Save me
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Eldes Ferreira
«¡Dormir es fácil!»,
es lo que siempre piensas cuando te despiertas. Dormir es fácil. Lo
difícil es despertar. Todo el mundo cree que no, pero dormir es fácil.
Demasiado. Es sólo cerrar los ojos y listo: estás durmiendo. Y, durmiendo,
nadie sabe más quien es, dónde está ni lo que hizo o va a hacer de
la vida. Dormir es macharse sin salir… Lo difícil es despertar y saber
que un nuevo día nos espera. Cuando uno despierta, ya está: la vida
surge delante de nuestros ojos. La tuya no es una de las peores, pero
¿Qué quiere decir eso? ¿Qué existen tíos más jodidos? ¿Y a quién le
importa eso? «¡Es cada uno por si y Dios contra todos!», como tanto
te gustas hablar. Por la puerta entornada de la habitación, miras
a la mujer de ayer corriendo por la casa. «¡Despierta, no te vas a
dormir más!», ella grita cada vez más lejos. Grita también para que
cierres la puerta y dejes la llave debajo de alguna alfombra.
Para ti, sólo una cosa es más difícil
de que despertarte: salir de la cama. Nada parece valer la pena. Y,
para empeorar las cosas, nunca vuelves a dormir después que te despiertas.
Entonces, sólo te quedas seguir en la cama, mirar el techo y cantar
una música.
A semanas,
cantas lo mismo «Somebody save me/let your warm hands break right
through…».
Te gustas esta música desde que la oíste
por primera vez en la casa de tu mejor amigo. Tienes incluso el CD.
En realidad, no es tuyo. Es de tu amigo. Lo que es casi lo mismo,
porque vosotros sois grandes amigos. Luego que el CD empezó a tocar,
él te preguntó, «¿No es la música más bella del mundo?».
Tú respondiste que sí y lo pidió prestado.
«¡Tipo majo!», piensas, sintiendo tu
olor mezclado a su perfume en la sábana. Sientes también el olor de
la mujer que se marchó y otro que, te imaginas, que sea de su marido.
Ayer cuando él viajó, ella te llamó. «Listo, ya puedes venir», dijo.
Media hora después, golpeabas la puerta de su casa. Fuiste como habías
contestado al teléfono. No te duchaste ni cambiaste de ropa. Pero,
pasaste el nuevo perfume de tu amigo. «¡Cómo te gusta este perfume!»,
él se rió, sin entender que todo lo que querías era contarle que ibas
a dormir con una mujer casada en su casa. Contar y oírle hablar que
era peligroso, locura. Querías también que él se quedara preocupado
y sintiera orgullo, rabia, envidia y celos de ti.
«¿Cuándo él vuelve?», tú preguntaste
así que la mujer abrió la puerta. «Mañana… por la tarde», ella te
contestó, yendo para la habitación. En tu cabeza, le sacarías la ropa
con la boca como viste en una película, pero ella se desnudó sola,
se echó en la cama, apartó las piernas y pidió, «con fuerza». Tú la
obedeciste. Eso era fácil. Cualquiera lo sabe hacer. Hoy, después
de desligar el despertador y volver a dormir, ella despertó asustada.
Minutos después, corría por la casa. «¡Despierta!» «¡No vas a dormir
más!», gritó cerrando la puerta.
Dentro de pocas horas su marido estará
de vuelta. ¿Y si el viaje fue malo, llegará cansado y enojado? ¿O
un poco borracho por la noche de ayer? ¿O sólo feliz de estar de vuelta?
Y tú no entiendes porque piensas estas cosas ni en él entrando en
la habitación sin camisa, con el cinturón desabrochado y el pantalón
abierto. «¡Pues es así que la gente llega a la habitación!», intentas
explicar lo que no sabes. No conoces al marido de la mujer con la
cual pasaste la noche. También sabes poco de ella. Y aún menos de
ti mismo. Te gustó haber follado con ella. Fue bueno. Fácil. Pero
estar sólo en la habitación de ellos te excita más. Todo, mientras
nadie llegue es tuyo. Y si alguien esconde algún secreto, podrás encontrarlo.
Pero, ¿cuál secreto podrías descubrir? Que ella traiciona a su marido
es muy fácil. «De ese hago parte» te ríes orgulloso.
Sin ropa, tú sales de la cama y te desperezas
en medio de la habitación. La luz del día ilumina tu cuerpo y el espejo
delante de ti muestra como es joven, fuerte y… «des-co-no-ci-do»,
como tu profesora de biología no se cansa de repetir. Y ella está
cierta. Hay cosas que sientes que son fáciles de entender. Otras,
no. Tú sonríes para el espejo. A veces, como ahora, te sientes guapo.
«¿Será que su marido también se mira desnudo al espejo después de
follar?», te preguntas. «¡Seguro que ni follan más!», te ríes, palpando
el sexo siempre duro. No tardas mucho para que revuelvas los cajones
del armario. No los de ella. Los de él. Miras camisas, pantalones
cortos, calcetines y calzoncillos muy bien lavados y planchados, como
si aún estuvieran en la tienda. Nada te llama la atención hasta encontrar
una camiseta de un antiguo grupo de rock. Uno a que todo el mundo
le pasó a gustar otra vez. Hasta tu padre. «¡Majo!», tú dices, poniéndotela.
La camiseta te sienta bien y te gusta sentirla desgastada sobre la
piel.
«¿Todavía la usa?», tú te preguntas,
pensando que podrías pedirla. «¡Seguro que está muy ceñida!» te imaginas,
volviendo a revolver sus cajones y armarios. Buscas algo que finges
no saber lo que es. Pero sabes. Quieres encontrar una foto de él.
Una cualquiera. Puede ser del tiempo de la facultad, de cuando se
casó o mismo una rota que sólo muestre parte de los ojos o la boca.
¿Y por qué?
«Porque si él fuera un tío majo…», piensas,
vas a saludarle si lo encuentras en la calle. Pero, si fuera arrogante,
vas a reírte de él y contar para todo el mundo que duermes con su
mujer y que ella no es gran cosa. «¿Y si fuera enfermo?», te preocupas
repentinamente. Si es enfermo, vas a visitarle en el hospital, serás
su amigo y dejarás a su mujer. «¡Amigo de vedad, porque gente enferma
sufre mucho!». Sabes o piensas que sabes. Ves en la tele e imaginas
que sea lo mismo. Pero, si fuera un tipo majo, que disfruta de una
música maja, como la del grupo de la camiseta que llevas, le pedirías
algunos CD's prestados. Le prestarías los tuyos, los de tu amigo y
los de tu padre. Podrás hasta mismo ir una tarde a su casa para oír
música. ¿Quién sabe él no te regala la camiseta que llevas? Es sólo
saber pedir. Decir que esta camiseta es la más bonita del mundo, que
en las tiendas no hay más para vender y que tú y tus amigos están
locos por tener una. Si hablaras esas cosas con sentimiento, él las
entenderá. «¡Quédate con la mía!», dirá. Y tal vez la lleve esta tarde
y la saque del cuerpo para entregarte. No sabrás cómo agradecerle.
Y ni hará falta. Un abrazo de hombre, de esos que no es preciso encostarse
mucho, ya paga. Vale.
Sin encontrar ninguna foto suya, tú
vas al cuarto de baño. Orinas con la puerta abierta y de espaldas
para la habitación desordenada. Ni piensas arreglarla. Das la descarga
y acompañas el amarillado del orín sumiendo en remolino del váter.
Escupes al medio. Hombre tiene esta manía. El marido de ella también
debe tener. «¡En el fondo somos muy parecidos!». Tú crees. Y, abriendo
el armario con espejo sobre la pila, ves dos cepillos de dientes.
«¡La verde es la suya!», apuestas, cepillando los dientes con el dedo
cubierto de dentífrico.
Al final del año,
tú ya decidiste: vas a tatuar un dragón en la espalda. Vives pensando
en este tatuaje. Te gusta mirarte al espejo e imaginártela lista.
E, imaginándola, ves el reflejo del cesto de ropas sucias en el rincón
del cuarto de baño. Sabes que estás sólo, pero así mismo miras hacia
los lados antes de echarlo en el suelo. De cuclillas, tú separas las
ropas de él y de ella. Intentas descubrir quién podría haberlas vestido.
¿Alguien joven? ¿Mayor? ¿Gordo? ¿Magro? ¿Majo? ¿Gilipollas? Husmeas
los bolsillos de los pantalones y de las camisas. Encuentras algunas
monedas y extractos bancarios. Alísalos, imaginando que son suyos.
Pero son de la mujer.
«Somebody save me/let your warm hands
break right through/ somebody save me…», tu voz se contiene por algo
que no entiendes, pero que es fuerte, se esparce por tu cuerpo y nada
alivia. Ni la idea del tatuaje. De repente, te sientes cansado de
todo. Del padre que parece un extraño dentro de casa. De la madre
que se fue con otro hace mucho tiempo y que jamás te dio noticias.
De la escuela que es una mierda. De una chica que no sabes si te gusta
o no. De las músicas que no sabes componer. De la banda de rock que
nunca formas. Del amigo de quien usas los perfumes, las ropas, los
CD's y que te gusta abrazar cuando duermes en su casa. También estás
hasta los cojones de la tele que sólo pone tonterías y que no compra
nuevos episodios de Smallville y que va a quitar la serie de la programación.
Si tuvieras una pistola, te metías un disparo en el oído. Uno certero.
«¿Es posible que tenga una pistola?»,
te preguntas con la misma velocidad que te olvidas. Y te olvidas porque
ves unos calzoncillos suyos. Uno que se parece con los tuyos. Tú sabes
que todos los calzoncillos blancos se parecen. Pero aquel es más parecido
que los otros. Parece tuyo. Los de tu padre. Sientes el peso y la
humedad cuando lo seguras. Sientes también el olor. Uno que todavía
no tienes. Pero lo tendrás cuando seas adulto, olvidar esa historia
de banda de rock y licenciarte en cualquier cosa bien estúpida. Cuando
te vayas de casa, dejar tu padre sólo y desistir de esperar una carta
o una llamada de tu madre. Y, cuando parares de dormir abrazado a
tu mejor amigo y te casares, tu mujer te traicionare con un chico
cualquiera. Uno que huela a leche y polvo de talco, como tu padre
dijo que tú hueles. Su olor es diferente al tuyo. Es de hombre como
lo del calzoncillo en tu mano. Al olerla, tienes ganas de vestirla
como haces con las de tu padre y traer para tu cuerpo aquel olor.
Y siempre con el mismo miedo: lo de nunca te conviertas en un hombre
de verdad.
Un día, tu cuerpo también tendrá este
olor y lo dejará en todas tus ropas. Y, tal vez, cuando precisares
viajar, tu mujer llamará a cualquier chico que haya conocido en el
supermercado y follará con él en la cama de vosotros. Quizás, ese
chico también
se despierte a las diez de la mañana con los gritos de una mujer retrasada
para el trabajo y, abra tus cajones, preguntando quién es. Tal vez,
él también duerma oliendo un calzoncillo blanco con miedo de nunca
se convierta en hombre. Y cuando, tú llegar de viaje y encontrar a
ese chico durmiendo en tu cama, con tu camiseta preferida y apretando
a uno de tus calzoncillos entre los dedos, es cierto que le pegarías
hasta que llorare y dijere, «para, por Dios. Haré lo que usted quiera».
En ese momento, preguntarías jadeante,
«¿lo haces?» Y, antes que él murmurare un sí lloroso, lo pondrías
de bruces y entrarías en él con tanta rabia, fuerza y ganas que no
tardarías en gozar, a descansar sobre su espalda y a oírle llorar.
Poco a poco le tendrías lástima. Entenderías que la culpa no es suya.
Es de tu mujer. Del mundo. En este día la música que vives cantando,
vieja y fuera de moda, explotaría en tus oídos, diciendo: «Somebody
save me/let your warm hands break right through/ somebody save me…».
Y recordándote de tu mejor amigo, preguntarías a nadie, «¿No es la
música más bella del mundo?».
Tú no sabrías pedir excusas a ese chico
mismo si tuviera coraje. Tal vez, todo lo que consiguieras hacer fuera
pasar las manos en su pelo de una manera tan nerviosa que lo dejaría
aún más asustado. Tendrías ganas de decirle que la vida es una lata,
que las personas son una lata y que nos falta coraje para acabar con
todo esto de una vez. Sentirías ganas de abrazarle y decirle que todo
en la vida vuelve. Nada se queda gratis. Y mismo que consiguieras
hablar todo lo que sintieras, sabías que él no entendería. Nadie entiende
eso de verdad. Lo que deberías hacer si tuvieras mismo coraje, era
coger una pistola y pegar un disparo en el oído. Quién sabe, él hiciera
lo mismo. Tal vez, fuera un chico como tú es ahora. Uno que se pierde
en las cosas buenas y raras que siente todo el tiempo. Alguien que,
mismo queriendo y gustando, pegó al mejor amigo cuando él intentó
besarle la boca. Y quién sabe también, a ese chico su padre le parezca
guapo, fuerte y quiera un abrazo suyo apretado. Quiera volver a dormir
con él en la misma cama y no sentirse tan solo en el mundo. Tal vez,
ese chico haya dormido demasiado adrede y, cuando encontraste la puerta
de tu casa abierta y corriste para la habitación, él no tuvo miedo.
Sólo esperanza. La misma que sientes escuchando los pasos de este
hombre extraño. Uno que podrá salvarte de ti mismo. De una pistola
apuntada para explotar tu cabeza. De un cuchillo en las muñecas. De
trescientas pastillas tragadas de una sola vez. Y de un coraje o de
un desespero tan grande que llegará trayendo el fin. El tuyo.
«Somebody save me/let your warm hands
break right through/ somebody save me/ I don’t’ care how you do it/just
stay/come down/ I’ve been waiting on you», tú susurras, mientras miras
a la puerta abriéndose.
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Nacido
en 1975, Eldes Ferreira es escritor y profesor de literatura
brasileña. El cuento Save me fue publicado en Sex’n’ bossa
– Antoligia di narrativa erótica brasiliana, en Italia, por la
editora Mondadori, y, en francés, en la
Revue
Arkhaï,
editada en Suiza.
WEB
DEL AUTOR: Ponto Cego (http://pontoscegos.blogspot.com:80/2008/01/
eldes-ferreira-de-lima-contra-o-amor.html)
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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