El pequeño islote
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Eduardo Tolosa
—Es de la clase de sujetos
a los que nadie invitaría a un almuerzo campestre, ya lo creo que
no. Rudo, tosco y de naturaleza extraordinariamente simple, así es
él. Es cierto que sus modales son rudimentarios y se encuentran al
borde de la extinción. Es probable que se debiera a su solitaria vida,
veinte años o más aislado de todo contacto humano lo han afectado
quitándole la oportunidad de reconocer en él todo vestigio de sociabilidad.
Es lo que se conoce como un huraño, un ermitaño, una auténtica rareza
en esta época. Lo encontraron durante una expedición a un islote que
se suponía desabitado, ¡qué equivocados estaban! Me imagino el susto
enorme de aquellos científicos que irían en busca de alguna especie
de ave en peligro de extinción y de repente se les aparece este ser
greñudo y desalineado que hasta ha perdido la capacidad de comunicarse
mediante el habla. Supongo que les habrá gruñido, o se habrá comunicado
con alguna especie de sonido gutural. ¿Qué habrá pasado por la cabeza
de aquel hombre? Décadas de solitaria tranquilidad y de pronto, abruptamente,
un grupo de nerds de laboratorio invaden su islote y para colmo
de males deciden «rescatarlo». Quizás hubiera sido mejor que respetaran
su decisión y lo dejaran allí, rodeado de naturaleza y a salvo de
la «ayuda humanitaria». A veces me pregunto si a ninguno de aquellos
hombres bien intencionados se les ocurrió pensar que reintegrar a
la fuerza a un ser deshabituado a la convivencia humana podría ser
dañino para él, o para los demás. Sé que es injusto tomar partido
ahora, después de conocer todo, pero no creo que una persona sensata
creyera útil para alguna de las partes obligar a este «eslabón perdido»
a reencontrarse con todo lo que le había llevado a tomar la decisión
de recluirse en aquel apartado islote. La hora se acerca y sigo pensando
que esto no está bien. No se puede culpar a un animal por defenderse
instintivamente. No es culpable quien obra por naturaleza y por reacción.
Estamos equivocando el camino, estamos asumiendo una pose de divinidades
por encima de los demás habitantes del planeta. Ya no sólo arrasamos
la vegetación de la superficie del mundo y aplastamos a todas las
especies animales que, nosotros, decidimos que están por debajo del
depredador humano, sino que ahora, con total desparpajo, nos damos
el desvariado lujo de juzgar, sin comprender, los actos de otros humanos
por considerarlos indignos de nuestra especie. Estamos ciegos y la
oscuridad de nuestras mentes nos está impidiendo razonar con claridad.
No es este hombre, por más que su aspecto no nos agrade, menos hombre
o menos libre que los otros. No es este un ser humano de segunda categoría
o desechable. No es, o no debería ser, pasible de ser juzgado sin
primero intentar comprender su perspectiva de las cosas y sobre todo
sus vivencias, que sin duda condicionan su comportamiento. Definitivamente
es injusto nuestro proceder y arbitraria nuestra decisión. ¿Cómo podemos
saber qué piensa este hombre, si ni siquiera sabemos su nombre, edad
o nacionalidad? ¿Cómo podemos juzgarlo o culparlo sin permitirle una
defensa acorde a su estado? ¿Por qué somos capaces de tomar decisiones
soberbias que determinan o condicionan la vida de otros, sin dar la
chance de que estos puedan expresar de alguna manera sus razones?
Estamos asistiendo a la última gota que desborda el vaso. Estamos
en presencia del fin de la inocencia. Estamos asistiendo en forma
pacífica y ovejuna a la extinción de los derechos del hombre frente
al hombre. Estamos comprobando, fatalmente, que los animales más desalmados
y fríos que jamás han pisado la faz de la tierra somos nosotros, nuestra
especie. Somos testigos del ocaso de nuestra pretendida civilización
humanista. La hora de los sueños caníbales se acerca. La matanza se
avecina, es el hombre la bestia abominable que justifica su irracionalidad
con argumentos de pretendida superioridad. Me gustaría saber quién
de los aquí presentes puede asegurar que en el lugar de este hombre
no hubiera hecho lo mismo. Siento un profundo dolor en el alma que
me quiebra las entrañas —dijo el abogado defensor y concluyó así su
alegato final.
Las
horas se hicieron largas e impacientes, sólo él entendía lo que allí
se estaba juzgando. Sus manos temblaban empapadas de sudor nervioso
hasta que le comunicaron que ya estaba la decisión del Jurado. Algo
no estaba bien, habían tardado demasiado poco tiempo. Ahora ya está,
sea cual sea el resultado, él sabía que había hecho su trabajo a conciencia,
no era por una cuestión de honorarios, sino de dignidad y decencia.
—¿Ya
tiene una decisión? —preguntó solemne el Juez.
El
presidente del Jurado asintió con la cabeza y le entregó al alguacil
de sala el pequeño trozo de papel que contenía el destino de un ser
humano. Los nervios le provocaban zumbido en los oídos. Lo que más
le preocupaba era que aquel hombre, aquel eslabón perdido, aquel huraño
del islote estaba allí impávido, calmo en exceso, totalmente ajeno
a lo que en ese recinto se juzgaba. Sus sospechas se hicieron realidad,
no fue suficiente su alegato humanista en una sala llena de bestias
irracionales que guardan respetuosas normas de convivencia y ante
la mínima aparición de un ser distinto, diferente, lo expulsan, lo
niegan, lo arrojan lejos, donde sus ojos y su conciencia no lo vean.
Allí se lo llevan, y él, tan ajeno, lo mira sin comprender su destino.
Es probable que en las horas que éste esforzado e idealista abogado
estuvo defendiendo su causa, él habrá aprendido a reconocerlo y a
valorar su esfuerzo, aunque, seguramente, nunca habrá comprendido
la razón por la cual tanto se preocupaba aquel letrado. La audiencia
terminó, los jurados, los testigos y los curiosos se alejan comentando
sobre «el fenómeno» que allí fue sentenciado. El alguacil se acerca
en amistoso y solidario gesto y le extiende una copia del dictamen
judicial mientras lo mira compasivo, casi con simpatía.
—Gracias
—es lo único que atina a decir, mientras contempla, desconsolado,
el trozo de papel que resume en una fatídica frase sus pensamientos,
y le provocan, a aquel derrotado defensor, imaginarse a sí mismo lejos,
aislado y en paz en aquel pequeño islote apartado. Ese pedazo de hoja,
que correctamente timbrado y sellado sentencia: «Expediente Nº115/48
- 2005/FL - El Estado contra John Doe - Culpable - Silla Eléctrica
- archívese».
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EDUARDO TOLOSA nació en 1964 en
Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay. Es actualmente
escritor, guionista y director de cine y televisión.
PÁGINA WEB DEL
AUTOR: http://www.etcdigital.com/eduardotolosa/
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(ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©)
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