La amnésica
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Francisco
Arsis
Una insólita y desconcertante
mañana, desperté en el que se suponía era mi dormitorio, padeciendo
una amnesia total y sin ser capaz de recordar absolutamente nada sobre
mi propia vida. Ni siquiera podía reconocer al hombre que compartía
conmigo aquella cama, y que parecía dormir plácidamente, posando uno
de sus brazos sobre mi abdomen.
Al levantarme y comenzar
a deambular por el resto de las habitaciones, comprobando atónita
que todo me resultaba desconocido, podía notar cómo la angustia iba
apoderándose de mí poco a poco. La casa, los muebles, aquella extraña
escalera en forma de caracol… todo era nuevo para mí. Sentía que no
era una situación normal. ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Estaría en mitad
de un sueño, de una horrible pesadilla? Pero no, aquello era real,
terriblemente real. Y lo peor era que desconocía por completo qué
debía hacer a partir de ese momento.
Dos niños de entre seis
y ocho años dormían en una de las habitaciones adyacentes al dormitorio
supuestamente conyugal. ¿Serían nuestros hijos? ¿Cómo no era capaz
de recordar algo tan importante? Presa del pánico, me miré en el espejo
de uno de los dos cuartos de baño que la casa poseía. Aquel rostro
que aparecía reflejado no me decía nada, y al pánico se unía ahora
el abatimiento tras constatar que en verdad me sentía incapaz de recordar
quién era yo y qué hacía allí, en aquella extraña casa donde nada
tenía sentido.
De repente, el hombre
que apenas unos instantes compartía la cama en que yo había dormido,
se abalanzó sobre mí con furia, tirándome del pelo y arrastrándome
literalmente de nuevo hasta la habitación. Con una de sus manos tiraba
de mi pelo, mientras que, con la otra, se apresuraba en cerrar la
puerta del cuarto donde dormían aquellas criaturas. El dolor producido
por el tirón de pelo resultaba insoportable, y apenas me dejaba reaccionar,
dejándome sin aliento y con el miedo pegado en el cuerpo.
Estaba claro lo que pretendía.
De nada hubiese valido intentar rechazarlo. Me lanzó con furia sobre
la cama, estirando mis brazos y abriéndolos en cruz, sujetándolos
con sus manos e imposibilitando así cualquier escapatoria por mi parte.
Comenzó a besarme, y una sensación de repugnancia me invadió, y aunque
intentaba zafarme de él, resultaba poco menos que imposible.
Aunque tuviésemos una
relación, yo no recordaba nada, y para mí no era sino un desconocido
como cualquier otro. Incluso su cara, sus gestos, todo me asustaba.
Intenté resistirme, a pesar de todo, aunque sin decir nada ni emitir
un sólo grito. Únicamente algún que otro sonido gutural que salía
de mi garganta, producto de los forcejeos al intentar escapar de aquel
incesante acoso. Pero nada pude hacer. Su descomunal fuerza, unido
a mi debilidad física, podía con todo. La violación se consumó, quién
sabe si una vez más entre muchas hasta ese día y que yo no podía recordar,
por mucho empeño que pusiera.
Cuando terminó, dejándome
tirada como una vulgar colilla, encogida en la cama presa de un inevitable
dolor y aturdimiento al mismo tiempo, se apresuró a vestirse en silencio,
sin decir esta boca es mía, como si nada hubiese sucedido. Tan sólo
al finalizar aquella tarea rutinaria, lanzó con voz gruesa, autoritaria:
—Haz el desayuno ya,
pues sólo me quedan quince minutos antes de ir al trabajo.
Acaté sus órdenes sin
demora. Al menos, parecía lo más sensato en aquellos instantes. Ni
siquiera me molesté en decir nada. Esperaría a tener la ocasión de
hablarle a su vuelta, después de reflexionar con detenimiento sobre
lo que pudiera estar sucediéndome o lograr recordar con exactitud
quién era yo y qué hacía allí.
No sucedía lo mismo a
la hora de atender en la cocina. Podía recordar cómo hacerlo. Resultó
en apariencia algo muy sencillo freír un par de huevos, con sus correspondientes
lonchas de jamón. Suponía un alivio no haberlo olvidado, pues temía
la reacción de aquella especie de mastodonte.
Una vez que se hubo marchado,
se despertaron los niños.
—¿Aún no recuerdas nada,
mamá? —dijo uno de ellos, el más alto y con toda seguridad el mayor
de los dos.
—No, ni siquiera sé vuestros
nombres —respondí, mirándolos fijamente a los ojos.
—Ya lo sabemos —manifestó
el otro—. Todos los días nos lo preguntas. Somos Daniel y Enrique,
mamá.
—Lo siento mucho…
—Oh, no te preocupes
—dijo de nuevo el primero—. Papá dice que es cuestión de tiempo. El
médico le ha dado esperanzas. Te recuperarás, ya lo verás.
—¿Qué me sucedió? —inquirí,
tratando de encontrar en su respuesta algo que me hiciese recordarlo
todo.
—Papá dice que te golpeaste
la cabeza sin querer, al desmayarte un día, y que por eso has perdido
la memoria.
—¿Cuándo fue? —pregunté
de nuevo.
—Hace unos días. Pero
no es la primera vez que te caes. Nosotros lo hemos visto. Es decir,
hemos visto tus moratones. Te aparecen a menudo. Un día es la cabeza,
otro un brazo. Cuando no, en la espalda…
—Sí, papá dice que eres
epiléptica, y que es algo que no tiene cura —acabó diciendo el más
pequeño.
—¿Y vosotros, me habéis
visto caer alguna vez?
—No, nunca. Te ocurre
siempre cuando estás con papá.
Nada más irse los niños
al colegio, intenté hacer varios esfuerzos por recordar, resultando
totalmente infructuoso. En cambio, una horrible sensación de pánico
seguía invadiéndome, acrecentándose por momentos. Aquel hombre era
el causante de ello, y en verdad que temía su regreso. Sin embargo,
debía mostrar entereza e intentar plantarle cara. Registré concienzudamente
la casa, buscando los informes médicos que refrendasen mi supuesta
enfermedad, sin tener éxito alguno. ¿Los tendría él guardados? Me
sentía incapaz de comprender lo que me estaba ocurriendo, aferrándome
a la posibilidad de estar viviendo una auténtica pesadilla, por más
que me pellizcase y reconociese que no se trataba de un sueño, sino
la pura realidad.
Mi corazón se aceleró
en el instante en que escuché como se abría la puerta de la casa,
comprendiendo que él había regresado.
—¿Y la comida? –fue lo
primero que salió de sus labios, aún sereno, al entrar en la cocina
donde yo me hallaba en aquellos momentos.
—Yo… no sabía qué hacer.
La nevera está casi vacía, y no tenía idea de qué comprar o qué te
gusta comer, por no decir que ni siquiera sé donde se guarda el dinero
en casa.
—Sigues utilizando ese
teatro conmigo, ¿verdad? —dijo, aumentado el tono de su voz, amenazante—.
¿Tanto me odias? Dímelo, que quiero oírlo. ¿Qué es lo que pretendes?
Sé que me tomas el pelo, y no voy a dejar que lo hagas más. ¿Me oyes?
¡Ven aquí!
Su tono resultaba aún
más autoritario que la vez anterior. Apabullante.
—¡Ven aquí te he dicho!
—gruñó de nuevo.
—¿Qué… qué pretendes?
—inquirí, nerviosa y terriblemente asustada.
—Poner las cosas en su
sitio. No volverás a jugar conmigo. Se acabó, Susana.
—¿Se acabó, el qué? ¿Por
qué no recuerdo nada? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Dónde están los informes
médicos? Los niños han dicho que perdí la memoria, y es verdad, porque
no soy capaz de recordar nada. Y luego están esos ataques epilépticos…
—Te he dicho mil veces
que no hagas preguntas, que te calles. ¿Tan difícil te resulta comprenderlo?
Tu obligación era cuidar de la casa, hacerme la comida, y dejarte
de monsergas. Pero tú sigues haciéndome perder la paciencia.
—Esto que está ocurriendo
no puede ser verdad. No recuerdo nada sobre mi vida, y eso te incluye
a ti y a los que se supone son nuestros hijos. Ni siquiera tengo claro
de que seas mi marido —repliqué, cada vez más asustada.
—Estás loca, y yo voy
a terminar con eso ahora mismo —masculló, asiéndome con furia del
brazo.
Resultó inútil lograr
zafarse de él, para echar a correr huyendo de aquella maldita casa
y de todo lo que representaba. Y no fue sino mi perdición. La paliza
propinada por aquel brutal hombre comenzó a ser tal, que de inmediato
comprendí que podía significar mi muerte segura.
Sus puños descargaban en mi cuerpo por todas partes, llenándome de
tremendos moratones y haciéndome sangrar por la nariz y por la boca,
amén de múltiples patadas en el estómago y empujones que hacían terminar
con mis huesos en la pared o sobre cualquier mueble, inundado mi cuerpo
de terribles magulladuras. Finalmente, perdí el conocimiento, dando
paso a la negrura más absoluta.
Una semana más tarde,
el panorama continuaba siendo el mismo, con idénticas escenas y sus
correspondientes palizas demoledoras. Él seguía aprovechando una y
otra vez la ausencia de los niños para castigarme brutalmente, y dado
que yo no me atrevía a salir de la casa ni a utilizar el teléfono
con la intención de pedir ayuda ante sus amenazas de muerte, tampoco
nadie podía ser testigo de sus atrocidades. Y, por increíble que parezca,
yo aguantaba estoicamente cada una de aquellas embestidas, aunque
por dentro mi corazón y mi alma se desgarraban de dolor, asumiendo
aquél incompresible destino que la vida me había deparado.
Entonces, aquella misma
mañana, nada más levantarme, y justo una semana después del supuesto
inicio de mi estado amnésico, mi conciencia experimentó un cambio
sutil acompañado de una extraña sensación de paz, como si todo en
mí se renovase, en cuerpo y alma. Y una especie de autoanálisis brotó
en mi mente, como un claro examen psicológico de mis propios actos,
sin saber con exactitud a qué actos se refería, pues nada de mi pasado
lograba recordar. Sin embargo, podía sentir una extraña sensación
de culpa, algo especial que surgía en esa conciencia que me repetía
una y otra vez en el cerebro que, en algún momento de mi vida, o quizás
en otra vida, yo había tenido un comportamiento tan negativo o más
que aquella persona que decía ser mi marido, y que ni siquiera tenía
claro que en realidad lo fuese.
De aquel estado emocional
pasé a sentirme inmersa en un mar de ensueños, tumbada en la cama,
cuando apenas unos segundos antes me hallaba de pie en la cocina,
preguntándome cómo había podido ir a parar de un lugar a otro sin
ser consciente, y donde tampoco lograba alcanzar a comprender con
claridad si vivía la realidad o había experimentado una fatal y horrible
pesadilla.
Y justo en el momento
en que esas últimas palabras se introducían en mi cerebro, repitiéndolas
sin cesar, fue cuando comencé a escuchar en la lejanía una voz que
se iba acercando a pasos agigantados hasta vibrar en mis oídos, y
que me repetía sin cesar: «Juan, despierta Juan, estás teniendo una
pesadilla»…
Súbitamente me incorporé
en la cama, notando como enormes gotas de sudor inundaban mi frente,
mientras que un terrible e inesperado dolor de cabeza me hacía gritar
con furia, sin comprender cómo aquél sonido gutural pero grave a la
vez podía haber salido de mi garganta. Y, entonces, al observar a
la persona que había a mi lado, una mujer que parecía ser mi vivo
retrato, fue cuando la cruda verdad brotó en mi cerebro con toda la
inmensa claridad que hasta ese momento había resultado por completo
imposible.
Los papeles habían sido
invertidos durante aquél horripilante sueño, porque al fin comprendía
que todo había sido producto de mis ensoñaciones, y ni yo era mujer,
ni jamás había recibido semejantes palizas en la vida, y por supuesto
ni siquiera era amnésica. En realidad yo era el marido que golpeaba,
maltrataba y humillaba a su mujer, habiendo probado su propia medicina,
y con toda la justicia del mundo. Porque a pesar de tener el pleno
conocimiento de que aquella aterradora semana no había sido más que
una terrible pesadilla, lo había sentido como real, tanto que aún
la duda restallaba en mi maldito cerebro.
Pero no… ahora la verdad
resplandecía, y mi mujer me observaba llorando a lágrima viva, agazapada
tras la almohada, temiéndose lo peor al ver mi penoso estado, sumido
en el más puro desconcierto y con los ojos casi fuera de sus órbitas.
Me levanté de la cama
despacio, aún medio hipnotizado tras el conocimiento de la auténtica
verdad, pero recuperando poco a poco mi verdadero yo, mientras observaba
a Susana, aquella pobre mujer a la que yo había matado en vida, infringiéndole
aquellas brutales palizas que, al fin y al cabo, había probado en
mis propias carnes, y ya no sólo el dolor físico, sino el dolor psíquico
y moral, tal vez igual o incluso más devastador que el primero.
—Susana, no temas. No
te haré daño. He tenido una pesadilla, pero insignificante si lo comparamos
con la que tú has vivido estos años que hemos compartido juntos… tan
insignificante que me avergüenza incluso nombrarla. Nunca volverás
a recibir ese trato por mi parte. Pero aún así, no creo que pueda
recibir jamás tu perdón. Además, yo nunca podré tener la conciencia
tranquila por mucho tiempo que pase. Por eso, me marcho, Susana. Te
prometo que me alejaré de tu vida lo suficiente para que nada puedas
temer…
Ella aún intentó, a pesar
de todo, retenerme. Y yo no podía entender que aún me amase, cuando
había sido su peor y más terrible enemigo. Resultaba increíble comprobar
cómo una mujer podía amar tanto, y en cambio un hombre llegar a
ser tan despiadado y cruel. A pesar de todo, me marché. Ella necesitaría
tiempo para curar sus heridas, y yo para lograr algún día ser una
persona con corazón y alma… porque hasta ese momento, juro por dios
que nada de eso tuve…
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FRANCISCO ARSIS CAEROLS
nació en Alcoy (Alicante), en 1966. En 1998, fue finalista en el 4.º
Certamen Literario de relatos breves organizados por Libros Diez con
el relato Claro de Luna.
Ha publicado sus relatos en prensa y medios digitales y, así mismo,
la novela Aventura en el pasado
(ISBN: 84-96379-70-1).
Página del autor: http://www.galeon.com/franciscoarsis/
* ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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