¿Y dónde queda mi imagen?
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Carlos A.
Ramírez Magán
Santiago se detuvo en
el semáforo del cruce de Escardó y Marina. Por el espejo retrovisor
vio acercarse a uno de esos vendedores que ofrecen libros, dulces
y discos; él era un pequeño con cara deslucida, de casi seis años,
con pantalón agrietado, que pareciera haber sido la única vestimenta
que lo hubiera acompañado toda su vida. El niño con sus flacuchos
dedos golpea la luna delantera, de pronto, pone algunos libros al
descubierto. Eran novelas de Bayly, Llosa, y Bryce. Sin necesidad
de bajar el vidrio, Santiago agradece la deferencia. El semáforo se
puso en ámbar, colocó primera y aceleró.
Al
cruzar la Avenida Universitaria vio en el paradero que está cerca
de esos videos, pub y discotecas que son una peor que la otra, a un
amigo que había dejado de ver hace muchos años; él vestía una camisa
azul con mangas, y un jeans celeste. Santiago se detuvo junto a él,
tocó el claxon, Marco, dubitativo, ajustó sus ojos y pausadamente
se acercó.
«Creo
que si dijera que fueron ocho años que lo dejé de ver es poco. Lo
invité a subir, la gente puede engordar, caérsele el pelo, crecerle
la barriga, o aparecerle un grano en la cara, pero la fisonomía del
rostro no cambia, eso es seguro. Nos dimos un apretón de manos y un
fraternal abrazo, e iniciamos la plática recorriendo las transitadas
calles de San Miguel.
De
inmediato bajé el volumen a seis, estaba oyendo al grupo peruano Concreto,
muchachos que hacen música hard rock y que buscan alguna vez
salir de ese anonimato maldito que hace desfallecer a muchos en el
intento.
Qué
frustrado y pequeño me sentía al oír pasar grandes voces, buenos sonidos
por Barranco, y no poder hacer nada por tratar de difundir el talento
que corrían por las venas de esos prodigiosos muchachos… Músicos que
morirán —ruego que no sean muchos— sin haber podido llenar siquiera
de bote a bote La Noche, pequeño lugar nocturno, pero uno de mis preferidos
al momento de ir en busca de música y algo de distracción.
Le
propuse a Marco bajar en algún lugar, para tomar algo mientras platicábamos
con más tranquilidad, sueltos de huesos, porque siempre me gustó hacer
las cosas bien hechas; bien te puedo correr a cien por hora por el
serpentín de la Costa Verde, o te puedo dar una buena conversa hasta
el amanecer, pero sólo una cosa bien hecha, ok.
Recuerdo
que el lugar donde caímos se llamaba Don William, tenía un antiestético
nombre pero era el único lugar en la que en esos momentos se veía
algunas sillas libres. Porque nunca me gustó esperar que alguno levantara
su humanidad para ocupar su lugar recién salido del horno. Qué feo.
Sin perder más tiempo nos ubicamos. Pedí un par de botellas heladas,
en menos de quince segundos el pedido estaba sobre la mesa, el mozo
que nos atendió nos la trajo como por arte de magia, inmediato, esta
vez no tardaron nada, seguro que pensó que su propina de la mesa diez
sería provechosa, pero el tipo se equivocó, al final no le dejamos
nada de nada, luego les cuento por qué sucedió… La plática se inició
como una carrera de caballos, con vehemencia, atropellando uno al
otro. La última vez que conversé con Marco fue cuando me visitó en
casa para dejarme empeñado unos discos; recuerdo que por una media
docenas de discos originales de Maná, Bon Jovi, Calamaro, Jarabe de
Palo, los otros dos no me acuerdo, le di a cambio cien dólares, después
desapareció del panorama, su teléfono lo cambiaron, su carrera en
IPAE lo abandonó, caballero, tuvo que regresar a Piura, terruño de
sus papás para cuidar de su flacuchenta vaquita y su carachoso chancho.
Ya
habían transcurrido más de ciento veinte minutos, para ese tiempo
nos habíamos tomado casi diez botellas, o estábamos en la décima,
para no mentir, cuando Marco saca su billetera de su bolsillo. Interiormente
dije: Ah, qué bueno, va a pagar la cuenta…Pues mi tarjeta andaba en
cero… El muy zángano se atreve a sacar dentro de un billete de diez
soles un cigarrillo de marihuana, aplastadito, roto de un lado, pero
uno bien armadito, yo por dentro maldigo las malas costumbres que
había aprendido este pobre infeliz… Quién imaginaría que el muchachito
de ojos rasgados, mirada vivaz, cabello crespo y que terminó la secundaria
en la carpeta de al lado se había convertido en un reverendo fumón
de M. ¿Quién lo habría creído?, ni Rafael, el más vivaz de clases,
lo hubiera imaginado ni es sus más crueles pensamientos. El muy tonto
en voz baja me dice:
—¿Lo
prendo? —lo agarré del hombro con rudeza y con disimulo le respondí:
«Anda y préndelo en el baño». Me tenía que hacer caso. Hasta el momento
yo pagaba las cervezas y el regreso a su casa corría también a mi
cuenta. A decir verdad, Marco seguía igual de misio, igualito. Recuerdo
las veces cuando le invitaba al kiosco para comer unos panes con carne
durante el recreo. Íbamos conversando, dando vueltas como trompos
por los pabellones. No había cambiado en nada. Esa vez estaba igualito
de misio. Fue misio toda su vida.
Tardó
cerca de cuatro minutos, casi cinco, cuando sale del baño dando tumbos
de un lado a otro, y para colmo, bota el apestoso, pestilente humo
fuera del inodoro, qué tonto fue esa vez, todos los clientes que estaban
allí sentados en sus respectivas ubicaciones se habían percatado que
estaba yo, sí yo, Santiago, estaba junto a un reverendo fumón como
Marco. Así que apenas pudo el susodicho topar su silla con sus agrietados
dedos, agarré primera y arranque, fugué del lugar. ¿Y dónde queda
mi imagen?, el orgullo, el cliché y todo eso delante de esa gente
que estaba allí. Qué carajo, la décima botella quedó por la mitad….».
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CARLOS ALBERTO RAMÍREZ MAGÁN
(Lima, 1977), es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y
Diseñador Gráfico Publicitario; ha trabajado como redactor periodístico
en diarios y revistas.
Web del autor:
http://www.carlosramirezm.com/
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Los
amigos que se perdieron ·
Novia de nadie
(ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©)
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