones a los que se asían ya apenas se veían, y todo
el perímetro de Zentra quedó mágicamente rodeado de un manto multicolor
y resplandeciente por la reverberación de la intensa luna que cegó
y anuló toda visión a la marabunta de planeadores.
Padres, niños y abuelos
disfrutaron de una Noche Buena a la que no faltó nadie. Sólo en casa
de Jan había una silla vacía, que no olvidada: el plato humeante aún
conservaba, como en agradecimiento, todo el aroma y el calor propio
de una gesta.
Mientras las veletas,
en el exterior, reían y bailaban la llegada del año nuevo...
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CLAUDIO
RIZO,
es un autor alicantino.
claudiorizo(at)hotmail.com
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(ILUSTRACIÓN RELATO:
Dragon Knight, By Sagy kz (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)],
via Wikimedia Commons).
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