Bajo los impulsos
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José R.
Plens Mor
Manuel recordaba con confusa
nostalgia los tiempos en que ejercía de profesor de instituto,
su existencia por aquel entonces era serena y plácida. En su casa,
todas las tardes y hasta la llegada del cálido atardecer, preparaba
con minuciosidad las materias de clase para el día siguiente; después,
se dirigía al paseo de la pequeña ciudad costera y permanecía sentado
en uno de sus bancos observando el ir y venir de la gente; de vez
en cuando, algún conocido se paraba y departía algunos minutos con
él; aquella rambla siempre le había gustado, los cercados parterres
estaban muy bien cuidados y los tilos, con sus amplias copas, parecían
aislar el paseo del resto de la ciudad. Los fines de semana los ocupaba
en pequeñas reparaciones de la casa y en buscar un lugar cómodo y
tranquilo en el acantilado donde poder pescar con su vieja caña.
Así,
con serena monotonía y sin sobresaltos, transcurría la vida de Manuel.
Así hasta que Ruth irrumpió en ella sin previo aviso.
Ocurrió
una tarde de primavera, cuando en el banco del paseo se acomodó a
su lado una preciosa mujer; Manuel la contempló con disimulo. Su cabello
moreno contrastaba sensual con el albor de su piel, sus ojos grandes
y verdes sostenían una frente limpia; su pequeña y respingona nariz
daba paso a unos labios rojos y carnosos; el delgado cuello entroncaba
perfecto en un armonioso cuerpo, un sugerente escote permitía adivinar
la rigidez de sus pechos; aquel vestido negro le llegaba hasta las
rodillas, de sus piernas entrecruzadas uno de sus muslos se exhibía
provocador; sus zapatos, negros también, se ajustaban con precisión
en sus pequeños pies. Ruth no tardó en sentirse observada, lejos de
incomodarse dirigió la mirada hacia él y le sonrió con naturalidad.
No tardaron en presentarse y después de cruzarse algunas frases sin
importancia, Manuel se sorprendió de su atrevimiento cuando la invitó
a cenar aquella noche.
El
camarero les sirvió los postres, por aquel entonces, el efecto del
vino ya se adivinaba en sus rostros y se confirmaba con sus animadas
charlas; más tarde llegó el cava y finalmente los licores. La timidez
de Manuel quedó fulminada por el alcohol. Mientras estuvieron cenando,
Ruth, al igual que él, describió con brevedad su vida; así supo Manuel
que estuvo casada con un rico comerciante de Barcelona, que no había
tenido hijos y que el divorcio le devolvió la tan codiciada libertad.
Al salir del restaurante, se dirigieron con celeridad a casa de Ruth;
durante el trayecto una ligera brisa primaveral alivió el calor en
sus rostros. Una vez en la habitación no hubo tregua, el poder del
deseo se adueñó de sus cuerpos, ni un sólo centímetro de uno quedo
sin ser explorado por el otro, pocas posturas más hubieran cabido
en aquella lujuriosa noche que acabó siendo el preludio de todas las
siguientes.
Con
el paso del tiempo, el deseo por Ruth se convirtió en obsesión. A
Manuel, las horas de espera que mediaban entre la salida del instituto
hasta el anhelado encuentro con ella se le hacían interminables; en
estos intervalos solía mitigar su ansiedad con tres o cuatro copas
de whisky; desde hacía meses la bebida había intimado peligrosamente
con él.
Manuel,
lenta pero inexorablemente, se fue despreocupando de sus costumbres
y quehaceres diarios. Su metódica vida estaba siendo ferozmente sacudida
por el irrefrenable deseo de sexo engrandecido por la envolvente bruma
embriagadora que le proporcionaba el alcohol.
Así
sucedió que, poco a poco, fue prescindiendo de sus vespertinos paseos,
dejó de lado la planificación de sus tareas académicas y la vieja
caña de pescar quedó definitivamente arrinconada en el altillo de
su pequeño apartamento.
Ruth
se comportaba de otro modo; a diferencia de Manuel, que convirtió
aquellas veladas en el centro de su existencia, ella las concebía
como una parte más del puzzle de la vida, preocupándose con frialdad
de tener bien colocadas las restantes piezas; sobre todo una: la económica.
Así que todos los gastos corrían a cargo de él; además, la colmaba
de regalos, unas veces por iniciativa propia, otras por sutiles sugerencias
hábilmente hilvanadas por ella. Ruth mantenía la cabeza serena, y
consciente del poder que ejercía sobre Manuel lo manejaba a su antojo.
Malos,
muy malos días se le avecinaban a Manuel. Las noches sin dormir, los
excesos etílicos y su escasa alimentación habían hecho mella en él.
Nadie puede mantener encendidos, de día y de noche, todas sus luces,
todos sus volcanes.
En
el instituto, tanto los alumnos como sus compañeros docentes, contemplaban
asombrados como aquél respetado profesor en el que su seriedad, honestidad
y entusiasmo por el trabajo habían despertado la admiración de todos,
se estaba convirtiendo ahora en un personaje huraño, despreocupado,
e incluso a veces agresivo.
En
una ocasión, por el sólo hecho de oír toser a un alumno, lanzó hacia
él, con inusitada violencia, un pequeño libro de bolsillo que por
fortuna el aturdido muchacho logró sortear con dificultad.
Este
cambio en su actitud obligó al señor Costa, así se llamaba el director,
a reprocharle su conducta y a advertirle con severidad que de continuar
así, lamentándolo mucho, tendría que prescindir de él. El director
conocía las circunstancias por las que estaba pasando Manuel, no en
vano Tossa era una ciudad pequeña y más pronto que tarde cualquier
hecho novedoso era conocido por muchos, y más, tratándose, como era
el caso, de nuestro personaje el cual gozaba de cierta popularidad.
Pero
Manuel perseveró en su comportamiento, la voluntad hacía tiempo que
se había alejado de su alma y sólo obedecía a sus impulsos y a Ruth.
Así que el señor Costa, rendido a la evidencia, requirió su presencia
en el despacho de dirección; allí le comunicó el despido, le extendió
un cheque y puso fin a la relación laboral.
—Manuel
debe tener cuidado, no tiene un aspecto excesivamente bueno —dijo
al final el director con tono paternal—. Sé muy bien por lo que está
pasando, si me permite un consejo váyase a descansar unos días; no
le digo que renuncie al placer de los impulsos, al contrario, éstos
hay que explorarlos, enredarse en ellos, tenerlos encendidos siempre;
pero déjelos reposar con alguna pequeña porción de realidad, de lo
contrario acabará bajo ellos. Por cierto —concluyó—, ¡deje de beber
de una puñetera vez!
—Gracias
—dijo Manuel con poca convicción—. No sé qué me está pasando... Yo
siempre he intentado cumplir. Bueno no sé...
Se
dieron la mano y Manuel se dirigió con un suspiro de resignación y
debilidad a la puerta.
Aquella
misma tarde relató a Ruth lo sucedido; ella le escuchaba con atención;
él deseaba vislumbrar en su expresión un atisbo de ternura que aplacara
su angustia, un mínimo de comprensión que ubicara en su agitado interior
un poco de sosiego. Sus pretensiones pronto se desvanecieron. Ruth,
con cierto desprecio, le dijo:
—A
veces pienso que todavía tienes alma de niño, si pretendes que te
compadezca estás equivocado. Así que tú verás lo que haces; empiezas
a ser un problema para mí.
Sin
embargo, pronto cambió de actitud. Manuel, en un intento desesperado
por retenerla, le propuso realizar un viaje al tiempo que le mostraba
el cheque que horas antes le había entregado el director. Ella aceptó
sin dudar y señaló el destino: Mónaco.
Al
día siguiente partieron en el potente deportivo con el que meses antes
Manuel la había agasajado. Una vez instalados en uno de los lujosos
hoteles del bullicioso principado, dieron cuenta de una opulenta cena
y se perdieron en la libertina noche monegasca.
La
asistencia a los casinos, las compras en las boutiques de alto standing,
el desenfrenado consumo de alcohol y las confusas veladas en las discotecas,
se convirtieron en excitante rutina los días siguientes.
Al
cabo de tres semanas, los fondos de Manuel habían disminuido de forma
alarmante; con el acelerado ritmo que llevaban apenas podrían permitirse
cinco o seis días más en Mónaco. Ella lo sabía, él no quería pensarlo.
A todo esto, el aspecto exterior de Manuel empezaba a ser preocupante,
aunque menos que el interior. No paraba de beber; desayunaba con cava,
comía con vino y atravesaba las tardes y las noches envuelto por el
whisky y el vodka.
Al
mediodía solían salir juntos de la habitación para ir a comer al recogido
y acogedor restaurante del hotel; sin embargo, en esta ocasión ella
le precedió mientras él acababa de arreglarse. Después de vestirse
y de dar el último trago, cerró la habitación y se dirigió ebrio a
recepción; tras depositar la llave acudió al restaurante, desplegó
la vista y allí vio a Ruth, estaba en la barra departiendo animadamente
con un elegante joven que la tenía asida por la cintura; Manuel se
les acercó desconcertado; iba a decir algo cuando Ruth se le adelantó:
—Hoy
como fuera, seguramente no volveré hasta mañana, así que no me esperes
despierto.
El
distinguido acompañante miró con superioridad a Manuel al tiempo que,
con suavidad, colocaba una de sus manos en las nalgas de Ruth.
Manuel
fue incapaz de replicar. Cansado y débil volvió a la habitación, recogió
sus cosas y con el dinero que aún le quedaba tomó el primer vuelo
a Barcelona; una vez allí, alquiló un coche, tomó dirección Tossa
y llegó a su casa.
El
sol apenas había asomado. Manuel estaba empapado en sudor, las secuelas
de su vertiginosa vida en los últimos años se podían apreciar con
claridad en su aspecto. Permanecía sentado en la cama; la única bombilla
que colgaba solitaria en la habitación permanecía encendida a pesar
de estar amaneciendo. Un cenicero desbordado, un viejo libro abierto
y una botella de vino dibujaban la vigilia de aquella noche. Manuel
se incorporó con esfuerzo y al acercarse al espejo del armario y mirarse
en él, observó el desolado paisaje de sus rasgos alterados; no se
reconoció. Se sentía mal, esta vez no pasaría como en otras ocasiones
cuando tras descansar dos días, sus ojos volvían a obedecerle, su
corazón latía más sosegado y de sus sienes desaparecía el dolor. Esta
vez no.
Siguió
bebiendo todo el día hasta bien entrada la noche.
Con
paso lento abandonó la casa y se dirigió al acantilado; la luna alumbraba
tenue su flaca figura, su andar cansino; sus delgados brazos pendían
con gesto cansado. Una vez allí, se deslizó a través de las rocas
hasta alcanzar la parte baja; desató uno de los pequeños botes amarrados,
remó mar adentro unos minutos y cuando se hubo alejado lo suficiente
soltó los remos y se sentó en la proa con las piernas colgando hacia
el agua.
Durante
el brevísimo instante del salto, cientos de imágenes se sucedieron
veloces por la cabeza de Manuel: el instituto; el director; el paseo,
con sus tilos; su vieja caña de pescar; Ruth, sentada en el banco
con su vestido negro; miles de botellas vacías; aquella mano en las
nalgas de Ruth. Después frío, luego silencio y enseguida la nada.
Por
la mañana el mar abrazaba su débil cuerpo que se mostraba inerte,
quieto y lento en aquellas tranquilas aguas.
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José Ramón Plens Mor
es un autor natural
de Lérida (España)
jrplens.flexiplan(at)eulen.com
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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