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Vecinos
José Miguel Sanfeliú


Por muy individualista que se sea, por mucho que te limites al mero saludo de cortesía cada vez que te cruzas con alguien en el portal, la verdad es que cambiar de domicilio conlleva entablar distintas relaciones con gente que, de entrada, no te interesa lo más mínimo. En mi caso, prefiero incluso evitarlas. Sin embargo, tarde o temprano te ves obligado a darte a conocer, a contestar rigurosos interrogatorios disfrazados de amables conversaciones que se caracterizan por la vacuidad.

Cuando me cruzaba con alguno de mis vecinos en el ascensor, cosa que yo intentaba evitar retrasándome deliberadamente al recoger el correo o saliendo de nuevo a la calle con el pretexto de haber olvidado comprar algo, siempre me preguntaban: ¿Usted es el nuevo vecino? Y yo les decía que sí, que era el nuevo vecino. ¿Y a qué se dedica?, era la segunda pregunta. Entonces un sinfín de disparatadas respuestas me cruzaban la mente: torero, detective, lavacoches, proxeneta, asesino de masas... Pero siempre terminaba contestando que era escritor. Bueno, casi siempre. Y también eso era mentira.

En todos los barrios existen algunos elementos que desempeñan una labor que podríamos llamar de relé. Recogen información, la completan a su gusto, la adornan un poco y la relanzan en diferentes direcciones. Uno de estos elementos era el dueño del pequeño ultramarino que había en la esquina. Se trataba de un moro al que todos llamábamos Mohamed y cuyo sistema de ventas consistía en hacer un saldo de vez en cuando, sin previo aviso, simplemente contabilizaba tu compra y, si se le terciaba, decía: ahora divido por dos por ser para ti mitad de precio la casa por la ventana.

Cuando comprendí que el tal Mohamed era el principal responsable de la radio Macuto del barrio, decidí marearle un poco. Cada día le contaba algo diferente sobre mí mismo. Un día le decía que estaba deprimido porque se me había muerto un paciente en la sala de operaciones y, al otro, le contaba que me había despedido de la fábrica de quesos en la que trabajaba como repartidor.

Un día me dijo:

—¿No era agente de seguros usted?

—No —reconocí. Le mentí.

Y desde entonces no volvió a preguntarme nada más y se dedicó a decirles a mis vecinos que yo era un hombre muy extraño.

Al menos, eso fue lo que me contó Martín. No sé qué le has hecho a Mohamed, me dijo, pero le tienes verdaderamente cabreado. Yo sonreí y no dije nada. Martín vivía en mi mismo rellano y estoy seguro de que se pasaba el día pegado a la mirilla de su puerta, pues no había vez que no me cruzase con él al salir de casa. Era un tipo gordo que siempre vestía chándal y se pasaba la vida sonriéndole a todo el mundo. Hola, qué tal, cómo va eso, decía siempre sin variar ni un sólo acento. Al principio yo intentaba ser amable y le devolvía el saludo: bien, ¿y tú?; pero cuando me di cuenta de que mi respuesta le era indiferente, dejé de contestarle, lo cual admito que no pareció inmutarle lo más mínimo.

En cierta ocasión, mientras giraba la llave en mi cerradura, escuché cómo se abría su puerta y, al momento, su voz meliflua me rozó el cuello.

—Hola, qué tal, cómo va eso.

Le miré pero no dije nada, entonces prosiguió.

—Esta tarde televisan el partido Atlético de Madrid Barcelona. Los ánimos están al rojo vivo. ¿Te gustaría verlo conmigo? Compraré cervezas y patatas fritas y nos repanchingaremos en el sofá.

Le miré con extrañeza. Sonreía y tenía los mofletes colorados y me di cuenta de que se estaba quedando calvo prematuramente.

 

—No entiendo cómo a la gente le puede apetecer asistir a los campos de fútbol —prosiguió—. Además, cada vez es más arriesgado. Te la juegas, y más en un partido como éste, donde gran parte de los «hinchas» son delincuentes comunes. La gente debería ir a los campos de fútbol con casco, ¿no crees? —Y se puso a reír —luego, continuó: —Bueno, ¿Qué me dices? Lo pasaremos bien. Anímate.
 

Sus manos se retorcían en el interior de los bolsillos de su luminoso chándal amarillo, la papada le temblaba como la carúncula de un pavo y sus pupilas iban de mi rostro al suelo con nerviosa rapidez. Sentí pena por él, no sé por qué. Le miré, carraspeé, sonreí y me resultó imposible negarme a su invitación. Ni siquiera tuve valor para explicarle que a mí no me gusta el fútbol, algo que en este país es un imperdonable pecado.

Convinimos en reunirnos a las siete y, a pesar de que pensé en la posibilidad de retrasarme deliberadamente (media hora tal vez, o un poco más), el caso es que llegué con exagerada puntualidad.

Todo estaba lleno de migas: el suelo, la desnivelada mesa del comedor, el banco de la cocina, las sillas..., hasta la parte frontal de su chándal se veía cubierta por restos de comida. Nos sentamos en un sofá bajo, de tela gris, separado del televisor por una pequeña mesa cubierta por cuencos de barro repletos de patatas fritas, cacahuetes y palomitas de maíz. Martín estaba contento y se puso a ir de un lado a otro sin borrar la sonrisa de su cara. Su conversación quedó reducida a radiar sus movimientos, hábito adquirido sin duda a causa de una existencia solitaria. Iré a por unas cervezas bien frías, decía, y nos pondremos cómodos..., voy a limpiar un poco todo esto, perdona el desorden..., encenderé el televisor..., y cosas así.

El partido no había comenzado aún. Un noticiario hablaba de un fantasma que aparecía por las noches en el estanque del Retiro, en Madrid. Se trataba de una joven, cubierta con una gabardina, de pie sobre una barca. Un aficionado la había captado con su cámara de vídeo y en la televisión mostraron la película, dieron la noticia y después, al final, dijeron que aún se estaba investigando la autenticidad de la cinta, que podría tratarse de un montaje. ¡Pero bueno! Me indigna ese tipo de noticia basura. ¿Por qué no investigan primero e informan después?

—Caray, lo han fotografiado —dijo Martín sentándose a mi lado. —Las historias de fantasmas me ponen los pelos de punta. Menos mal que no vivimos en Madrid.

—Podría ser un montaje.

—Si pensasen que es un montaje no lo habrían puesto en la televisión. Eso lo dicen para no alarmar a la gente.

 

Vaya una lógica aplastante la suya. De modo que tenía junto a mí una mente mediatizada por un pequeño aparato de catorce pulgadas, en color, con mando a distancia y cubierto de migas diseminadas alrededor de la fotografía de una mujer. Ya te he calado, amigo, te pasas la vida encerrado entre cuatro paredes, creyéndote lo que oyes en el televisor y configurando con ello una pobre visión del mundo. Su cabeza debía estar hueca. Le miré. Su tripa, enorme, subía y bajaba, y tenía los pies apoyados en la mesita y comía palomitas a puñados. Sus ojos miraban fijos la pantalla, como hipnotizados por ella. Cuando empezó el fútbol se revolvió en el sofá con un gesto de excitación. Dejó de hablar, dejó de pestañear, pero continuó comiendo mecánicamente. De vez en cuando, saltaba y pronunciaba un encendido comentario sobre una jugada o dejaba escapar una palabrota. Yo, por mi parte, prefería entretenerme elaborando teorías sobre la personalidad de la mujer de la fotografía que, desde lo alto del televisor, parecía mirar directamente a Martín. Era una mujer morena, de pelo largo y rizado, rostro muy maquillado, ojos castaños y una expresión que no dejaba traslucir ningún tipo de sentimiento. Calculé que debía tener más o menos la misma edad que Martín. ¿Su hermana, su amante, su mujer? Tal vez estaba o estuvo casado, quizá era viudo. Estuve calentándome la cabeza con estas cuestiones, elaborando trágicas historias de amor, dramáticas tragedias familiares, algo emocionante escondido en un cuerpo de apariencia vulgar. Tal vez era un conquistador, un rompecorazones. Y en lugar de ver el dichoso juego de pelota, estuve así, dándole vueltas a lo que aquella fotografía podía encerrar, hasta que decidí salir de dudas durante el intermedio del partido.

—¿Quién es la mujer de la fotografía? —pregunté.

Sonrió.

—No lo sé. Esa fotografía venía en el portarretratos cuando lo compré. Yo la llamo Betty.

No entendí por qué había comprado un portarretratos si no tenía ninguna fotografía personal que lucir en él, pero me pareció que lo más adecuado era no preguntar.

Me contó en qué consistía su trabajo.

—Clasifico paquetes y cartas. Un horario de media jornada en un pequeño cuarto, en correos, rodeado por un montón de envíos que yo me encargo de ir colocando en sus respectivos departamentos. Me considero un hombre feliz, sin complicaciones.

Me preguntó a qué me dedicaba y le dije que era escritor en paro. El inicio de la segunda parte del partido interrumpió tan interesante charla. Me dediqué a beber cerveza y comer patatas y cacahuetes y palomitas y más cerveza. Quiero emborracharme para poder dejar mi mente en blanco como hace Martín en su trabajo. Recordé una escena de la película Annie Hall, de Woody Allen, en la que pregunta a una pareja joven, ambos rubios y atléticos, cómo explican su felicidad. Ella responde: es que soy poco profunda y algo vacía y no tengo nada interesante que decir; y su compañero añade: yo soy exactamente igual. Y ése es el gran secreto de la felicidad. No aspirar a nada grande, no plantearte angustiosas cuestiones filosóficas, morales o religiosas, sólo vivir y ver la televisión y comer y beber y conformarte con todo eso sin más, no hay más secreto; por eso yo padezco de insomnio.

 

Cuando acabó el partido me fui. Intercambiamos algunas frases triviales. Lo he pasado muy bien, hay que repetirlo, ha sido un partido muy reñido y cosas por el estilo. Luego, me dejé caer en la cama y me dormí vestido.

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CONTACTAR CON EL AUTOR: gonbrell[at]teleline.es

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por ASUNCIÓN APARICIO ©, perteneciente a su exposición en Margen Cero.




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