Canción para un atardecer
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Alicia Cabrera
Nunca consideró que
aquello podría suceder pero pasó. Caía la tarde, una hermosa tarde
de otoño, su estación preferida. Sentada en un banco del parque como
todas las tardes desde que le había conocido, recordaba lo acaecido
los últimos años de su vida.
Ahora
podía pensarlo sin prisas, repasar lo vivido, la soledad de los años
la cercaba y era una manera de escapar de ella. Se rendía una y otra
vez al recuerdo de aquella historia de pasión, que por otra parte,
siempre le había parecido irreal para los tiempos que corrían. Un
amor que la había despertado del letargo en que se había convertido
su existencia, que le había dado las alas precisas para ser ella misma.
Siempre
creyó que había sido feliz en su matrimonio, hasta que un día se encontró
con un divorcio que la cogió por sorpresa, su marido había encontrado
otra más joven, más escultural, más simple. Ahora llevaba seis años
de soledad no buscada, al final terminó acostumbrándose a ella.
Aborrecía
el trabajo que tenía aunque no le quedaba más remedio que soportarlo.
No tenía familia, ni hijos, él nunca quiso tenerlos y ahora podrían
haberle hecho compañía. Llegó a la conclusión de que hubiera sido
una forma de posesión, unas redes de las que él no habría sabido escapar
y así accedió a sus deseos de no tenerlos. Siempre pensó que era lo
único que echaba de menos.
Pero
para llenar ese vacío y algunos otros de los que no era consciente,
se sumergía en la belleza que le rodeaba. Era lo único que la hacía
sentir que estaba viva, sentarse en el rincón que había elegido en
el parque del Retiro a leer poesía, a escribir sus pensamientos, sólo
para ella. Nunca mejor definido el nombre de su lugar preferido: El
Retiro, era su refugio aún a la vista de todos.
La
belleza de la música era su tesoro, siempre que podía acudía al Teatro
Real pero nunca a los estrenos, era muy difícil conseguir entradas
y, hacer largas colas para ello era algo que con los años ya no podía,
aunque se perdiera lo más placentero de ellas, ir a la churrería del
pasaje de San Ginés a por unos deliciosos churros para hacer más corta
la espera.
De
esas largas colas había logrado algo bueno, había trabado amistad
con uno de los empleados del teatro y éste le dio la solución para
entrar sin hacer colas. Le dijo que fuera siempre cuando asistía el
cuerpo diplomático y a una señal suya entraba con los demás, así consiguió
ver muchas obras que no hubiera podido disfrutar. Con el tiempo hizo
buenos amigos que le abrieron las puertas para conocer los entresijos
del Teatro.
Una
de esas noches, nunca la podría olvidar, coincidió con un caballero
muy alto, también hacía lo mismo que ella para poder disfrutar de
lo mejor. Sólo que él le sacaba unos cuantos años, al menos veinte,
tenía el pelo casi blanco, pero eso no impedía que aún conservara
su porte distinguido y unos ojos grises brillantes con una luz que
nunca había visto en ningún otro hombre.
Quizá,
simplemente era porque el marco era el más adecuado para conocerse,
quizá el momento era el elegido por el destino para encontrarse. Quizá,
porque Tristán e Isolda era la mejor música posible para esa
noche, la cuestión es que fue una noche inolvidable.
Su
marido nunca la acompañó al teatro, ese era un placer que aunque había
intentado compartir con él, nunca entendió. Así que descubrió que
asistir sola, sin nadie que la molestara, era uno de los momentos
que más goce le producían.
Pero
esa noche, al coincidir con aquél caballero, decidió que podía ser
una buena compañía, y le propuso que se sentaran juntos. Su común
amigo se las arregló para que eso fuera posible, y así pudieron hacerse
compañía.
Fue
una noche mágica, quién sabe si por la música, tal vez por la novedad
de tener a alguien a su lado que compartiera la belleza, que supiera
deleitarse y participar de los mundos a los que era capaz de trasladarles.
Salieron
del teatro satisfechos del concierto, había sido muy bueno y no paraban
de conversar sobre ello. Resolvieron prolongar la charla tomando algo
caliente en el Café de los Austrias que se encontraba muy cerca, y
no platicaban de otro objeto que no fuera la música.
Él
la había estudiado en toda su profundidad pero que no se refería sólo
a una buena o mala ejecución de la partitura sino al concepto mismo.
¿Qué era realmente la música? Según los sufíes a los que había estudiado,
en todas las ocupaciones de la vida en las que la belleza ha sido
la inspiración, hay música. No debía tomarse como un entretenimiento
o un pasatiempo, «sino como el arte más sagrado de todos, porque es
aquello que el arte de pintar no puede sugerir, aquello que la poesía
necesita explicar con palabras, y que cuando el poeta no puede expresar
se puede hacer con música». Ella le miraba atónita de tantas cosas
que sabía y que le estaba revelando.
Se
cayeron bien desde el principio y descubrieron que tenían muchas cosas
en común aparte de la música, los dos escribían poesía y se citaron
para tomar un café en el mismo lugar al día siguiente y compartirla.
Se convertiría en una costumbre, y poco a poco fueron conociéndose,
primero compartieron la música, al instante la poesía, un café vienés
y terminaron compartiendo la pasión por la vida.
Sólo
había un inconveniente y es que él estaba casado y con dos hijos ya
mayores. Se había casado porque en aquella época era la mejor chica
que había encontrado, pero se había equivocado. Él no era del mundo
corriente, era demasiado sensible para lo que le rodeaba. Debió ser
músico, tenía talento para ello, en su juventud había sido un buen
pianista e incluso había compuesto algunas obras que había llegado
a tocar en algunos locales.
Pero
se dejó llevar por las decisiones de su padre que le aconsejó que
lo mejor para ganarse la vida era ser ingeniero industrial y así lo
hizo. Consiguió un buen trabajo en una multinacional, tenía una familia
tradicional y una vida normal. Pero él nunca había sido normal y nunca
lo sería. Su mujer era de las que jamás se preocupaba más que de las
revistas del corazón, de los trapos y de exigirle dinero para vivir
sin hacer absolutamente nada. Ni siquiera compartía con él sus pasiones,
le decía que era un loco soñador y se convirtió en un solitario. Se
refugiaba en su música, en su poesía y la sabiduría de las diferentes
religiones del mundo. Las había estudiado todas en búsqueda de la
verdad, y concluyó en recoger de cada una de ellas lo mejor y construirse
su propia verdad.
Llevaba
años sin tener relaciones con su mujer, ni siquiera dormían en la
misma habitación, pero a pesar de ello no era mujeriego. No le faltaron
oportunidades, en cualquier sitio las había y alguna vez lo había
intentado pero cuando llegaba el momento buscaba alguna excusa y se
marchaba. No podía, no por el remordimiento de serle infiel a su mujer,
sino porque aunque eran mujeres bellas, no tenían nada más que el
exterior.
Pero
con Andrea era diferente, se había enamorado de su alma de artista,
de su sensibilidad, luego de su físico. Ella era atractiva y la alegría
que era estar con él le había devuelto la luminosidad a sus ojos verdes.
Siempre
fue sincero con ella, desde el principio supo que estaba casado, pero
a ella no le importó, por fin había descubierto lo que se dice tantas
veces y que es muy difícil en la vida, un alma gemela. Alguien capaz
de entenderla, de disfrutar de las mismas cosas y de amarla sin condiciones
y, sin condiciones ella se entregó. La pasión surgió entre ellos de
la misma manera que fluye la música en el interior de una cascada,
suave, armónica y constante.
Vivieron
años de auténtica placidez y armonía hasta que él por fin consiguió
el divorcio. La ceremonia de su boda sólo fue un trámite burocrático
para que ella no quedara desprotegida en la vejez, porque en realidad
se habían casado un cinco de mayo de aquel año en el que se conocieron.
La estancia era sencilla, porque Andrea era una mujer sencilla pero
que necesitaba de la armonía a su alrededor para vivir. Estaban solos,
no necesitaban a nadie, ni testigos ni papeles. Sólo la música, una
mirada de consentimiento y nada más que la pasión que les inundaba.
Ahora
ella lo recordaba sentada en su banco del parque, él ya se ha ido
y pronto se reunirán. Caía la tarde, una hermosa tarde de otoño, su
estación preferida.
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ALICIA CABRERA,
(Tenerife, 1966). Historiadora, en sus inicios se dedicó a la arqueología
hasta que por circunstancias de la vida se decidió profesionalmente
por la biblioteconomía y la archivística.
Pintora autodidacta, soñadora y aprendiz de escritora, actividad esta
última en la que lleva muy poco tiempo pero que descubrió que era
su otra vocación después de la pintura.
aliojosverdes[at]yahoo.es
IMAGEN RELATO:
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